24 de diciembre 03 (Misa de media noche).
Zacarías había anunciado al «astro que nace de lo alto» (Lc 1,78), contrapuesto al sol, que «sale» en el horizonte, de abajo. Esto significa que la humanidad recibe una luz procedente de Dios, el Altísimo (cf. Lc 1,76), su nombre universal. Esta luz viene a iluminar «a los que están en tiniebla y en sombras de muerte» (Lc 1,79). En congruencia con dicha profecía, Jesús nace en la «noche» del pueblo y de toda la humanidad (cf. Lc 2,8); esta «noche», más que un dato cronológico, es un dato teológico, es descripción metafórica de la situación en la que se encuentra la humanidad que Jesús viene a «visitar» (cf. Lc 1,68; 7,16; 19,44) como otrora «visitó» el Señor a los israelitas en Egipto (cf. Exo 3,16; 4,31; 13,19).
Lc 2,1-14.
El nacimiento de Jesús manifiesta que Dios es el señor de la naturaleza y de la historia, que Jesús es su Hijo por excelencia, y que él, como Padre, ama a la humanidad entera.
1. Antes del nacimiento.
Que Dios es señor de la historia, lo muestra Lucas haciendo ver cómo hechos tan irrelevantes como las decisiones administrativas de un gobierno pagano pueden favorecer la realización del designio divino. Un censo del imperio, cuya finalidad es apuntalar la opresión, servirá para que Jesús nazca contado entre los ciudadanos del mundo (uno entre «los hombres») y súbdito del imperio (uno más entre los oprimidos). El suyo será un nacimiento histórico y en circunstancias políticas complejas. Nacerá en Belén, pero un decreto del imperio favorecerá el cumplimiento de una profecía. El emperador parece tener la iniciativa y el control de todo: José acata el decreto y lleva a María –todavía «desposada» con él (cf. 1,27), pero que «estaba encinta» (2,5)–; y ella, a su vez, lleva a Jesús. Sin embargo, es Dios el protagonista invisible de toda la acción, prevista y anunciada por él desde mucho antes. También la naturaleza –en este caso, los ritmos biológicos– se ponen igualmente al servicio del designio divino: «se le cumplieron los días de alumbrar». La irrupción de Dios no violenta la libertad humana, ni la realidad de la naturaleza ni la de la historia. Se inserta en ellas con toda naturalidad. Así ejerce él su señorío.
2. El nacimiento.
Jesús nace como «el hijo de ella», refiriéndose a María, y como «el primogénito» (en relación con Dios): hijo de mujer e hijo primogénito de Dios. El hecho de envolverlo en pañales es signo de responsabilidad materna y de amorosa acogida; eso se hace con todos los mortales, incluidos los reyes (cf. Sab 7,4). Pero el dato, a la par que subraya el hecho de que los reyes nacen como todos los seres humanos, frágiles y necesitados, quiere dar a entender que Jesús –incluso siendo «Hijo del Altísimo y destinatario del trono de David, su antepasado» (cf. 1,32)– es en todo igual a los demás hombres. Sin embargo, a diferencia de Isabel, que estuvo rodeada (cf. 1,57-58), María está sola. El hecho de recostarlo en un pesebre, lugar del buey y del burro (cf. 13,15), evoca el lamento del profeta Isaías (1,3): «Conoce el buey a su amo, y el burro el pesebre de su dueño; Israel no conoce, mi pueblo no recapacita». El Señor está «visitando» a su pueblo (cf. 1,68), pero el pueblo no reconoce la «visita» de su Señor (cf. 19,44). El Mesías está siendo postergado al mayor grado de exclusión en la sociedad, «porque no había lugar para ellos en la posada». «La sierva del Señor» (1,38) lo acoge con solicitud, la convivencia social lo excluye con indiferencia.
