Lectura del santo evangelio según san Mateo (17,10-13):
CUANDO bajaban del monte, los discípulos preguntaron a Jesús:
«¿Por qué dicen los escribas que primero tiene que venir Elías?».
Él les contestó:
«Elías vendrá y lo renovará todo. Pero os digo que Elías ya ha venido y no lo reconocieron, sino que han hecho con él lo que han querido. Así también el Hijo del hombre va a padecer a manos de ellos».
Entonces entendieron los discípulos que se refería a Juan el Bautista.
Palabra del Señor
Sábado de la II semana de Adviento.
La promesa de restauración es gratuita, pero su realización no es impuesta. Dios nos reclama un «compromiso» (co-promesa: reciprocidad a la promesa). Cuando no se da reciprocidad, él intenta suscitarla mediante la exhortación a la enmienda (μετάνοια). Hay que insistir en que esa enmienda consiste en la rectificación de las relaciones interhumanas por medio del reconocimiento efectivo de la dignidad y los derechos del otro, de tal modo que no puede ser reemplazada por el culto ni omitida con pretexto del mismo. Es distinta de la «conversión» (ἐπιστροφή), que en el evangelio se identifica con la «fe», y que denota el abandono de los ídolos y la aceptación Dios, tal como él se revela y actúa por Jesús. La «enmienda» prepara para dar el paso de la «conversión».
La enmienda es justamente la exigencia que hace Juan Bautista para prepararle el camino al Señor. Exigencia de mil modos reiterada por los antiguos profetas, pero no siempre atendida.
1. Primera lectura: promesa (Sir 48,1-4.9-11).
El profeta Malaquías exhortó a los israelitas acordarse de Moisés (personificación de la Ley) y de Elías (el primero de los profetas): la Ley de Moisés sería norma de vida y convivencia; el mensaje de Elías, el precursor del día del Señor, «grande y temible», tendría como objetivo reconciliar «a padres con hijos, a hijos con padres». Esa expresión alude a generaciones divididas y enfrentadas en relación con la tradición («padres»), divisiones y enfrentamientos que se verificarán antes de la llegada del día del Señor. La reconciliación tiene como objetivo evitar que el país sea destruido de nuevo, como lo había sido antes del destierro, según los usos costumbres de guerra (cf. Num 21,2; Jos 6,17; 7,1; 1Rey 20,42). Malaquías anunció ese retorno de Elías como señal preventiva. Su misión consistiría en evitar la catástrofe mediante esa pacificación de las relaciones entre los habitantes del país (cf. Mal 3,22-24).
El Sirácida apeló a este anuncio en un momento de fuertes conflictos internos que enfrentaban a dos grupos de israelitas: los «piadosos» (los fariseos), y los «apóstatas» (los saduceos). La disputa entre ellos, efectivamente, era por cuestiones de la tradición recibida de los «padres».
Para comprender mejor estas ideas, es preciso recordar que el «fuego» se usaba a menudo como metáfora de juicio, y que este juicio puede ser de salvación o de condenación. Ese juicio se refiere al «día del Señor». Dicho «día» consistiría en un juicio de reprobación de toda injusticia, juicio en el cual incurriría también su pueblo y le acarrearía la destrucción. De hecho, Elías mismo había sido instrumento de dicho juicio cuando durante tres años «cerró el cielo» (impidió la lluvia) y provocó la «hambruna»; también, haciendo descender tres veces «fuego del cielo» (juicio divino), reprobó el régimen de Ajab (cf. 1Rey 18,38) y el de Ocozías (cf. 2Rey 1,10.12), ambos idólatras.
Elías fue arrebatado al cielo en «tropel de fuego» (juicio de salvación: «al cielo»), y fue destinado a aplacar la ira antes de que estallara («el día del Señor»). La tarea de este precursor fogoso («como fuego»: o sea, ejecutor del juicio) consistirá en reconciliar la tradición («padres») con la novedad («hijos»), restaurando la unidad del único pueblo, ahora dividido en dos reinos («restablecer las tribus de Israel»). Será un juicio de salvación. Y lo hará con un ímpetu como el que tuvo Elías. Era tal la expectativa, que se declaraba una dicha ser testigo de semejante acontecimiento.
