Primera lectura
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos (14,7-12):
Ninguno de nosotros vive para sí mismo ni muere para sí mismo: si vivimos, para el Señor vivimos, y si morimos, para el Señor morimos. Por lo tanto, ya sea que estemos vivos o que hayamos muerto, somos del Señor. Porque Cristo murió y resucitó para ser Señor de vivos y muertos. Pero tú, ¿por qué juzgas mal a tu hermano? ¿Por qué lo deprecias? Todos vamos a comparecer ante el tribunal de Dios, como dice la Escritura: Juro por mí mismo, dice el Señor, que todos doblarán la rodilla ante mí y todos reconocerán públicamente que yo soy Dios. En resumen, cada uno de nosotros tendrá que dar cuenta de sí mismo a Dios.
Palabra de Dios
Salmo
Sal 26
R/. El Señor es mi luz y mi salvación
El Señor es mi luz y mi salvación,
¿a quién voy a tenerle miedo?
El Señor es la defensa de mi vida,
¿quién podrá hacerme temblar? R/.
Lo único que pido, lo único que busco
es vivir en la casa del Señor toda mi vida,
para disfrutar las bondades del Señor
y estar continuamente en su presencia. R/.
Espero ver la bondad del Señor
en esta misma vida.
Ármate de valor y fortaleza
y confía en el Señor. R/.
Evangelio de hoy
Lectura del santo Evangelio según san Lucas (15,1-10):
En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús todos los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: «Ése acoge a los pecadores y come con ellos.»
Jesús les dijo esta parábola: «Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y, al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos para decirles: “¡Felicitadme!, he encontrado la oveja que se me había perdido.” Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse. Y si una mujer tiene diez monedas y se le pierde una, ¿no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, reúne a las amigas y a las vecinas para decirles: “¡Felicitadme!, he encontrado la moneda que se me había perdido.” Os digo que la misma alegría habrá entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta.»
Palabra del Señor
La reflexión del padre Adalberto, nuestro vicario general
Jueves de la XXXI semana del Tiempo Ordinario. Año I.
Un problema concreto da ocasión a Pablo para aplicar los principios antes expuestos respecto del amor como criterio de conducta. Unos cristianos («los fuertes en la fe») hacen uso de su libertad cristiana con desenvoltura; otros («los débiles en la fe»), restringen dicha libertad con observancias propias de los paganos o de los judíos. En este caso, se trata de los tabúes en relación con los alimentos. Jesús enseñó que no hay alimentos puros ni impuros, pero dicha enseñanza no había sido igualmente asimilada por todos, y algunos sentían escrúpulos para comer ciertos alimentos, mientras que los otros procedían con libertad. Pero también había escrúpulos respecto de la observancia de días. Los «fuertes en la fe», o libres, despreciaban a los «débiles en la fe», o no-libres, tildándolos de mojigatos; los «débiles en la fe», juzgaban a los «fuertes en la fe» acusándolos de renegados. El apóstol les hace ver que Dios los acepta y acoge a ambos, con tal que cada uno proceda por fidelidad a su conciencia y con convicción, porque tanto los unos como los otros hacen lo que hacen «por el Señor» (Rm 14,1-6, omitidos por el leccionario).
Es importante tener en cuenta que la persona que le da su adhesión al Señor no surge «de la nada», sino que tiene un pasado que la condiciona en mayor o menos grado; y un ingrediente de ese pasado es la cultura, que muy a menudo involucra ideas, afectos y tabúes de condición religiosa, de los cuales no es fácil escapar. La opción de fe por el Señor consta de un momento puntual, que es la conversión inicial, y de un proceso gradual que es el resto de la vida. Esto es lo que el apóstol tiene en cuenta en estos casos, dado que las personas realizan de modos diversos la conversión inicial y el proceso subsiguiente, siendo ambos auténticos.
Rom 14,7-12.
Toda opción de opinión o de conducta debe apoyarse en una convicción de fe, es decir, por adhesión al Señor; ningún cristiano vive para sí mismo y ni ninguno muere para sí mismo. Cuando habla de «vivir para sí mismo», se refiere a su estilo de vida y de convivencia. No es cristiano llevar un estilo de vida egoísta e insolidario. Cuando habla de «morir para sí mismo», se refiere a las decisiones por las cuales se abandona definitivamente un particular estilo de vida o de convivencia. Las rupturas que realiza un creyente no tienen finalidades egoístas o insolidarias. «Vivimos» para seguir al Señor, y «morimos» para seguir al Señor. En uno y otro caso optamos como cristianos. Esa es la finalidad de la Pascua del Mesías: para ejercer señorío en todas nuestras decisiones por medio de su Espíritu de libertad.
