Loading

Foto: Pixabay.

Por: Presbítero Adalberto Sierra Severiche
Vicario general de la Diócesis de Sincelejo
Párroco: Parroquia Nuestra Señora del Perpetuo Socorro

Mantengamos los pies en la tierra y la mirada en el cielo.

¿Mandó Dios esta pandemia? ¡No!
¿Tenemos que conmover a Dios para que se apiade de nosotros? ¡No!
¿Exige Dios que nos humillemos para escuchar nuestra oración? ¡No!
¿Es la pandemia un demonio desatado que vino a destruir la obra de Dios? ¡No!
¿Enfrentamos una conspiración de hombres diabólicos, sometidos a Satanás, que buscan destruir el mundo? ¡No!

Aquí lo que ha habido es la mezcla de mentira y violencia que siempre ha hecho daño a la humanidad.

China, como cualquier régimen que siente amenazado su prestigio, ocultó información que debió darle al mundo, y reaccionó tarde, cuando la epidemia se salió de sus manos. Las redes sociales hicieron su ambiguo trabajo: de un lado, informaciones oportunas para salvar vidas; del otro, chismes y conjeturas que hicieron cundir la confusión y el pánico.

Los gobiernos han sido erráticos: primero salieron a defender sus intereses y los de sus círculos de apoyo; después –por temor a que se diera un desbordamiento– se acordaron de la población con medidas asistencialistas, casi sin reconocer que los sistemas de salud de sus estados no estaban preparados para servirle a la salud del pueblo, sino para sostener una lucrativa empresa de mediocres servicios de salud.

¿Cómo hay que orar ahora que se nos vino encima la pandemia?
• Reconociendo nuestro pecado: el mundo, como lo tenemos organizado, es un desastre de injusticia. Y todos nosotros hemos participado, de una u otra forma, en la organización de ese caos.
• Dándole la razón a Dios: Jesús nos invitó a que libremente, por amor, construyéramos el reino de Dios, es decir, una sociedad justa, igualitaria, solidaria, en la que cada uno se sintiera responsable del bienestar de los demás. Pero no lo escuchamos, porque pensábamos que eso era demasiado romántico. Ahora necesitamos reconocer que Dios tiene la razón.
• Admitiendo nuestro fracaso: este mundo insolidario, individualista y egoísta «peló el cobre» con esta pandemia. La mentira a la que tanto se recurre nos condujo a ver enemigos por todas partes, menos en donde están. La violencia que excluye indiferentemente a seres humanos convirtió a los excluidos en presa fácil del virus y en foco de su desbordada propagación. El mundo que construimos es todo un fracaso.
• Convirtiéndonos a Dios: no con clamores estrepitosos ni con privaciones rigurosas que no le apuntan a lo importante (la mentira, la violencia, el hambre, la desigualdad, la desprotección, la exclusión), sino con la práctica efectiva de la justicia, la rectitud y el amor que Jesús nos demostró.
• Si nos convertimos a él, haremos de este infierno un paraíso, porque «con Dios nada resulta imposible».