Lectura del santo evangelio según san Lucas (1,67-79):
EN aquel tiempo, Zacarías, padre de Juan, se llenó de Espíritu Santo y profetizó diciendo:
«“Bendito sea el Señor, Dios de Israel”,
porque ha visitado y “redimido a su pueblo”,
suscitándonos una fuerza de salvación
en la casa de David, su siervo,
según lo había predicho desde antiguo
por boca de sus santos profetas.
Es la salvación que nos libra de nuestros enemigos
y de la mano de todos los que nos odian;
realizando la “misericordia que tuvo con nuestros padres,
recordando su santa alianza”
y “el juramento que juró a nuestro padre Abrahán” para concedernos
que, libres de temor, arrancados de la mano de los enemigos,
le sirvamos con santidad y justicia, en su presencia, todos nuestros días.
Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo,
porque irás delante “del Señor a preparar sus caminos”,
anunciando a su pueblo la salvación
por el perdón de sus pecados.
Por la entrañable misericordia de nuestro Dios,
nos visitará el sol que nace de lo alto,
para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte,
para guiar nuestros pasos por el camino de la paz».
Palabra del Señor
24 de diciembre (misa matutina).
Dios realiza ciertamente su designio y cumple su promesa. Pero su obra puede ser percibida de distintos modos, porque la forma como cada uno interprete esa obra depende de su experiencia humana y de su apertura a Dios. Es indudable que los profetas tuvieron auténticas experiencias de Dios, pero es innegable que ellos difieren en la calidad de su experiencia y de su testimonio. Se refieren al mismo Dios, al que sacó a Israel de Egipto, pero cada uno lo hace desde su propia perspectiva. La revelación del Señor se daba en medio de un pueblo en relación (alianza) con él, pero cada profeta tenía sus antecedentes personales y familiares que actuaban como filtros para individualizar la experiencia de Dios y el consiguiente anuncio del respectivo profeta.
La forma como Zacarías, padre de Juan Bautista, ve cumplida la promesa de Dios a David difiere de la que se observa en María, la madre del Señor, por ejemplo. Sin embargo, Dios prosigue su obra sin exigir la comprensión perfecta. Le bastan la apertura y la cooperación de cada uno. Solo en Jesús se expresa Dios de manera inequívoca.
1. Primera lectura: promesa (2Sm 7,1-5.8b-12.14a.16).
En este relato, incluso en la selección que hace del mismo el leccionario por razones de brevedad y de precisión, se contraponen dos designios: el del rey, motivado por sentimientos religiosos, y el del Señor, movido por la fidelidad a su promesa.
1.1. El designio del rey David.
Después de consolidar su supremacía y de logar reconocimiento interior y exterior, el rey se propone darle lustre a la casa del Señor, y le expone su propósito a Natán, el profeta de la corte. Este, por estar al servicio del rey, se precipita a aprobar sus planes, sin discernir ni consultar al Señor. En medio de tal incertidumbre («noche»), la palabra del Señor se abre paso, el Señor le revela su designio al profeta. Ni el rey ni el profeta han tenido en cuenta la revelación histórica del Señor, que los sacó de Egipto, y se lo han imaginado como los dioses cananeos.
1.2. El designio del Señor.
De él ha sido la iniciativa. Eligió a David cuando era un desconocido pastor de ovejas. Es preciso recordar que los pastores no eran estimados en la sociedad judía. Así resulta mayor el contraste de su elección por parte del Señor para que fuera el caudillo de Israel. Fue el Señor quien le dio éxito en sus empresas, porque él siempre ha tenido un designio de paz para su pueblo. Y David cumple una función propia en ese designio.
Tendrá paz en adelante con sus vecinos, y, además, el Señor le dará una dinastía. Su descendencia se consolidará en el trono después de su muerte. (El v. 13, que alude a Salomón, se considera un añadido posterior; por eso lo omite el leccionario). El Señor educará a la descendencia de David como todo padre educa a sus hijos (incluidos los castigos), con lealtad a toda prueba, como los padres carnales. El caso de Saúl fue diferente (este no fue escogido por Dios): la casa de David permanecerá en presencia del Señor.
