Lectura del santo evangelio según san Lucas (2,36-40):
En aquel tiempo, había una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana; de jovencita había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén. Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.
Palabra del Señor
30 de diciembre: 6o día.
En la octava de Navidad.
La promesa de Dios se cumple en Jesús de manera sorprendente por la desbordante generosidad que el Padre manifiesta al dar a su Hijo «para que el mundo se salve por él» (Jn 3,17); es decir, el salvador es para toda la humanidad (sentido positivo de «el mundo»), que es objeto del amor de Dios (cf. Jn 3,16). Este amor incluyente es buena noticia para todos, pero el nacionalismo acusó marcada decepción frente a él, porque esperaba una manifestación de amor excluyente. Por eso Lucas registra la otra reacción –aparentemente también respaldada en los profetas– que se sentía con derecho exclusivo a la salvación, y la primera lectura nos aclara que esa manera de pensar y de sentir corresponde al modo de pensar y juzgar «los hombres», que organizan un sistema social inequitativo y excluyente (sentido negativo de «el mundo»), que es objeto de la reprobación de Dios. El cumplimiento de la promesa se verifica en donde hay apertura al amor universal.
1. Primera lectura (1Jn 2,12-17): Cumplimiento.
Con el propósito de perfilar y distinguir la identidad cristiana y de identificar a sus enemigos, el autor del escrito hace una contraposición entre la comunidad cristiana y el «mundo». En primer lugar, presenta los rasgos característicos de la comunidad cristiana (vv. 12-14), y luego describe el primero de los enemigos de la comunidad en cuanto tal, el «mundo» (vv. 15-17):
1. La comunidad cristiana.
Su rasgo fundamental es la homogeneidad. El autor se vale de un recurso ingenioso para afirmar la igualdad de los miembros de la comunidad, no con conceptos abstractos, sino con realidades concretas que expresan relaciones entre las personas. De todos afirma condiciones en apariencia contradictorias e imposibles de conjugar simultáneamente en las relaciones interpersonales. Pero la verdad es que todas esas condiciones de refieren a la relación de todos con Dios.
• En ella todos son «hijos», es decir, han nacido de Dios. El autor usa un diminutivo afectuoso (τεκνία), derivado de un verbo «alumbrar», o «dar a luz» (τίκτω), y denota en primer término a la criatura parida. Se refiere al nacimiento «de arriba», al origen divino de la nueva vida que tienen. Este es el único término relacional que se repite en esta carta (cf. 2,12.28; 3,7.18; cf. 2,18).
• Todos también son «padres» porque, por el nuevo nacimiento, conocen al Padre por el don del Espíritu recibido y, al amar como Jesús, son transmisores de su vida, es decir, del Espíritu. A pesar de que esta relación no se repite en la carta (vv. 13.14), el autor, al llamar a sus destinatarios «hijos míos» (τεκνία μου: cf. 2,1), deja entrever esa paternidad que consiste en transmitir la vida.
• Así mismo, todos ellos son «jóvenes» porque poseen la fuerza del Espíritu por su fe en Jesús, que les da vigor juvenil. Esa fuerza procede de la fe y les da la victoria sobre «el Malo» (cf. v. 13), es decir, vence la seducción del tentador («el mundo»: cf. 5,4) por haber interiorizado el mensaje de la buena noticia, respuesta de fe de donde se deriva la fuerza para vencer «el Malo» cf. v. 14).
Por ser hijos de Dios, han roto con el pasado y quedan libres del pecado; por ser padres, están vinculados al designio de Dios, que existía desde el principio; por ser jóvenes, son fuertes frente a los halagos del mundo y este no puede engañarlos.