2. Evangelio: cumplimiento (Mt 17,10-13).
El compromiso depende mucho de la comprensión que se tenga de la promesa. Comprensión que, a su vez, depende de la experiencia que se tenga de Dios. Juan se presentó anunciando un juicio con «fuego inextinguible» (cf. Mt 3,10.12), que sugiere una aniquilación, en este caso, de la gente que no se enmiende, rasgo que alude a un parecido con Elías. Pero Juan también le atribuye al «que llega detrás», es decir, al Mesías, un bautismo «con Espíritu Santo y fuego» (cf. Mt 3,11), lo que indica que –según su parecer– el Mesías hará un juicio de salvación «con Espíritu Santo» y un juicio de condenación «con fuego». Juan concibe a Dios como el Antiguo Testamento, es decir, remunerador de justos e impíos, y así se identifica con Elías, pero piensa que el Mesías se identifica con su concepción, porque no advierte la novedad que Jesús implica.
Jesús no representa un Mesías de triunfo terreno, pues va a morir (cf. Mt 17,1-9). Sus discípulos encuentran incompatible la doctrina de los letrados con el mensaje del Maestro, y preguntan por la razón de ser de dicha incompatibilidad. Jesús les responde que la promesa se ha cumplido ya, pero, como no se acomodó a las expectativas de los círculos de poder –ideológico, religioso y político–, no la dieron por cumplida y trataron a Juan como les vino en gana. Por eso, les anuncia que así va a suceder con él, y sucederá después con sus seguidores. Al decir «el Hijo del Hombre» Jesús se refiere a sí mismo –como portador y comunicador del Espíritu Santo– y también a sus discípulos, que serán portadores y comunicadores del mismo Espíritu. El anuncio de Malaquías, interpretado por Jesús, deja claro que la vuelta de Elías ha de interpretarse de manera figurada, y no literal, y que su misión no tenía que ser necesariamente victoriosa, como, en efecto, constató él mismo por parte de los sumos sacerdotes y los senadores del pueblo (cf. Mt 21,23-27). Por lo tanto, el resultado triunfal que los letrados le atribuían a los oráculos mesiánicos tampoco resulta fiable, ya que la realización del plan de Dios sobre Israel depende de la respuesta del pueblo.
Ellos se dan por enterados de la referencia a Juan Bautista, pero no aún de la que les concierne: la referencia a Jesús y sus seguidores. En ese punto, siguen apegados a la doctrina de los letrados. Por eso no verán cumplida la promesa en la muerte de Jesús; solo podrán verla después de que él resucite (cf. Mt 17,9), cuando Jesús les haya comunicado su Espíritu (cf. Mt 27,50). Esto deja entender que el cumplimiento de la promesa puede darse sin que los destinatarios de la misma lo capten, porque adolecen de un vacío de Espíritu Santo
La experiencia de Dios como Padre permite comprender la promesa como la oferta de una vida indestructible. La experiencia del amor de Dios Padre ayuda a rectificar los pronósticos errados acerca de la actuación del Mesías. Y solo el don del Espíritu Santo permite esa experiencia. Esto aclara por qué, sin el Espíritu Santo, resulta imposible decir con toda verdad «¡Jesús es Señor!» (cf. 1Cor 12,3), porque es seguro que se tergiversará y pervertirá ese señorío atribuido a Jesús.
Muchos –enardecidos y con apasionado acento–, se declaran seguidores de un Mesías guardián riguroso de la Ley, o de un Mesías de poder que solo existe en sus mentes y que no corresponde al Mesías crucificado. Por eso se presentan con promesas que compaginan más con expectativas de logros terrenos que con la esperanza puesta en la promesa de Dios. Esa incomprensión de la promesa delata un enorme vacío de Espíritu Santo que se refleja en un dios imaginado, no en la experiencia del Padre de Jesús.
La comunión eucarística, al asimilarnos al Mesías Jesús, va cambiando nuestra mente y nuestros sentimientos, nuestras actitudes y nuestras acciones. Y constatamos su eficacia en nuestras vidas y en nuestra convivencia social.
Feliz sábado en compañía de María, la madre del Señor.