Evangelio de hoy
Lectura del santo evangelio según san Mateo (3,13-17):
EN aquel tiempo, vino Jesús desde Galilea al Jordán y se presentó a Juan para que lo bautizara.
Pero Juan intentaba disuadirlo diciéndole:
«Soy yo el que necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí?».
Jesús le contestó:
«Déjalo ahora. Conviene que así cumplamos toda justicia».
Entonces Juan se lo permitió. Apenas se bautizó Jesús, salió del agua; se abrieron los cielos y vio que el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba sobre él.
Y vino una voz de los cielos que decía:
«Este es mi Hijo amado, en quien me complazco».
Palabra del Señor
La reflexión del padre Adalberto, nuestro vicario general
Fiesta del Bautismo del Señor. Ciclo A.
Dado que la solemnidad de la Epifanía del Señor se celebra en algunos lugares con fecha fija, el 6 de enero –siguiendo el calendario solar–, y en otros el domingo comprendido entre los días 2 y 8 de enero –siguiendo los calendarios solar y lunar–, con el fin de ajustar el calendario universal para que las comunidades que celebran en distinta fecha la Epifanía del Señor coincidieran en el II Domingo del Tiempo Ordinario, fue necesario que, cuando se celebrara la Epifanía del Señor en los domingos 7 y 8 de enero, allí donde se celebra la Epifanía del Señor el domingo la fiesta del Bautismo del Señor tuviera que ser celebrada el lunes siguiente a dicha solemnidad. Por eso, en dichos lugares este misterio tan importante no siempre se celebra en domingo.
Mt 3,13-17.
El evangelio de esta fiesta refleja la dificultad que hubo para entender la misión de Jesús incluso de parte de su mismo precursor. La iniciativa de Jesús de hacerse bautizar por Juan desconcertó al precursor, pues este era consciente de la superioridad del bautismo de Jesús; esto permitió que Jesús explicara su actuación y que, una vez bautizado Jesús, el Padre revelara su designio.
1. La desconcertante iniciativa de Jesús.
Juan había anunciado la inminente llegada de uno «más fuerte» que él, con un derecho prevalente en relación con el pueblo y con un bautismo superior al suyo (cf. 3,11). Y «entonces llegó Jesús desde Galilea al Jordán para que Juan lo bautizara». La procedencia de Jesús crea una expectativa, por ser los galileos muy pobres, poco practicantes e inclinados a la revuelta. Su intención declara que aprueba la exhortación de Juan y la apoya.
Pero Juan se desconcierta, porque la actitud de Jesús no encaja con el modo como él entendía al Mesías ni con la forma como él lo había anunciado (cf. 3,12). Juan esperaba que el Mesías fuera quien lo bautizara «con Espíritu Santo», y que a los injustos los bautizara «con fuego», no que el Mesías acudiera a él y asumiera su bautismo «con agua», que era un ritual de muerte.
El Mesías no llega reclamando superioridad, ni tratamiento privilegiado, ni se excluye de la suerte común de los mortales: se presenta pobre, solidario y mortal, sin ningún rasgo de riqueza, poder o prestigio, que eran los atributos con los que usualmente lo describían.
2. La explicación del bautismo de Jesús.
Juan intentó disuadirlo aduciendo las debidas prelaciones, pero Jesús reaccionó de modo tajante: «¡deja ya!», indicándole así que había que abandonar los criterios que Juan manejaba respecto del Mesías, que, como precursor, también debía hacer su «enmienda» cambiando de mentalidad.
Efectivamente, la explicación de Jesús, asocia a Juan con él en la realización de un designio que los involucra y que proviene de Dios. Jesús le explica que a ambos les corresponde «colmar toda justicia» (πληρῶσαι πᾶσαν δικαιοσύνεν), expresión que parece aludir a lo escrito en un salmo que celebra a Dios como rey cuya diestra «está llena de justicia» (δικαιοσύνες πλήρης: Sal 48,11). Esto implica que el reinado de Dios, que es anuncio de ambos (cf. Mt 3,2; 4,17), se realizará mediante una «justicia» que se sitúa «por encima de la de los letrados y fariseos» (cf. Mt 5,20).
