Lectura del santo evangelio según san Marcos (3,31-35):
En aquel tiempo, llegaron la madre y los hermanos de Jesús y desde fuera lo mandaron llamar.
La gente que tenía sentada alrededor le dijo: «Mira, tu madre y tus hermanos están fuera y te buscan.»
Les contestó: «¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?»
Y, paseando la mirada por el corro, dijo: «Éstos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre.»
Palabra del Señor
Martes de la III semana del Tiempo Ordinario. Año II.
«Cuando los filisteos oyeron que habían ungido a David rey de Israel, subieron todos a apresarlo. David se enteró y bajó al refugio de Adulán» (2Sam 5,17). Tras consultar con el Señor, David les hizo frente y los derrotó. «Los filisteos dejaron allí abandonados sus ídolos; David y sus hombres los recogieron» (5,21). Ellos volvieron a incursionar, David se atuvo a las instrucciones del Señor, y nuevamente los derrotó. Así se desquitaron de la afrenta por la captura del arca (cf. 1Sam 4).
El arca, después de que los filisteos la devolvieron, llegó a Bet Semes («Casa del sol»), pero los vecinos pronto sintieron temor y se la pasaron a los de Quiriat Yearim («Villa de los sotos»), y estos a Guibeá («Loma»), a casa de Abinadab, en donde estuvo cerca de 20 años. Ahora David salió a buscarla (cf. Sal 132,6) en Baalá de Judá, pero un incidente en el acarreo de la misma hizo sentir temor a David, quien la dejó en casa de Obededom, de Gat, en donde estuvo tres meses.
Para David era importante tener el arca en su misma ciudad, porque así se aseguraba de contar con la presencia del Señor a su lado y, al mismo tiempo, gozaría del respeto del pueblo, que lo vería como íntimo del Señor, ungido suyo, y no simplemente como elegido por Judá e Israel. Y, sobre todo, teniendo el arca en Jerusalén, la ciudad se convertía en el centro religioso del pueblo, lo que convenía a sus propósitos de reinar sobre Israel y Judá simultáneamente.
2Sam 6,12b-15.17-19.
Contrariamente a lo que se temía, el Señor bendijo a Obededom, en cuya casa estuvo el arca, y entonces David decidió llevar procesionalmente el arca hasta Jerusalén en un ambiente de fiesta. Convirtió este hecho en un histórico acontecimiento religioso tanto para Judá como para Israel, y como ocasión para fortalecer la conciencia de pertenencia y unidad nacional; al mismo tiempo, estableció así el carácter capital de Jerusalén como centro político y religioso del reino. David asumió funciones sacerdotales: sacrificó animales, ofreció holocaustos y sacrificios de comunión, usó vestiduras sacerdotales (un roquete de lino), bendijo al pueblo en nombre del Señor y le dio participación en el banquete de comunión.
David solo iba vestido con el roquete de lino, e iba danzando y saltando delante del arca a lo largo del recorrido; al entrar en la ciudad lo estaba observando desde la ventana de su casa Mical, la hija de Saúl que había sido su mujer, pero que Saúl después le entregó a otro (cf. 1Sam 25,44), aunque, finalmente, David la reclamó (cf. 2Sam 3,13-16). Ella le manifestó desprecio por haber dejado ver sus partes íntimas mientras hacía piruetas y cabriolas delante del Señor, pero David insistió en la elección de que había sido objeto por parte del Señor y en su disposición a seguir dándole culto, aunque su mujer y sus criadas le manifestaran desprecio. Este hecho conduce a la esterilidad de Mical, quien no le dio hijos al rey (cf. 6,23, omitido). Esto significa la extinción de la familia de Saúl, hecho que tiene trascendencia en la lucha por la sucesión del trono de David. El relato pretende justificar la presencia del arca en Jerusalén y legitimar el reinado de David y sus sucesores en la ahora ciudad capital del reino (cf. vv. 16.20-23, omitidos).
El arca fue conducida a una tienda de pieles que David hizo construir para el efecto, situándola en su centro. Pese a que se describe con el mismo verbo («preparar»), la tienda de David no es la tienda del encuentro de la que hablan las tradiciones sobre Moisés, ni tampoco la de la tradición sacerdotal, cuya presencia se señala en Siló, Gabaón y hasta Jerusalén. Hay textos que distinguen esta tienda de la tienda del encuentro, que existía todavía en tiempos de Salomón (cf. 1Cro 15,1; 16,1; 2Cro 1,4 con 1Rey 1,39; 2,28-30).
Los holocaustos que ofrece el rey (cf. 24,25; 1Rey 3,4.15; 8,63-64; 9,25; 2Rey 16,12-13), al parecer constituyen una antigua prerrogativa no exenta de oposición (cf. 1Sam 13,8-15) y son de carácter excepcional, ya que el hombre de guerra no debe incursionar en ese campo, que es dominio del hombre religioso (cf. 1Cro 22,7). Del mismo modo, la bendición solemne de los hijos de los israelitas era una atribución reservada al sacerdote (cf. Num 6,22-27), pero también Salomón se arrogará esta facultad de bendecir la asamblea del pueblo (cf. 1Rey 8,14.55).
Por último, David hizo distribuir «a todo el pueblo –hombres y mujeres de la multitud israelita– un pan, una porción de carne y una torta de pasas». Este sacrificio se interpretaba de este modo: Dios, invitado al banquete, recibía la víctima (lo que se quemaba sobre el altar) y repartía el resto entre los oferentes, de quienes hacía sus invitados. Este «sacrificio de paz» era como un banquete de reconciliación (o de amistad) que se desenvolvía en una ceremonia gozosa. Era muy apto para significar la alianza entre Dios y el pueblo. Y parece que David usa este símbolo de alianza para expresar la relación que se da entre él y los dos reinos que gobierna desde Jerusalén, Judá e Israel. Por eso se concluye con la noticia de que «se marcharon todos, cada cual a su casa»
David pretende establecer un reino en el cual lo político y lo religioso formen un todo armónico por fidelidad al Señor (el Dios que sacó a Israel de Egipto). La organización del reino ha de estar al servicio de la alianza con el Señor. En sus acciones hay un programa: el gobernante da culto al Señor cuando, al mismo tiempo que se muestra comprometido con la vida de su pueblo («lo bendijo»), y se convierte en constructor y garante de la unidad manteniendo el vínculo de amistad («sacrificio de paz») entre sus connacionales. Y, sobre todo, cuando ambas acciones, la bendición y la paz, están encaminadas a fortalecer la relación del pueblo con su Dios.
Posteriormente, incluso en nuestro tiempo, lo que se ve es una manipulación de lo religioso en beneficio de lo político; tampoco la organización estatal pretende garantizar que se realice el ideal de la alianza, sino –con frecuencia– lo contrario de la misma. Da grima ver Iglesias convertidas en partidos políticos y pastores al servicio de intereses partidistas y de afanes económicos mal disimulados. Pero también ocurre lo contrario: manipulación religiosa del orden civil y político al servicio de unos proyectos que desconocen los derechos humanos, excluyen (incluso matando) a los disidentes y restringen las libertades… ¡en nombre de una supuesta divinidad!
El cristiano no debe confundir el orden temporal con el reino de Dios, pero sabe que su mejor contribución para optimizar el orden temporal consiste en proponerle permanentemente el reino de Dios como su ideal. Esa es nuestra tarea al finalizar la eucaristía: «pueden irse en paz». Es el envío misionero a ser levadura en la masa. Estamos destinados a ser germen de vida nueva.
Feliz martes.