Lectura del santo evangelio según san Lucas (5,12-16):
Una vez, estando Jesús en un pueblo, se presentó un hombre lleno de lepra; al ver a Jesús cayó rostro a tierra y le suplicó: «Señor, si quieres puedes limpiarme.»
Y Jesús extendió la mano y lo tocó diciendo: «Quiero, queda limpio.» Y en seguida le dejó la lepra.
Jesús le recomendó que no lo dijera a nadie, y añadió: «Ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés para que les conste.»
Se hablaba de él cada vez más, y acudía mucha gente a oírle y a que los curara de sus enfermedades. Pero él solía retirarse a despoblado para orar.
Palabra del Señor
11 de enero.
O viernes después de Epifanía.
El «mundo» es una realidad que se atrinchera en el «corazón», es decir, en lo más profundo y permanente del ser humano, a través de la educación y la cultura. Llega a constituirse en un modo de pensar y de actuar «desde siempre», desde que la persona tiene conciencia de sí, ya que creció pensando y actuando de esa manera. Por eso se da la paradoja de que las víctimas del «mundo» sean sus primeros defensores. Eso implica que el «mundo» no se puede cambiar desde fuera del individuo, sino desde dentro; hay que llegar a su «corazón» y darle «motivos» para cambiar, es decir, hay que imprimir en su ser una «motivación» superior, más fuerte que el influjo del mundo, para que el individuo se decida a cambiar. Esa «motivación» es lo que, en la espiritualidad cristiana, se conoce como «mociones del Espíritu Santo». Mocionado por el Espíritu –motivado por él–, el ser humano es capaz de «salirse» del mundo.
1. Primera lectura: discernimiento (1Jn 5,5-13).
La victoria sobre el «mundo» se da por el paso a través del agua y la sangre. Jesús lo venció no solamente por la recepción del Espíritu en el bautismo (inmersión en agua), símbolo de su ruptura con el mundo por amor a la humanidad, sino también por el compromiso de amor llevado hasta la muerte, y una muerte violenta y deshonrosa: en la cruz (inmersión en sangre). El Espíritu, a través de los profetas de todas las comunidades, sigue dando testimonio a su favor, y «el Espíritu es la verdad» de Dios. Esto significa tres cosas:
• El amor de Dios, experimentado por cada uno en su comunidad a través del Espíritu Santo, identifica al creyente con Jesús y lo lleva a una entrega como la suya. El cristiano se convierte en testigo personal del Señor que vive en su corazón. Así testifica el Espíritu a favor de Jesús.
• Los profetas en las comunidades cristianas certifican la validez de esa experiencia y exhortan a los discípulos del Señor a perseverar en ella como muestra de su fidelidad a él. Testimonio que edifica y confirma las comunidades. También así testifica el Espíritu a favor de Jesús.
• Las celebraciones del bautismo («agua») y de la eucaristía («sangre»), al mismo tiempo que son declaraciones de fe en Jesús, concretan la forma como el Espíritu configura con Jesús a los creyentes y los hace de los suyos. Y esta es otra declaración del Espíritu a favor de Jesús.
Ese testimonio –por proceder de fuera del «mundo»– tiene más valor y fuerza que cualquier otro, porque su origen está en Dios. Al mismo tiempo, –porque «saca» del mundo– no puede proceder del «mundo». Negarse a dar fe a ese Dios que se manifiesta en Jesús es declararlo embustero. El contenido de dicho testimonio es que Dios nos ha dado vida definitiva, y que esa vida está en su Hijo, de manera que, como Padre e Hijo, son inseparables. Eso significa que la victoria sobre el mundo tiene dos aspectos indivisibles:
• La experiencia interior (en el «corazón») del amor de Dios, experiencia que es liberadora y salvadora, y
• El compromiso de amor a la humanidad, que convierte la comunidad cristiana en alternativa al «mundo».
2. Evangelio: manifestación (Lc 5,12-16).
El compromiso de Jesús consiste en llevar el amor de Dios a los excluidos a riesgo de ser él excluido por parte de los responsables de que exista la exclusión en nombre de Dios. En este relato no se habla de «curar» sino de «limpiar», es decir, de hacer «puro» al «impuro», o sea, de reintegrar a la asamblea «santa» o «pura» al excluido por prejuicios religiosos.
