Lectura del santo evangelio según san Mateo (11,28-30):
En aquel tiempo, exclamó Jesús: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera.»
Palabra del Señor
Jueves de la XV semana del Tiempo Ordinario. Año I.
Exo 3,13-20.
Hasta este momento, Moisés ha estado hablando con «Dios» (אֱלֹהִים) en abstracto. Es consciente de que se ha dirigido personalmente a él, llamándolo por su nombre («Moisés, Moisés»: Gen 3,4), de que se ha identificado como el «Dios» de sus antepasados (reafirmando así su origen israelita), y de que le quiere encargar una misión con la cual Moisés sintoniza: liberar a su pueblo de manos de sus opresores egipcios. Moisés le manifestó dudas acerca de sus posibilidades, y «Dios» se las disipó asegurándole su asistencia y el éxito de la misión.
Ahora Moisés quiere saber con qué Dios se está entendiendo. Este relato permite determinar la clara intención de establecer que, si la relación con Dios descarta todas las opresiones, la relación con el Dios de Israel no es menos exigente. Es una insinuación semejante a la que se advirtió en la experiencia de Jacob en Betel. En todo caso, el relato muestra la revelación del nombre divino a Moisés para transmitírselo a los descendientes de Abraham, y este nombre se vincula a la gesta que el libro va a contar como su «obra» característica: el que los sacó de Egipto, de la esclavitud.
La pregunta por el nombre de Dios (cf. Gen 32,30) es audaz, porque, según lo que pensaban los antiguos semitas, llamar por su nombre algo o a alguien era, de alguna manera, afirmar la propia persona sobre lo nombrado (cf. Gen 2,19). Pero, al mismo tiempo, no se podía entablar relación personal con otro desconociendo su nombre. Aquí no se observa resistencia de parte de Dios a dar a conocer su nombre, y esto sugiere diferenciar entre «dar nombre» y «dar el propio nombre». Al dar nombre, uno le asigna entidad y función a lo nombrado; al dar el propio nombre, uno se revela y permite que otro se relacione con uno de manera directa y personal, íntima inclusive.
Moisés pregunta por el «nombre» del Dios que lo envía, el de los antepasados de los israelitas («de los padres de ustedes»). Seguramente, Moisés oyó hablar de él cuando niño, pero no creció en el trato con él. Por eso le pide que le revele su nombre. La respuesta («Yo soy el que soy») a la vez revela y vela. El Señor es «el que es» y «el que hace ser». Un nombre enigmático y distintivo. El nombre como tal es enigmático, pero, como Moisés necesitaba nombrarlo de algún modo, en cierta forma es revelador. Moisés se presentará en calidad de enviado suyo ante los israelitas: «Yo soy» es el nombre del «Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob», y así lo llamarán las futuras generaciones de israelitas. En tiempos posteriores, por respeto a Dios, se sustituirá este nombre por «Adonay» (אֲדֹנָי: «Señor mío»). Siguen las instrucciones sobre la misión:
1. Convocación. Moisés deberá marcharse de Madián y regresar a Egipto («vete») para reunir a las autoridades del pueblo («los ancianos») y ponerlas al tanto de los planes del Señor Dios de los «padres» (Abraham, Isaac y Jacob), el cual se le ha aparecido. Esta convocación supone que los hebreos, muy a pesar de su condición, disponen de una cierta organización que hace posible el hecho de que Moisés se haga escuchar de tan considerable grupo humano (cf. Exo 1,7.9).
2. Mensaje. El mensaje que Moisés porta consta de tres noticias: el Señor Dios de los padres se le ha revelado («se me apareció»); esta revelación implica su intervención en la historia a través de Moisés, a quien constituye su vocero. Él «tiene presentes» (פקד) a los israelitas y ve cómo los maltratan, por eso los va a sacar de la opresión egipcia; el hecho de tenerlos presentes implica la vigilancia que él ejerce sobre la historia y su decisión de llamar a cuentas a los responsables de esa situación. Por último, manifiesta su decisión de sacarlos de la opresión para hacerlos subir a «una tierra que mana leche y miel», la tierra antaño prometida a los padres.
3. Reacciones.
a) Los «ancianos». Los ancianos a quienes es enviado le harán caso a Moisés y él con ellos deberán presentarse ante el rey de Egipto con una notificación, ante la cual él reaccionará previsiblemente.
La notificación consiste en enterar al rey de Egipto de que su Dios les salió al encuentro, y ellos deben hacer tres jornadas de camino por el desierto para ofrecerle sacrificios allí. La mentalidad politeísta de la época y el carácter tribal o nacional de los dioses permite suponer que Faraón no considerara extraña esa afirmación desde el punto de vista religioso.
b) El rey de Egipto. Desde el punto de vista sociopolítico, las cosas se veían de otro modo. En el mundo antiguo, la muerte de un gobernante que había sido tirano era ocasión para brotes de rebeldía y protesta por parte de los oprimidos –tanto los de su país como los extranjeros– con la ilusión de sacudirse el yugo que los agobiaba. El Faraón sucesor interpretaría en ese horizonte las pretensiones cultuales de los hebreos y no los dejaría marchar voluntariamente. Los hebreos, reducidos a esclavitud, eran mano de obra disponible de la que los egipcios voluntariamente no querrían prescindir. Pero el Señor hará «prodigios» (נִפְלָאוֹת) con su mano que lo obligarán a ceder. El término «prodigio» o «maravilla» (פָּלָא) aparece por primera vez en forma verbal referido a la concepción de Isaac (cf. Gen 18,14) y esta segunda (Exo 3,20) referido a la liberación del pueblo.
El Señor, Dios de Israel, es «el que (sí) es», en oposición a los ídolos, que «no son» (cf. Isa 43,10), o que son «nada» (cf. Isa 41,24). Los dioses de los pueblos, que sirven de pretexto para oprimir a esos mismos pueblos, no pueden aducir obras ni predicciones, «todos juntos eran nada; sus obras, vacío; aire y nulidad sus estatutos» (cf. Isa 41,21-19). El Dios de Israel no se revela solo como «existente», sino como «actuante» a favor de los oprimidos. Y esta es su característica por la cual habrá de ser conocido y reconocido en el futuro. Él no legitima los regímenes opresores, sino que se opone a ellos. Esa es la revelación hecha a Moisés y que él deberá transmitir.
Jesús levantará su voz precisamente porque el nombre del Señor se invocó «en falso» cuando se pretendió que sirviera de respaldo a un sistema de explotación y opresión («cueva de bandidos») que contradecía la revelación hecha a Moisés de una vez para siempre. Los cristianos, por lealtad a la buena noticia, tenemos la responsabilidad de mostrar el rostro liberador del Padre, que hoy se manifiesta a través de Jesús muerto y resucitado por los «prodigios» que el Espíritu Santo hace en el corazón de los creyentes. «Donde hay Espíritu del Señor, hay libertad» (2Cor 3,17). Esta libertad es más que la libertad de acción e incluso que la libertad de opción, porque es la libertad para amar sin ceder a coacciones exteriores ni a ataduras interiores. Dan pesar los que se llaman cristianos y le dan culto al poder que anula las libertades y niega al Espíritu Santo de Dios.
La celebración de la eucaristía nos pone en comunión con el Dios de la vida y la libertad, y nos compromete a trabajar por la vida y la libertad de la humanidad.
Feliz jueves eucarístico y vocacional.