El rey y el profeta pensaban en darle gloria al Señor edificándole un templo, pero es el Señor quien hace glorioso el nombre de David, edificándole una «casa» (dinastía) que, por designio del Señor, habrá de permanecer indefinidamente.
2. Evangelio: cumplimiento (Lc 1,67-79).
Zacarías se llenó de Espíritu Santo y profetizó. Esto se había dado ya en Isabel y en Juan. Ya no funge como sacerdote, sino como profeta. Su palabra bendice a Dios (le da gracias) e interpreta desde su perspectiva los hechos que se dan en su casa y que trascienden a su pueblo.
Limitándose solo al horizonte de Israel, comienza con una bendición a Dios porque la salvación ya ha tenido lugar para todo el pueblo, al suscitarle una fuerza salvadora «en la casa de David, su siervo», según la promesa reiterada por los profetas. Esto se refiere al Mesías davídico, no a su propio hijo. La promesa se cumple para liberar al pueblo de sus enemigos (de fuera), por fidelidad a los antepasados y a la alianza con ellos. El resultado de dicha salvación es el culto auténtico y perpetuo. Aquí los enemigos no están dentro del pueblo (como sí lo están en el cántico de María), y la acción liberadora y salvadora de Dios se interpreta solo con una finalidad religiosa, no con el fin de erradicar el orden injusto (como sí lo es en el cántico de María).
En el centro del cántico, está la referencia a su hijo. Ahora ve cumplido el anuncio del ángel (cf. Lc 1,17), y, citando a los profetas (cf. Isa 40,3; Mal 3,1), anuncia la misión del niño como profeta del Altísimo y precursor del Señor, con la tarea de darle al pueblo una experiencia de salvación mediante la liberación de sus pecados. Aquí reconoce el pecado del pueblo, pero desde una perspectiva cultual, según su mentalidad de sacerdote, no desde la perspectiva de los profetas («injusticia»). Zacarías no percibe la injusticia social que denuncia María.
Finalmente, anuncia y agradece el efecto positivo de la venida del Señor. Como expresión de su «entrañable misericordia», Dios «visitará» (cf. Lc 7,16; 19,44) a su pueblo por medio del Mesías, como en otro tiempo visito a Israel en Egipto (cf. Exo 3,16; 13,19); y, como un astro que nace de arriba (no en el horizonte terreno), «el astro de Jacob» (cf. Num 24,17), el Mesías iluminará a los que «permanecen en tinieblas y sombras de muerte» (metáfora de la esclavitud y la opresión que padecen) a fin de conducirlos a la plena armonía entre ellos mismos y con Dios.
El cumplimiento de la promesa hecha a David se ha visto desde dos horizontes: el de María y el de Zacarías. Este último, por la casta sacerdotal a la que pertenece, enfoca el cumplimiento de la promesa en oposición a los otros pueblos, debido a que no percibe el pecado del pueblo como «injusticia», sino como «impureza»; por eso, él concibe la liberación solo en la perspectiva de una emancipación del dominio extranjero, no incluye la erradicación de la injusticia social ni la que hay en el corazón de cada uno. Para él, la salvación consiste en la tranquilidad de poder darle culto al Señor según la Ley de Moisés y sin impedimentos; no concibe la infusión de vida feliz por parte del Señor. Se alegra por la acción de Dios y la agradece, pero no la comprende.
María percibe la liberación como intervención de Dios para hacer fracasar el orden injusto, y la salvación como la dicha que producen las obras grandes del Señor en cada uno, y su misericordia que va de generación en generación. Así las concibe la Iglesia. Por eso, al recibir al Señor en la eucaristía con un sí incondicional como el de María, la Iglesia se declara «la sierva del Señor», colaboradora suya para que llegue el Mesías y realice su obra liberadora y salvadora.
¡Ven, Señor Jesús!
Feliz día.