Lectura del santo evangelio según san Marcos (6,1-6):
En aquel tiempo, fue Jesús a su pueblo en compañía de sus discípulos. Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga; la multitud que lo oía se preguntaba asombrada: «¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es ésa que le han enseñado? ¿Y esos milagros de sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y sus hermanas ¿no viven con nosotros aquí?»
Y esto les resultaba escandaloso. Jesús les decía: «No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa.»
No pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se extrañó de su falta de fe. Y recorría los pueblos de alrededor enseñando.
Palabra del Señor
Miércoles de la IV semana del Tiempo Ordinario. Año II.
David regresó a Jerusalén, primero invitado por los israelitas y después –inducidos por él a través de los sacerdotes Sadoc y Abiatar– por los de Judá. Se reportan los encuentros sucesivos del rey con los de Judá en bloque, con Semeí, quien le pidió perdón por sus maldiciones, con Meribaal, quien le explicó que Sibá, su criado, el que le había ofrecido al rey burros y provisiones (cf. 16,1-4), lo había traicionado y lo había calumniado. Y se hizo sentir el altercado entre Judá e Israel.
Pero un israelita de nombre Sebá se sublevó y, tras otra guerra, Joab le dio una nueva victoria. Después se narra un hecho de venganza de sangre contra la familia de Saúl por parte de los gabaonitas, consentido por David (exceptuando al hijo de Jonatán), y hubo otra batalla con los filisteos (cf. 19,10-21,22, omitidos).
Sigue un «oráculo de David», que parece un autoelogio (cf. 22, omitido), unas «últimas palabras» de David (23,1-7) y la lista de sus soldados (cf. 23,8-39, omitido).
2Sm 24,2.9-17.
Anteriormente se habló de un pecado, de David como persona, aunque abusó de sus facultades como rey. Ahora está en cuestión una medida administrativa suya que repercute contra el pueblo: un censo poblacional ordenado por el rey a su ejército para saber de cuánta gente dispone él. Un censo está motivado por diversas intenciones:
• de prestigio personal: tener muchos súbditos es una gloria para cualquier rey.
• económicas: se pueden presupuestar los impuestos por cobrarle a la población.
• de poder: determinar el número de los que son aptos para el servicio militar.
Es de suponer que esta era una medida impopular, puesto que no implicaba beneficio alguno en relación con la población, y sí presagiaba políticas nada favorables en su contra. Pero también se da una interpretación teológica que valora el censo como un signo de desconfianza en el Señor, porque implica apoyarse más en los medios humanos que en la fidelidad del Señor. Por eso Joab, el primer responsable del censo, trata de disuadir al rey de esa idea.
La religión israelita atribuía a Dios tanto lo bueno como lo malo con el propósito de salvaguardar su absoluta soberanía. Pero eso genera una imagen ambigua de él que es preciso discernir con la debida prudencia y con inteligencia. De hecho, la iniciativa del censo –que se presenta como del Señor para reprobar una falta del pueblo que no se explicita (cf. 2Sam 24,1)– será atribuida por el cronista a «un Satán», es decir, a un adversario de Israel, que es el que incita a David a censar a Israel (cf. 1Cro 21,1). Podría suponerse que la idea de una guerra de expansión fuera concebida por David como algo oportuno, y que esta idea fuera el «adversario» que hizo surgir esa iniciativa y aconsejó el censo para darle curso. En apoyo de esta conjetura se aducirían la primera reacción de Joab a la orden del rey («Que el Señor, tu Dios, multiplique por cien la población, y que tú, oh rey, lo veas con tus propios ojos») y el hecho de que Joab y el ejército sean los encargados de hacer el censo, si bien su ejecución se atribuye al rey, y el «castigo» recae sobre el rey y el pueblo.
Aunque el censo se hizo por exigencia del rey y en contra del consejo de los oficiales del ejército, arroja unos resultados satisfactorios para él. En primer lugar, se señala la gran extensión del reino (cf. vv. 5-8); en segundo lugar, se observa la distinción de los censos de Israel y Judá (v. 9). Los datos de extensión llevan a la conclusión de que el censo se realizó después de la campaña contra los sirios (cf. 8,3-12; 10,15-19). La distinción de los dos reinos afirma la identidad individual de los mismos durante la «monarquía unida», pero también supone la inestabilidad de esa unión.
El rey parece olvidar que el pueblo es de Dios y no suyo. Eso es lo que el autor dice que el Señor quiere reprobar. Hecho el censo, David toma conciencia de su error y siente remordimiento (cf. 1Sam 24,6; 2Sam 12,13), pues, por alguna razón, ese censo –tan evidente como para ser conocido por sus vecinos– lo enfrenta a alternativas del todo desastrosas para el pueblo. Le pide al Señor que perdone su pecado por haber actuado como un loco y, de esta forma, haber atraído la guerra sobre el país (cf. 1Sam 13,13; 2Cro 16,9).
El profeta Gad (cf. 1Sam 22,5) fue enviado a David para hacerle tomar conciencia de lo que su «locura» podría provocar en el país. El rey quedaba a merced de tres opciones –que son los tres azotes tradicionales–, pero con diferentes duraciones:
• «Tres años de hambruna». Era el período convencional de este azote (cf. Gen 41,27). La escasez y la desaceleración económica, quizá causada por la carga tributaria, serían la razón del mismo. David y su pueblo conocían lo que era el hambre (cf. 21,1).
• «Tres meses huyendo perseguido por tu enemigo» La guerra, conflicto ocasionado por todo lo anterior o por la prepotencia y las rivalidades militares. Era algo también experimentado por él: en tiempos de Saúl padeció atentados (cf. 1Sam 19,11-17; 20,25-42) y persecuciones.
• «Tres días de peste». La epidemia, situación producida por la escasez o por la guerra, o ambas, es particularmente vista como castigo del Señor. Por eso, David opta por este azote, pensando que, al provenir de él, podía esperar misericordia de su parte.
La peste produjo una muerte de considerables proporciones («sesenta mil hombres del pueblo»), lo cual descuenta muchos soldados a los que el rey contaba como suyos. La mano del ángel del Señor pesa sobre él como otrora sobre el faraón. Y David admite su culpa. La Biblia de Jerusalén trae esta nota al v. 27: «El griego ha conservado un texto quizá mejor: “fui yo, el pastor, quien pecó”. La imagen del pastor es coherente con el texto que sigue». El pecado, más que en el censo, está en sus motivaciones y en sus finalidades.
Sentirse dueño del pueblo de Dios es un abuso que se puede cometer de muchas maneras:
• Por la vía del prestigio: generando una o más formas de desigualdad basadas en criterios de superioridad (más saber, más santidad, más o mejores dones…).
• Por la vía económica: explotando a las personas con pretextos de oraciones o de compra-venta de los dones de Dios o para amasar fortunas en su nombre…
• Por la vía del poder: oprimiendo a las personas, reduciéndolas a la puerilidad y a la dependencia, dejándolas casi sin libertad de opción, incapaces de decidir…
Eso conduce el pueblo al desastre. Solo cuando se reconoce el pecado cesa la calamidad, porque ese reconocimiento lleva aneja la rectificación. Este pecado es una constante tentación de todos los encargados de dirigir, o de quienes por su propia cuenta asumen un liderazgo en relación con las comunidades cristianas.
Jesús, el pastor modelo, es el antídoto para ese veneno. Comer de su pan es recibir la fuerza para darse en vez de quitar, para honrar en vez de humillar, para servir en vez de dominar. La efectiva comunión eucarística construye el pueblo de Dios y compromete a edificarlo.
Feliz miércoles.