Lectura del santo evangelio según san Marcos (7,24-30):
En aquel tiempo, Jesús fue a la región de Tiro. Se alojó en una casa, procurando pasar desapercibido, pero no lo consiguió; una mujer que tenía una hija poseída por un espíritu impuro se enteró en seguida, fue a buscarlo y se le echó a los pies. La mujer era griega, una fenicia de Siria, y le rogaba que echase el demonio de su hija.
Él le dijo: «Deja que coman primero los hijos. No está bien echarles a los perros el pan de los hijos.»
Pero ella replicó: «Tienes razón, Señor; pero también los perros, debajo de la mesa, comen las migajas que tiran los niños.»
Él le contestó: «Anda, vete, que, por eso que has dicho, el demonio ha salido de tu hija». Al llegar a su casa, se encontró a la niña echada en la cama; el demonio se había marchado.
Palabra del Señor
Jueves de la V semana del Tiempo Ordinario. Año II.
El capítulo 10 termina hablando del comercio exterior del reino de Salomón y de las riquezas y el lujo de este rey. Su fama de hombre sabio y reconocido, objeto de regalos suntuosos y sujeto del más refinado comercio internacional, parecen llevarlo al culmen de lo insuperable. Dado que el oro se consideraba no solo el metal más precioso, sino el símbolo de la riqueza de los reyes, a Salomón se le atribuye el manejo de enormes cantidades de este metal hasta la extravagancia en su uso, como la fabricación de 200 escudos de oro de siete kilos cada uno mas 300 pequeños, de kilogramo y medio de peso cada uno y, por último, un trono grande de marfil recubierto en oro. Salomón no es simplemente un rey rico, sino un rey de lujos excesivamente ostentosos.
Sin embargo, nada se dice del buen gobierno y del bienestar del pueblo de Dios. Por eso, en el capítulo 11 todo parece precipitarse a la ruina como si fuera un castillo de arena azotado por las olas. Primero cae su prestigio personal como hombre sabio y prudente; después se precipita la crisis de gobernabilidad del reino, cuya unidad comienza a resquebrajarse.
Los primeros tres versículos del capítulo 11 dan la superficial impresión de que Salomón es un adolescente veleidoso y mujeriego, porque «se enamoró de muchas mujeres extranjeras… tuvo setecientas esposas y trescientas concubinas». En realidad, estos matrimonios no eran más que alianzas con otros reinos, pactos políticos que garantizaban la paz con esos pueblos y cimentaban su prestigio como hombre rico. Generalmente, cuando un hombre tenía un harén tan numeroso, solía tener su «favorita», y las demás eran esposas de conveniencias políticas.
1Ry 11,4-13.
En el antiguo Israel fue corriente el matrimonio con extranjeros, aunque luego hubo leyes que, basadas en la experiencia, trataron de evitarlo (cf. Exo 23,32; 34,16; Deu 7,1-4; Jos 23,13; Esd 9–10¸Neh 10,31). El real pecado de Salomón es la idolatría, a consecuencia de esa convivencia tan íntima con los pueblos paganos que admitía sus cultos, convivencia reiteradamente prohibida a los israelitas. Los matrimonios de Salomón dejan ver que la «razón de estado» prevaleció sobre la fidelidad a la alianza con el Señor. También David se había casado con extranjeras, pero no a ese precio. Se espera que el hombre, al llegar a la vejez, sea grave y maduro; Salomón, «cuando llegó a viejo», se dejó extraviar en pos de dioses extranjeros, «su corazón ya no perteneció por entero al Señor, como el corazón de David, su padre», su corazón se dividió; y esto provocará la división de su reino.
Concretamente, se dice que «Salomón siguió a Astarté», diosa de la fecundidad de las plantas, de los animales y de los humanos entre los antiguos semitas; como pululaba y había varios lugares con su imagen, por eso a veces se menciona en plural (cf. Jue 2,13; 10,6); también se menciona a Malcón (o Milkom), como «abominación (ídolo) de los amonitas», nombrado por dos profetas (cf. Jer 32,35; 49,1-3; Sof 1,5) y en 2Sam 12,30 LXX); y, concluyendo la enumeración nominal (tres, una totalidad homogénea), menciona a Camós, «abominación de Moab» (cf. Num 21,9; Jer 48,46). Y generaliza –confirmación de que la triple enumeración abarca más de tres– diciendo que «hizo otro tanto para sus mujeres extranjeras».