Una vez más, es importante señalar la originalidad del concepto de «señorío» que se predica del Mesías Jesús. En la cultura antigua, se llamaba «señor» al que no tenía alguien por encima suyo que lo dominara, y tenía otros sujetos a su dominio, llamados «siervos». Jesús hizo a los suyos «señores», es decir, libres, y nunca los llamó «siervos», sino «amigos», estableciendo así con ellos una relación de igualdad. Al infundirles su Espíritu, les dio la soberana libertad para amar como él, lo cual los puso por encima de toda ley. Por tanto, su señorío no es de dominio, sino de liberación: él es Señor porque hace libres («señores») a los suyos.
Es claro que puede darse el caso de cristianos que no han derivado todas las consecuencias de su conversión al Señor. A pesar de haber recibido la buena noticia, puede haber preceptos religiosos o costumbres culturales que sigan pesando en su mentalidad o en sus decisiones. Pablo les hace a los romanos las mismas recomendaciones que a los corintios, cuando estos se enfrentaban entre sí por el hecho de que algunos compraban en el mercado y consumían carnes sacrificadas a los ídolos (cf. 1Co 8,7-13; 10,14-33).
Detrás de estas disensiones se esconde un sincero afán de fidelidad al Señor. Unos, «fuertes en la fe», han comprendido con alegría la profundidad de alcance de la libertad cristiana, y se entusiasman tanto con ella que quieren dar testimonio de la misma, y eso está bien. Otros, al contrario, «débiles en la fe», conservan el temor propio de la religión que abandonaron hasta mezclar el amor cristiano con el temor religioso –es una forma de sincretismo–, y por eso no se atreven a disfrutar plenamente de su libertad cristiana. Lo cierto es que cada una de estas posturas se da con el propósito de manifestar la adhesión al Señor. Aquí no hay razón alguna para juzgar, condenar y descalificarse mutuamente. El Señor enseña a entender la situación, comprender a la persona y ayudarle fraternalmente.
Juzgar al «hermano» implica erigirse por encima de uno que es igual, lo que significa arrogarse atribuciones que no se tienen. Despreciar al hermano implica negar el amor, y esto es anular la adhesión de fe al Señor con la cual se pretende justificar ese desprecio. Ni la condenación ni la descalificación se sostienen delante del «tribunal» de Dios.
Lo que importa no son leyes ni costumbres, sino la actitud ante el Señor por la adhesión a él, y el respeto y la acogida en relación con el hermano. Así es como se vive el amor cristiano. Por tanto, ni condenas ni desprecios, sino respeto por las opciones de los demás. El único juez es Dios, que es juez justo, y será ante él que cada uno habrá de responder personalmente. La adhesión al Señor importa más que las opciones éticas particulares; asegurada la adhesión a él, las otras opciones siempre tendrán valor relativo y podrán ser rectificadas.
Este principio sigue reclamando urgente aplicación entre Iglesias, comunidades y cristianos, agrupados o individualmente. El que ayuna por amor al Señor tiene tanto derecho y merece tanto respeto como el que se niega a hacerlo por fidelidad al Señor. Las prácticas devocionales que se hacen con el fin de agradar al Señor se legitiman por dicha finalidad, pero no pueden imponerse como obligatorias para todo creyente. Desde luego, se trata de prácticas hechas sinceramente por amor al Señor, porque hay prácticas devocionales que se hacen «para cebar el amor propio» (Col 2,23). Eso no expresa amor, sino búsqueda narcisista de sí mismo. No podemos descalificar a los que el Señor acogió, sostiene y puede salvar; si lo hiciéramos, eso sería faltar al amor, y no se podría justificar en nombre del Señor. Los «fuertes en la fe» son tentados de despreciar a sus hermanos y de mofarse de sus escrúpulos; los «débiles en la fe», de condenar a «los fuertes en la fe» como herejes. Ambos deben recordar que la salvación no es merecida por «las obras», y que la gracia de Dios es la que inspira nuestra conducta.
Abracémonos cada día más al Señor en la eucaristía, para que crezcamos en adhesión a él y en fuerza de convicción personal. El Espíritu del Señor nos guiará hasta el amor pleno.
Feliz jueves eucarístico y vocacional.