3. Después del nacimiento.
El narrador vuelve la mirada en torno. Si Jesús nació como excluido, está rodeado de ellos. Los más cercanos son unos pastores –que no gozaban de estima ni de derechos por su cercanía con los animales–, cuya sola mención nos ubica en las periferias sociales. Ellos son testigos del paso de las oscuras horas de la noche, porque se turnan para observarlas; esto se traduce en que son conscientes, como nadie, de la situación de opresión que vive el pueblo (la «noche»). A ellos, en primer lugar, como a los israelitas visitados en Egipto, se dirige el mensaje, en términos de noche de pascua, por medio del ángel del Señor. Ellos sienten miedo, porque siempre se les ha dicho que Dios los detesta, igual que la sociedad que los excluye. Pero el mensaje es categórico: nada de temor, de Dios solo cabe la alegría. Les anuncia el comienzo de la nueva era de la humanidad, el «hoy» de la nueva historia. Jesús es presentado como salvador, es decir, comunicador de vida, y, en cuanto tal, es «Mesías» esperado por los israelitas y el «Señor» anhelado por el resto de la humanidad, lo que equivale a decir que Jesús es el que hace libres a los hombres y los pueblos, indistintamente de su origen étnico o su procedencia nacional, es decir, el liberador universal.
La «señal» para identificarlo es paradójica, «contradictoria» (Lc 2,34): un recién nacido (βρέφος), envuelto en pañales (ἐσπαργανωμένον), pero acostado en un pesebre (κείμενον ἐν φάτνῃ): un niño común y corriente, acogido con ternura, pero socialmente pobre y excluido. Este recién nacido es para ellos «un Salvador que es Mesías y Señor», pero se presenta pobre y humilde, por eso se requiere esa «señal» para reconocerlo, porque su pueblo no lo reconoció y lo excluyó. El cielo, en cambio, estalla de alegría (cf. Lc 10,21: «la alegría del Espíritu Santo»), la misma alegría que el ángel había anunciado a los pastores: la alegría de la buena noticia (v. 10). La expresión «el ejército celestial» se puede aplicar tanto a los astros del cielo (cf. 1Rey 22,19) como a los ángeles de Dios (cf. Sal 14,2), los cuales son fuerzas a su disposición para ejecutar sus designios. Es una manera de decir que la creación entera se asocia a la celebración de este acontecimiento que revela con tanta grandeza la gloria de Dios que provoca la alabanza unánime de todas las creaturas. Dios se desborda volcando su amor sobre la humanidad, y esta asombrosa esplendidez suya provoca la alabanza irreprimible de las huestes celestes.
El cielo y la tierra se unen en la celebración este nacimiento: Dios se cubre de gloria con tan sorprendente y magnífica manifestación de generosidad. A la tierra se le anuncia paz, porque ha nacido el rey que trae esa paz (cf. Isa 9,5-6; 52,7; 57,19; Miq 5,4; Sal 72,3) y a los seres humanos se les declara que ellos son del agrado de Dios, que es mentira que él los rechace, porque «todo mortal verá la salvación de Dios» (3,6). La luz del cielo no solo iluminó esa noche, sino que con su luz reveló la verdad de Dios y de la historia humana.
La celebración del nacimiento del Señor nos lleva más allá del convencionalismo social de las efemérides, para situarnos en el ámbito del misterio. En efecto, lo que celebramos no es un cumpleaños; de hecho, no celebramos una fecha, sino un acontecimiento, un hecho salvífico: la encarnación de Dios. Los aditamentos culturales y folclóricos, en sí legítimos, deben ponerse al servicio de la proclamación y de la celebración del misterio, no deben opacarlo ni, mucho menos, sustituirlo. Los cristianos hacemos bien cuando cuidamos de que los símbolos y las expresiones artísticas (música, canto, teatro, pintura, etc.) revelen el misterio en vez de velarlo u opacarlo. Las costumbres y las culturas pueden ponerse al servicio del mismo.
Sobre todo, hay que mantener vivo el hecho de que el tiempo de adviento nos sirve para que, en el «nacimiento sacramental» de Jesús en la eucaristía, encuentre acogida en el corazón de cada cristiano como lo acogió María aquella noche en Belén.
¡Feliz Navidad!