Lectura del santo evangelio según san Mateo (9,14-17):
En aquel tiempo, se acercaron los discípulos de Juan a Jesús, preguntándole: «¿Por qué nosotros y los fariseos ayunamos a menudo y, en cambio, tus discípulos no ayunan?»
Jesús les dijo: «¿Es que pueden guardar luto los invitados a la boda, mientras el novio está con ellos? Llegará un día en que se lleven al novio, y entonces ayunarán. Nadie echa un remiendo de paño sin remojar a un manto pasado; porque la pieza tira del manto y deja un roto peor. Tampoco se echa vino nuevo en odres viejos, porque revientan los odres; se derrama el vino, y los odres se estropean; el vino nuevo se echa en odres nuevos, y así las dos cosas se conservan.»
Palabra del Señor
Sábado de la XIII semana del Tiempo Ordinario. Año I.
Después del sepelio de Sara y del duelo por ella, en el capítulo 25 se narró la muerte de Abraham. Muerte que parece supuesta en Gen 24,65, cuando el mayordomo llama «mi amo» a Isaac, lo cual no habría sido posible en vida del patriarca; además, en Gen 24,67 hay manuscritos que leen «se consoló de la muerte de su padre». Según el relato del capítulo 25, Abraham tomó segunda esposa y engendró siete hijos más, cuyos nombres son nombres de pueblos. Así se declara el cumplimiento de la promesa de hacer de Abraham «padre de pueblos».
Sin embargo, en el sepelio de Abraham, solo se hacen presentes «sus hijos» Isaac e Ismael. Este último desaparece rápidamente de la escena, y solo queda Isaac. Se narra el nacimiento de los dos hijos de Isaac, rivales el uno del otro. El capítulo siguiente muestra que Isaac rehízo los pasos de su padre, de otro modo, y el Señor le ratificó su promesa. Pero Esaú, su hijo mayor, le causó disgustos a él y a Rebeca por las mujeres «hititas» con las que se casó (cf. Gen 25-26).
Gen 27,1-5.15-29.
Este relato, lleno de realismo y de una fina psicología, destaca la importancia de las mujeres en los caminos de Dios, incluso en una sociedad tan machista como la de los patriarcas, y permite entender el papel de Betsabé en la elección de Salomón, el hijo de David (cf. 1Rey 1,11-40). La lectura moralista no alcanza para captar el mensaje global del relato, que celebra la astucia de uno de los hijos (Jacob), astucia que censura el irresponsable desprecio de su hermano (Esaú) por los derechos de primogenitura, y sus matrimonios exogámicos. Ambos comportamientos ultrajaban la promesa que el Señor le había hecho a Abraham y renovado a Isaac.
Isaac, ya viejo y ciego, presintió cercana su muerte. Así que decidió ordenar sus asuntos, sobre todo lo de la sucesión, según los cánones vigentes. Antes de la celebración de un acontecimiento urgente e importante se realizaba un banquete (cf. Gen 24,33; 26,30-31); antes de la bendición y solemne transmisión de la promesa a su primogénito, Isaac quiere hacer lo propio, y le solicita a su hijo mayor que le prepare un guiso como él sabe que le gusta a su padre, porque este le quiere dar su bendición antes de morir. Se trata de una disposición testamentaria de Isaac.
Pero Rebeca, su mujer, –quien también conocía los gustos de su marido– tenía otro parecer al respecto. No estaba de acuerdo con el derecho de sucesión, y, en lugar de apoyar la decisión de su marido, le propuso a su hijo menor, Jacob, adueñarse antes de la bendición que Isaac destinaba a su hijo mayor. Urdió un plan y lo ejecutó ante el escepticismo de Jacob; ella estaba dispuesta a asumir la responsabilidad (cf. v. 13, omitido). La suplantación de Esaú por parte de Jacob es un hecho que se explica habida cuenta de los hechos censurables que se le atribuyen (cf. Gen 26,34; 27,46), pero que de ninguna manera se justifica, porque implica una trama de falsificaciones: las mentiras desvergonzadas a Isaac, el engaño a tres de sus sentidos (el tacto, el gusto y el olfato); y cuando, a falta de la vista, Isaac aguzó el oído, este fue engañado por la invocación en falso del nombre del Señor. Finalmente, un beso selló todo ese engaño.
La bendición que Jacob recibe consiste en la fecundidad de la tierra, el vasallaje de otros pueblos, el señorío sobre sus hermanos (cf. Gen 25,23) y el blindaje de la bendición misma («¡Maldito quien que te maldiga, bendito quien te bendiga!»). Esta bendición –como posteriormente la de Judá (cf. Gen 49,8-12)– contiene un doble aspecto, agrícola y político. Promete a Jacob, en tanto pastor, felicidad campesina por la feracidad de la tierra, y, en cuanto jefe, el dominio sobre unos pueblos y el reconocimiento de otros, incluidos sus hermanos de raza. Esta bendición no tenía un mero carácter personal, sino que se transmitía a los descendientes. En la concepción del autor y en la mentalidad de la época, la bendición –como la maldición– era eficaz e irrevocable desde el momento mismo en que era pronunciada, no solo en el Antiguo Testamento, sino en diversos documentos del Antiguo Oriente. El blindaje que resguarda la bendición se revelará en todo su dramatismo cuando se descubra el engaño.
Pese a que Rebeca declaró estar dispuesta a arrostrar las consecuencias de su maquinación, el rencor de Esaú se dirigió contra su hermano Jacob, por lo que Rebeca tuvo que persuadir a Isaac de despedir a Jacob en busca de mujer, con el pretexto de que fuera perteneciente a su parentela, cosa a la que Isaac accedió, y así se puso Jacob por fuera del alcance de Esaú. Rebeca jamás sufre personalmente las consecuencias del engaño. Isaac parece nunca enterarse de que fue iniciativa suya la suplantación y el plan para lograrla. Al mismo tiempo, Jacob aparece en un papel pasivo, como si todo dependiera del designio de su madre. El relato, en su estado actual, pretende que Israel (Jacob) tome conciencia de que su elección es gratuita, a pesar de su indignidad (cf. Mal 1,1-3; Rom 9,13). No puede alegar méritos delante de Dios.
Esta historia desafía la fe del lector. En el centro de la urdimbre está una madre, cuya motivación nunca se explicita. Rebeca actúa contra el parecer de su marido, en contravía del derecho de su hijo mayor, y –a todas luces– de modo reprochable a los ojos del Señor. Sin embargo, al final de la historia, aparece como la persona que, con sus maniobras fraudulentas, de las cuales no obtuvo beneficio personal alguno, hizo tomar conciencia de la gratuidad de la bendición y de la promesa de Dios. Y todo esto ocurrió a despecho de los usos y las costumbres.
Dice nuestro refrán que «Dios escribe recto sobre líneas torcidas» para declarar la certeza de que el designio de Dios se cumple a pesar de los pecados de los hombres. El amor de Dios es para todos, incluidos los malos y los injustos (cf. Mt 5,45), característica que no agradó a los coetáneos de Jesús, a pesar de que en sus orígenes como pueblo lo favoreció dicha universalidad. También hoy, al declarar que somos «católicos», podríamos ufanarnos del amor de Dios olvidándonos de su gratuidad y, por eso, caer en exclusivismos que contradigan esa catolicidad.
Comulgar con el «cuerpo» del Mesías equivale a formar Iglesia y a participar de la misión de la misma (cf. 1Cor 10,17; 12,13). Todos lo recibimos de manera gratuita, sin mérito nuestro, y así hemos de darlo (cf. Mt 10,8).
Feliz sábado, en compañía de María, la madre del Señor.