2. El «mundo».
Es la organización social creada por «los hombres»; se basa en el egoísmo, en la codicia de riqueza y en el lujo que crea desigualdades y humillación («concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia del dinero»). Amar ese orden de cosas es negar el amor del Padre, porque nada de eso procede de él, dado que todas esas tendencias merman la calidad de la vida humana. Cuando el autor habla de «amar» tanto el «mundo» como «lo que hay en el mundo» hace pensar en que el amor es la relación exclusiva con el Padre, y que «amar» algo distinto del Padre implica una desviación, además de idolatría. El amor del Padre, en cambio, tal como se ha manifestado en Jesús Mesías, implica, en primer lugar, la condición de «hijo» (imitador) del Padre, y, por tanto, el amor a los otros hijos de ese mismo Padre (cf. 5,1).
Los bajos apetitos («concupiscencia de la carne»), la apetencia insaciable («concupiscencia de los ojos») y la avidez de los lujos («concupiscencia de los bienes») no pude provenir del Padre. Esos impulsos desenfrenados manifiestan descontrol en el ser humano y ausencia del señorío divino.
Eso procede del «mundo», y lleva en sí mismo el principio de su propia destrucción, pues está inclinado al fracaso. Todo lo que se opone al designio divino carece de consistencia («sin ella no existió cosa alguna»: Jn 1,3) y, por no tener el apoyo de Dios, es una ilusión engañosa y efímera («el mundo pasa y su concupiscencia también»). En cambio, el que realiza el designio de Dios (la plenitud de vida para la humanidad) tiene garantía de futuro para siempre.
2. Evangelio (Lc 2,36-40): Promesa.
Simeón, familiarizado con el Espíritu Santo, anunció a Jesús como una «señal contradictoria» (σημεῖον ἀντιλεγόμενον). Ahora aparece Ana, anclada en el pasado (genealogía), en una tradición muerta, con una larga historia de soledad después de haber conocido la felicidad. Haber vivido «7 años con su marido» sugiere las mieles del amor juvenil; «77 de viuda», muestran una honda y prolongada desventura. La suma de años (7+77= 84 = 12×7) la presenta como personificación de la nación «viuda» de Dios (cf. Lc 7,12). Aparece, además, como incondicional de la institución judía («no se apartaba del templo»), y apegada a sus tradiciones religiosas («ayunos y rezos»). Ella restringe el horizonte propuesto por Simeón, ya que solo tiene en cuenta a «los que esperaban la liberación de Jerusalén», es decir, insiste en la separación entre judíos y extranjeros. Aquí radica la contradicción: mientras unos ven a Jesús como salvador universal, otros lo ven como liberador nacional. Los que están familiarizados con el Espíritu Santo se abren al horizonte universal, al amor incluyente; los anclados en el pasado se encierran en la exclusión de carácter nacionalista, ponen límites al amor. En ese ambiente creció Jesús como promesa de salvación universal, se robusteció, se llenó de saber (captó claramente el designio divino), y el favor de Dios (el Espíritu Santo) descansaba sobre él configurándolo cada vez más con su Padre.
La promesa de Dios se cumple a pesar de las incomprensiones de «los hombres». Siempre habrá personas encerradas en moldes ideológicos estrechos que –incluso sin darse cuenta– le opondrán resistencia al amor universal de Dios, y hasta con argumentos de la Escritura o de la tradición. Cuando se dice que Ana era «profetisa» (προφῆτις), queda claro que «hablaba» en nombre de la tradición profética nacionalista que Jesús descartó.
Creer en Jesús no sólo transforma la vida de cada persona –individualmente considerada– sino también su convivencia social. La luz «brilla», pero también «ilumina». No es posible para un cristiano ser santo individualmente sin irradiar la luz de esa santidad, haciendo cada vez más humana la convivencia social. El «mundo» debe ser liberado y salvado, y esto solo será posible con el amor universal testimoniado por Jesucristo. No hay razón para que las comunidades cristianas se encapsulen y se aíslen, en vez de insertarse en el mundo, como la levadura en la masa, para transformarlo y ayudarlo a alcanzar su propia meta.
Por eso la eucaristía termina con el envío misionero («¡Pueden irse en paz!»).
Feliz Navidad. Dios está con nosotros.