El problema de la idolatría no es meramente cultual. La aceptación de los cultos paganos, como concesión a sus mujeres, introdujo la construcción de lugares de culto para los ídolos, para uso de las mismas y de los comerciantes paganos, para que se sintieran como en casa. El interés era económico, pero esta prioridad de lo económico obscureció la prioridad de la alianza de fidelidad al Señor. La pluralidad de cultos pronto llevó a la pluralidad de dioses (politeísmo), a relativizar la importancia del Señor, el Dios que los sacó de Egipto, de la esclavitud. Además, la idolatría y la equiparación del Señor a la «abominación» de los pueblos produjo el olvido de las exigencias de la alianza, los mandamientos del Señor. Y, por tanto, se introdujo también la injusticia en las relaciones entre los miembros del pueblo. El Señor era el garante del derecho del huérfano, del pobre, de la viuda y del forastero. Sin respeto al Señor, el atropello se impuso sin control alguno.
La «ira» o «cólera» del Señor no se hizo esperar. Esa «cólera», que equivale a «provocar celos», es algo así como apartar el propio corazón de la persona amada («Salomón… había desviado su corazón del Señor») y buscarse «amantes» (otros dioses). Así interpreta el autor la consecuencia de la idolatría (cf. 8,46; 14,9.22; 16,7; 21,22; 2Rey 17,17-18; 21,6.15; 23,26; 24,20).
Por cuarta y última vez, el Señor se manifiesta a Salomón –y nunca más en la historia de Israel lo volverá a hacer con rey alguno– para denunciarle su pecado («haberte portado así conmigo»), echarle en cara su deslealtad a la alianza y a la Ley («siendo infiel al pacto y a los mandatos que te di») y anunciarle el traspaso del reino a otras manos. Es decir, la reprobación de Dios se reveló en las consecuencias de esa idolatría, consecuencias que el autor expresa en términos de «castigo»: la decadencia del rey y el ocaso de su reino. La infidelidad al «pacto» (la alianza con Dios) y a los «mandatos» (las normas de convivencia justa) del Señor llevarán el reino a manos de un esclavo del rey. Eso es afrentoso, porque invierte los papeles: el rey pasa a siervo y el siervo a rey. No obstante, para mostrar la fidelidad del Señor a pesar de la infidelidad del rey, esa inversión se producirá después de la muerte de Salomón, y al hijo de este le quedará apenas una de las doce tribus, en consideración a la promesa hecha a David y al juramento sobre Jerusalén. La fidelidad del Señor evita que la catástrofe sea total.
Es casi irónico que, tras el inventario de las glorias de Salomón hasta las cumbres más altas de lo concebible, de pronto, casi sin fórmula de continuidad, tanta grandeza se precipite de manera estrepitosa y termine en donde comenzó, en el reinado del reyezuelo de una pequeña tribu. Esto, incluso considerado desde afuera y a tantos siglos de distancia, suscita interrogantes. La respuesta espontánea que parece surgir de las afirmaciones del autor nos lleva a formarnos el concepto de una divinidad severa e impredecible. Pero esa es la respuesta que menos inteligencia requiere.
Salomón perdió de vista el fin para el cual fue hecho rey y se enredó en los medios para afianzar su prosperidad y su prestigio individuales. Detrás del lenguaje primitivo de «castigo» se revela un mensaje de responsabilidad histórica. Los hechos tienen siempre consecuencias que, si no se ven en la misma generación que los protagoniza, se verán en las siguientes generaciones.
Los cristianos asumimos esa responsabilidad histórica cuando decidimos seguir fielmente a Jesús al precio que fuere necesario, incluso el de la vida física, porque con él vencemos la muerte.
Feliz jueves eucarístico y vocacional.