Lectura del santo evangelio según san Lucas (1,57-66):
A Isabel se le cumplió el tiempo del parto y dio a luz un hijo. Se enteraron sus vecinos y parientes de que el Señor le había hecho una gran misericordia, y se alegraban con ella.
A los ocho días vinieron a circuncidar al niño, y querían llamarlo Zacarías, como su padre; pero la madre intervino diciendo:
«¡No! Se va a llamar Juan».
Y le dijeron:
«Ninguno de tus parientes se llama así».
Entonces preguntaban por señas al padre cómo quería que se llamase. Él pidió una tablilla y escribió: «Juan es su nombre». Y todos se quedaron maravillados.
Inmediatamente se le soltó la boca y la lengua, y empezó a hablar bendiciendo a Dios.
Los vecinos quedaron sobrecogidos, y se comentaban todos estos hechos por toda la montaña de Judea. Y todos los que los oían reflexionaban diciendo:
«Pues ¿qué será este niño?»
Porque la mano del Señor estaba con él.
Palabra del Señor
23 de diciembre.
Los oráculos de los profetas insisten mucho en que el encuentro con el Señor no debe dejarse a la improvisación. Él viene, es cierto, no hay que salir a buscarlo (cf. Deu 30,11-14; Rom 10,6-8), pero eso no significa que al ser humano le corresponda un papel pasivo en dicho encuentro; al contrario, le toca prepararse para encontrarse con el Señor. El «camino» por el cual él llega es el del respeto por el otro («el derecho»), o sea, que la experiencia de encuentro con el Señor no es posible si no hay encuentro entre los seres humanos.
Dios no deja esa preparación al azar, por eso se la encarga a un mensajero suyo (מַלְאָךְ, ἄγγελος), enviado personal que, en su nombre, asuma esa tarea de cara a él y al pueblo. Al mismo tiempo que precede al Señor, este mensajero está a su servicio.
1. Primera lectura: promesa (Ml 3,1-4.23-24).
La religión concibe a Dios en términos de obediencia y retribución: bendiciones o maldiciones, premios o castigos, según la observancia o inobservancia de leyes y mandatos. Esa mentalidad «cansa» al Señor, porque el hombre religioso siempre reclama méritos y acusa de parcial a Dios (Mal 2,17). Ese pueblo religioso «busca» a Dios ante todo en el santuario. El mensajero del Señor (que es el mismo Señor) viene a preparar al pueblo para el encuentro con él. El Señor que el pueblo busca «entra» en el santuario como «mensajero de la alianza», pero haciéndole frente de esa concepción del pueblo. En primer lugar, no se refiere a la alianza pactada por Moisés, sino a la anunciada por los profetas (cf. Jer 31,31; 32,40; Eze 16,60; 34,25; 36,27-28). En segundo lugar, no habla de retribución, sino de exigencia.
La metáfora del fuego como juicio es común y conocida (cf. Isa 1,25; 4,4; Eze 22,20; Zac 13,9, y pasa al nuevo testamento: Mt 3,10.12 par.). Pero también se expresa ese juicio con la metáfora de la ablución detergente («lejía de lavandero»), imágenes en aparente contradicción. El «fuego» se refiere aquí a un juicio de purificación por la eliminación de lo malo. La ablución se refiere al mismo juicio de purificación, pero por la remoción de lo malo. Por último, se expresa ese juicio con otra metáfora, también común, la del refinado de la plata y el oro, referida explícitamente a los levitas, acrisolándolos, para que le ofrezcan al Señor el culto legítimo. Ese culto «legítimo» se refiere a la justicia en relación con los pobres y a la restauración de la unidad del pueblo.
Elías personifica dicho mensajero, cuyo recuerdo el pueblo guarda con respeto y con temor. Es innegable que se trata de un «hombre de Dios», pero consta que también es intransigente con la injusticia. La misión futura de Elías se realizará «antes de que llegue el día del Señor». Y ese «día del Señor» se anuncia con dos atributos: «grande (גָּדוֹל) y respetable (יָרָא)». Grande, porque es la intervención liberadora y salvadora de su parte; respetable, porque tanto opresores como impíos serán juzgados (cf. v.2). La obra de Elías consistirá en evitar un nuevo enfrentamiento del pueblo, la división en dos reinos, reconciliando las generaciones divididas y enfrentadas. La existencia de los dos reinos (Israel y Judá) se considera expresión de esa división fratricida. La reconciliación de los dos reinos favorecerá la instauración del único reino de Israel, como en tiempos de David.