El leproso era el prototipo del excluido por motivos religiosos; se consideraba maldito por Dios a causa de su calamitosa afección. Por eso, no podían vivir en las poblaciones sino fuera de ellas (cf. Lev 13,45-46; Num 5,2-3; 2Rey 7,3-4). Sin embargo, hay que aclarar que no todo lo que en la Biblia se denomina «lepra» lo es, ya que esta enfermedad solo fue científicamente definida en 1873 por el médico noruego Gerhard Hansen, y confirmada en 1881 por Alberto Neisser, bacteriólogo alemán. Así que muchas de esas «lepras» son solo afecciones cutáneas.
Lo primero que resulta extraño es que este «leproso» esté en uno de aquellos pueblos. No se trata –entonces– de un leproso físico, sino de un excluido por motivos religiosos. Sabe que Jesús puede limpiarlo (devolverle la comunión con Dios y con su pueblo) y se lo pide. Jesús extiende la mano, gesto propio del Dios del éxodo, el liberador (cf. Ex 6,6; 15,42; Jr 17,5), lo toca y declara que quiere que quede limpio. Luego, dice el evangelista: «y enseguida la lepra se apartó de él» (καὶεὐθέωςἡ λέπρα ἀπῆλθεν ἀπʼαὐτοῦ): el querer de Jesús aparta la exclusión. Pero él ha violado la Ley tocando al impuro, y esto puede dar pie a que los que justifican la exclusión en nombre de Dios la emprendan contra ambos. Por eso:
• le mandó no decírselo a nadie, porque todavía no estaba en capacidad de dar testimonio de la libertad de Jesús ante la Ley de Moisés. Solo quien haya hecho la experiencia del amor de Dios puede entender que de él no proviene esa prescripción que excluye al hombre y prohíbe el trato con él (marginación del «leproso» y prohibición de tocarlo). Jesús lo declaró «limpio» («puro»), pero el «leproso no le ha dado su adhesión de fe y, por tanto, todavía no ha recibido el don del Espíritu Santo, que le permitiría conocer por experiencia ese amor de Dios.
• lo envió a comprobar que los sacerdotes, promotores de dicha exclusión, siguen duros de corazón: la prescripción de Moisés fue «en testimonio contra ellos» (εἰς μαρτύριον αὐτοῖς). Obsérvese la diferencia: μαρτύριον es testimonio en contra; μαρτυρία, testimonio a favor. En las palabras de Jesús hay un reproche a las instituciones de Israel. De hecho, Jesús le atribuye esa prescripción y su intención a Moisés. Lo que él manifiesta es que el amor de Dios descarta tanto la prescripción como la motivación de la misma, que es la aversión al «leproso».
Esta libertad suya, que pone el bien del hombre por encima de la Ley, le granjea el favor de multitudes de excluidos que acuden a él en búsqueda de su mensaje y de su amor liberador. Aparece ahora el verbo «curar» (θεραπεύω): denota el cuidado, la atención que Jesús le brinda a la gente por amor. Se observa que la acción de «curar» no aparece vinculada a la fe, sino a la escucha del mensaje de Jesús. Su enseñanza alivia el sufrimiento de la gente.
En vez de regodearse en la popularidad, se retira a orar, porque va a dar el mensaje del amor universal de Dios, y es posible que los mismos excluidos lleguen a rechazarlo.
El amor cristiano, siendo universal, se verifica (se hace verdadero) en el compromiso a favor de los excluidos. Es gratuito, no exige contraprestación alguna. Y se mantiene fiel incluso ante el riesgo personal. No es una demostración de poder sino un generoso testimonio de entrega de sí mismo. Por eso no basta la ruptura simbólica con el mundo (agua), por real que ella sea; es necesario rubricarla con la propia entrega (sangre), para lo cual es menester vivir la experiencia personal y comunitaria del Espíritu Santo. Eso es lo que deberían ser nuestras celebraciones eucarísticas: un estímulo para comprometerse en el amor al estilo de Jesús.
Feliz día.