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El padre Édgar y su señora madre, Sara Manjarrés.

En la casa vieja de bahareque, de color amarillo, como todas las casas del barrio La María de aquella época, el olor a tabaco, el trinar de los pájaros, las arrugas y las canas de mi abuela Juana Rivero, un abuelo con pocos recuerdos en mi mente de niño, pero suficientes para nunca olvidar a aquel hombre alto, de sombrero y bastón que vestía de camisa blanca y pantalón caqui, un gran talabartero.

Tampoco olvido esa cicatriz en mi ombligo, causada por los alambres de púa de la vieja cerca de la casa de Carmen Severiche. Todo por unos tabacos y calillas para mi abuelo Manolo.

Mi niñez tiene huellas de una madre creyente, la vieja Sara, de valores y principios cristianos. Un padre de familia que observé en la distancia como un hombre empresario y gran emprendedor. Amigo de todo el mundo, con estilo propio, mi padre Dimas Salcedo.

Fui creciendo como cualquier joven humilde, sencillo, alegre, soñador, guiado siempre por los sabios consejos de mi vieja Sara. Los amigos del barrio, hoy mis vecinos, se convirtieron en una sola familia, entre ellos: El Pichi, Álvaro, Wilson, Juan Carlos, Guillermo, Hugo y muchos otros que siempre están presentes en mis oraciones.

Ante la muerte de mi viejo, aquel 1º de marzo del año 82, a escasos 12 años y cursando el sexto grado de bachillerato, sentí que mi futuro llegaba a su fin. Le pregunté entonces a mi madre: ¿y ahora cómo hacemos para la comida, para mis estudios? Aquella respuesta caló en mi mente: Dios proveerá, algo así como el pasaje bíblico de la viuda de Sarepta.

Un día de incertidumbre de esos que arrugan el corazón, no había para la comida, pero aparecen en nuestras vidas esas personas como la nena de Lucho Taboada, quien, dejando a un lado cualquier tipo de dificultades, extendía su mano generosa por el viejo portón de la casa para ofrecernos un bocado de comida. Todo un gesto de amor como el de la fracción del pan. Gracias, Señor, por tu amor.

Aquella tarde cuando parecía que el día se terminaba, después de una jornada estudiantil en el colegio Gabriel Taboada Santodomingo, decidí caminar por las calles de mi pueblo, buscando la manera de llevar algo para mi casa. De repente escuché un grito de invitación: “Hey, gordi, vamos para Sincelejo a comprar el gas en unos cilindros”; era él, Dimas Peluffo, un gran amigo que desde niño solía sacarme a pasear. Me fui sin permiso de la vieja Sara, en la camioneta de Wilson Gutiérrez.

Aquí comenzaba una aventura y un sueño para responder a las exigencias de la vida. De regreso, por el camino, se me prendió el bombillo. Sentí en mi corazón una ilusión, una puerta que se me abriría como un trabajo arriesgado pero digno para poder ganarme, con el sudor de mi frente, el pan de cada día. Pero ese día no me salve del cipote regaño de la vieja Sara.

Comencé el negocio al lado de Nicolay Rivero, el Bobby Nick, todo un personaje. Como no podíamos cargar los cilindros, acudimos al señor Alejo Rivero, para que nos ayudara, y a otros amigos más. Cada sábado mi casa era lugar de encuentro, era un rito en el que los amigos y vecinos, muy solidariamente, se acercaban a echarme una mano. Compartíamos un almuerzo fraterno, algo típico: un mote de queso preparado por mi querida madre, la vieja Sara, y un guarapo de panela o “alimento de guerra”, como dice Jairo Barrios. Con esfuerzo y sacrificio, venciendo todo tipo de dificultades, pude salir adelante con la gracia de Dios y los empujones de mi madre.

En mi vida estudiantil, laboral y de muchos afectos, sentí el llamado del Señor; vocación custodiada por el padre Ramón González Mora, de quien recibí muchas enseñanzas de vida y de fe. La casa cural era un lugar de encuentro con la vida y el testimonio. A mi lado siempre estaba mi querida madre, quien, con camándula en mano y su temple de una mujer de convicción, me ayudaron a seguir adelante.

Cómo olvidar a las religiosas de Santa Teresita del Niño Jesús, ellas me animaron constantemente a no darme por vencido. No puedo olvidar al doctor Taboada, un hombre de fe y gran espíritu de servicio, como tampoco al profesor Roque Abad, quien vivió en mi casa y con quien tuvimos una experiencia maravillosa, en un clima de fraternidad.

El Señor ha estado grande conmigo. ¿Cómo le pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Dios me llamó y yo le respondí: aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad. Me fui con un mar de dudas y Dios me regaló un mar de misericordia. Traigo a la memoria la primera postal que recibí en el seminario, la del padre Pache, con un título “Edgas en el seminario”, aún la conservo.

Hoy, como presbítero de mi pueblo enclavado en los montes de María, manifiesto mi alegría y entusiasmo evangelizador, el poder ver desde el altar a esos hombres y mujeres que me vieron crecer.

Es para mí motivo suficiente para poder decir hoy: GRACIAS, SEÑOR. Hoy soy pastor de Ovejas.

P. Edgar Salcedo Manjarrés.
Ovejas, 11 de marzo de 2020