2. Evangelio: cumplimiento (Lc 1,57-66).
El nacimiento de Juan, que viene delante del Señor «con el espíritu y la fuerza de Elías» (Lc 1,17), fue ciertamente causa de alegría para muchos, como lo anunciara en su momento el ángel Gabriel (cf. Lc 1,14). La asignación del nombre del niño se narra con particular énfasis, lo que muestra a todas luces la importancia que tiene en el relato por las implicaciones que el hecho tiene, pero el nombre del niño en sí, antes de su concepción, le había sido asignado por Dios a través del ángel (cf. 1,13). No obstante, la imposición del nombre provocará entre los vecinos una reacción de extrañeza y, curiosamente, revelará sorprendente una coincidencia entre el padre y la madre.
La misión de Juan, en palabras del ángel, es triple:
• reconciliar a padres con hijos,
• regresar a rebeldes a sentir como justos, y
• preparar así un pueblo bien dispuesto al Señor (cf. Lc 1,17).
La anunciada reconciliación de «padres con hijos» y de «hijos con padres» (Ml 3,24), atribuida a Elías, sólo se cumple en una dirección: «padres con hijos», es decir, la tradición («padres») se abre a la novedad («hijos»), se deja interpelar por ella, y toma una nueva dirección. Por eso el niño no se llamará como su padre, y el nombre se lo asignará su madre (cf. Lc 1,13.59s), en contra de la costumbre. No obstante, cuando los insistentes vecinos consultan con Zacarías, se descubre que este no solo había quedado mudo, sino también sordo («le preguntaron por señas»), pero él sabía el nombre que Dios le había asignado al niño, así que confirmó por escrito lo que la madre decía («Juan es su nombre»), haciendo valer la palabra del Señor.
Esta confirmación supone que Zacarías le hace caso a la palabra de la que antes había dudado (cf. 1,13.18-20), lo cual implica la fe en él, con lo que cesa su mudez y se causa un hecho nuevo, la liberación del sacerdote Zacarías, él ya no se desempeñará como sacerdote, sino como profeta. La noticia se expande, y los testarudos («rebeldes») vecinos quedan sobrecogidos; ahora, en vez de preocuparse por salvaguardar la costumbre, se interrogan por el futuro desconocido, en el cual –de eso no hay duda– está la mano del Señor. Juan (יְוֹחָנָן: «Dios ha mostrado su favor») les está mostrando el comienzo de un futuro favorable. La ruptura con la tradición que supone su persona («nombre») no presagia castigo, sino el favor de Dios. De este modo, Juan comienza ya a preparar un pueblo bien dispuesto para el Señor.
Dios no ha agotado sus posibilidades de crear, liberar y salvar. El encuentro con el Señor que viene no es para reciclar lo antiguo, sino para crear algo nuevo (cf. Isa 42,9; 43,18-19; 65,17; Lc 5,36-38). El apego sordo y mudo a la tradición no muestra fe, sino temor. Es preciso escuchar el clamor de los creyentes excluidos (Isabel) y abrir la mente al Dios que se muestra a favor del ser humano (Juan), y no de la tradición. Aferrarse irracionalmente a usos y costumbres que se cierran al favor de Dios no prepara el camino del Señor, lo llena de obstáculos, y en lugar de prepararle a él un pueblo bien dispuesto, indispone a la gente y la induce a cerrarse a él e incluso a rechazarlo. Podría darse la contradicción de estar diciéndole «amén» al Señor en el sacramento, al mismo tiempo que cerrándole el paso a su venida en la vida.
Por eso es tan importante que la eucaristía, que es sacramento de vida eterna, no sea separada de la vida histórica, porque nos exponemos a negar lo que celebramos: el misterio de la encarnación del Señor.
¡Ven, Señor Jesús!
Feliz día.