Lectura del santo evangelio según san Marcos (4,21-25):
En aquel tiempo, dijo Jesús a la muchedumbre: «¿Se trae el candil para meterlo debajo del celemín o debajo de la cama, o para ponerlo en el candelero? Si se esconde algo, es para que se descubra; si algo se hace a ocultas, es para que salga a la luz. El que tenga oídos para oír, que oiga.»
Les dijo también: «Atención a lo que estáis oyendo: la medida que uséis la usarán con vosotros, y con creces. Porque al que tiene se le dará y al que no tiene se le quitará con creces hasta lo que tiene.»
Palabra del Señor
Jueves de la tercera semana del Tiempo Ordinario. Año II.
Ya Abigaíl, la mujer de Nabal, le había dicho a David: «el Señor dará a mi señor una casa estable, porque mi señor pelea las guerras del Señor, y ni en toda tu vida se te encontrará un fallo» (1Sam 25,28), palabras generosamente halagadoras con el fin de obtener la clemencia de David, porque se enteró de que Nabal, marido de Abigaíl, había sido descortés con unos emisarios personales que David le había enviado para solicitarle apoyo para la tropa. Era fácil que el guerrero estuviera acostumbrado a esas lisonjas, pero el mensaje del Señor lo situó en su puesto.
Esto es lo que sucede con David a raíz del anuncio que le ha traído el profeta Natán, esta vez sí hablando en nombre del Señor. Ya no se trata de halagarles los oídos al poderoso soberano, sino de anunciarle, como a cualquier otro israelita, el auténtico oráculo del Señor. Dios es magnánimo y generoso con todos, sin que sea necesario que el hombre previamente haga algo para granjearse su favor. Al comprenderlo, David reconoce que el Señor va más allá de lo que él pudiera reclamar como merecido.
El reconocimiento de la iniciativa de Dios («él nos amó primero»: 1Jn 4,19) y de la gratuidad de sus bendiciones («ustedes están salvados por pura generosidad»: Ef 2,5), así como de su fidelidad incluso a los infieles (cf. Lc 6,35; 2Tim 2,13), es el principio de la fe. Así ocurrió con Abraham, y así ocurre con los seguidores de Jesús, «pionero y consumador de la fe» (Heb 12,2).
2Sam 7,18-19.24-29.
Después del anuncio de Natán, David acude a la carpa en donde está el arca y ora al Señor. Signo de su nueva actitud es el comienzo de su oración («¿Quién soy yo, mi Señor?») que expresa una perplejidad frente a la actividad de Dios a su favor en el pasado y a la promesa que le agrega para el futuro. David se muestra desconcertado. Además, se pregunta por los créditos de su familia de origen («¿…y qué es mi familia?»), como lo habían hecho Moisés (cf. Exo 3,11), Gedeón (cf. Jue 6,15) y hasta Saúl, su antecesor (cf. 1Sam 9,21). Ni él ni su familia pueden alegar méritos de su parte para «llegar hasta aquí». Tiene que reconocer que todo es don del Señor.
• Llamándolo (literalmente) «mi Señor, el Señor» (יְהוִה אֲדֹנָי) siete veces (vv. 18.19[2].20.22.28.29), se declara su «siervo» (עֶבֶד) diez veces (vv. 19.20.21.25.26.27[2].28.29[2]), pondera la generosidad de Dios en favor suyo y de su familia, y declara que no hay Dios como él ni fuera de él. Agradece la promesa que el Señor le hace y reconoce que en su generosidad está su grandeza (cf. 7,18-22).
• Llamándolo «Dios» (אֱלֹהִם), denominación universal que aparece nueve veces en el capítulo entero (vv. 2.22.23[2].24.25.26.27.28) y evidentemente más genérica que la anterior, reconoce su amor a Israel por liberarlo, hacerlo su pueblo y darle renombre como pueblo suyo a través de los prodigios que ha realizado en su favor desde cuando lo sacó de Egipto (cf. 7,23: omitido).