La «justicia» de la Ley, «la de los letrados y fariseos», reclama la preservación del justo y la radical exclusión del injusto, como Juan había enseñado (cf. Mt 3,12). Pero Jesús le indica a Juan que lo más conforme (πρέτον ἐστὶν) con la justicia divina es que el Mesías entregue su vida en expiación cargando con el pecado de todos e interceda por los pecadores (cf. Isa 53,1-12). Y esto es lo que Jesús quiere asumir al bautizarse en agua, como símbolo de aceptación voluntaria de su muerte. Ante esa explicación, Juan desiste de impedirle a Jesús que se sumerja en el agua.
3. El significado del bautismo de Jesús.
El participio que usa el evangelista («bautizado Jesús») deja en segundo plano la acción de Juan, y destaca la de Jesús. Pero esa inmersión tiene un carácter fugaz, dado que afirma a continuación que Jesús «subió enseguida del agua», con lo cual insinúa la transitoriedad de ese rito de muerte. Y entonces muestra las repercusiones de ese bautismo, que es diferente del de los demás, ya que de ninguno de ellos se dijo que subiera del agua (cf. 3,6).
En primer lugar, por el bautismo de Jesús «quedó abierto el cielo». Esto significa que se restablece la comunicación entre Dios y la humanidad por la decisión que tomó Jesús de entregar su vida. Así se confirma lo que Jesús le había dicho a Juan, que esta voluntad de entrega personal estaba por encima de la justicia legal, que el reinado de Dios no se daría por la perdición de los injustos, sino por la salvación de todos, «justos e injustos» (cf. 5,45).
A la apertura del cielo sigue la autocomunicación de Dios. Es Jesús quien ve «al Espíritu de Dios bajar como paloma y posarse sobre él». El Espíritu es la fuerza de amor y de vida que proviene de Dios y que destina a Jesús como Mesías «para que promueva el derecho en las naciones» (cf. Isa 42,1), es decir, para hacer valer la dignidad humana en todos los pueblos. Su misión tiene un carácter universal (cf. Mt 12,17-21).
Bajar como baja la paloma expresa complacencia. Entre los orientales era proverbial la querencia de la paloma por su nido, y se decía que bajaba al mismo con evidente deleite. Esta metáfora se refiere al hecho de que el Espíritu de Dios se encuentra a gusto en el corazón del hombre que, como Jesús, dedica su vida al bien de los demás. Posarse sobre él indica la permanencia. Aquí no se trata de una presencia transitoria del Espíritu, sino definitiva. Jesús es «Dios con nosotros».
La voz del cielo revela a Jesús hacia afuera: Dios se presenta como Padre y declara «Hijo» suyo a Jesús, el que se le parece en todo y, por tanto, el rey Mesías (cf. Sal 2,7). En cuanto Hijo, Jesús es «el amado» (cf. Gen 22,2), el Hijo cuya singularidad consiste en ser depositario de la promesa y, como Isaac, será ofrecido en sacrificio (su muerte voluntaria). El «favor» que Dios declara que ha puesto en él remite al don del Espíritu, avalando así la experiencia personal de Jesús: el cielo abierto, la bajada y la permanencia del Espíritu.
La entronización del Hijo rey y su investidura como Mesías carece del boato exterior que suelen tener los rituales de coronación de reyes o las protocolarias ceremonias de posesión de jefes de Estado. No hay imposición de insignias, ni discursos ni aplausos. Tampoco hay reconocimientos ni juramentos de lealtad. Mucho menos se da la arrogación de facultades y poderes. Al contrario, todo lo que hay es un «vaciamiento» de sí (cf. Fil 2,7), la entrega de la propia vida por los demás.
El bautismo de Jesús no solo es superior al de Juan, sino de otra índole. No tiene sentido hacer comparaciones entre ellos, como la de quienes piensan que porque Jesús se bautizó a los 30 años (cf. Lc 3,23) sus seguidores tendrían que hacer lo mismo.
Bautizarse como Jesús tiene que ver más bien con la eucaristía, que significa el don de sí mismo para que los demás tengan vida. Eso es lo que celebramos en esta fiesta que anuncia su ministerio.
Feliz día del Señor.