• Llamándolo de varios modos (Señor Dios, Señor de los ejércitos, Dios de Israel, mi Señor) entrelaza la promesa hecha a él y a su familia y la elección de Israel para pedirle que mantenga esa promesa y que bendiga su casa para que esta permanezca en su presencia (cf. 24-27). El Señor es distinto de los dioses de los pueblos, es el Dios de Israel, Señor de la creación y de la historia.
• Finalmente, concluye –apoyándose solo y confiadamente en la unicidad («no hay Dios fuera de ti»: v. 22) y en la veracidad de Dios («tú eres el Dios verdadero, tus palabras son de fiar»)– que el Señor, a quien él ha reconocido como «el (único) Dios» (הָאֱלֹהִים) y cuyas palabras ha declarado «de fiar» (אֱמֶת), le brinda total credibilidad y da firmeza a la promesa que le ha hecho. Lo único que resta es que bendiga su casa para que se cumpla en la misma esa promesa.
Se aprecia la diferencia que hay entre el rey que quería edificarle al Señor una casa de cedro como la que él tenía y el «siervo» del Señor que toma conciencia de la generosidad con la que el Señor lo ha tratado desde antes de ser rey, que lo condujo a la realeza y que ahora se compromete con él a mantenerlo en el trono y mantener también en él a su descendencia, incluso ante previsibles infidelidades de sus descendientes, por mera donación de su benevolencia, si mérito alguno suyo.
David se expresa como hombre de fe, al reconocerse desbordado por la generosidad inmensa de Dios, y se declara «siervo» suyo en relación con su pueblo, es decir, se pone a disposición de Dios con toda libertad para colaborar con él en la promoción de la libertad del pueblo. El amor desbordante de Dios lo lleva a sentir vivamente que cuanto más amado por Dios se reconoce (el nombre de David significa «amado») tanto más responsable es del destino del pueblo de Dios. David acepta la vinculación del destino de su casa al destino de su nación y asume esa vinculación de destinos como un don de la generosidad del Señor hacia él, personalmente, y hacia su familia, colectivamente. La oración que acaba de dirigirle a Dios procede del hecho de haber conocido por revelación del profeta Natán el designio del Señor: «Tú, Señor de los ejércitos, Dios de Israel, has hecho a tu siervo esta revelación: “te edificaré una casa”; por eso, tu siervo se ha atrevido a dirigirte esta plegaria».
Por otra parte, la intención del hombre religioso (David antes del oráculo de Natán) encierra el riesgo de querer encasillar a Dios, de (literalmente) «domesticarlo», al pretender confinarlo en un lugar, como si Dios no tuviera la libertad de estar en medio de su pueblo, y como si tuviera que estar agradecido con un supuesto benefactor suyo que le construyó una casa regia. Por eso puede observarse en la predicación de los profetas una cierta ambivalencia con respecto del templo: en algunas ocasiones apoyan su construcción o reconstrucción, y en otras se oponen.
El hombre religioso presume de sus dones como si fueran privilegios para sí. El hombre de fe, en cambio, los asume como responsabilidades con el pueblo ante Dios. La acción de gracias del fariseo resulta vacía por eso, porque no se compromete ni con Dios ni con la humanidad (cf. Lc 18,9-14). El hombre de fe da gracias comprometiéndose con el Señor que lo bendice y sirviendo al pueblo del Señor. Al final de esa oración de David se percibe una semejanza temática con la respuesta de la virgen María al ángel: «Aquí está la sierva del Señor; cúmplase en mí lo que has dicho» (Lc 1,38). Al fin de cuentas, en sus entrañas se cumple a plenitud la promesa hecha por el Señor a David. Y, a semejanza de esa «encarnación», los cristianos acogemos a Jesús por la fe en nuestros corazones y, por los sacramentos, manifestamos públicamente esa adhesión.
Cuando vamos a comulgar declarando que no «somos dignos» de ello, reconocemos que el don que recibimos nos compromete con el Señor a quien recibimos y con el pueblo en cuyo seno lo recibimos.
Feliz jueves eucarístico y vocacional.