Lectura del santo evangelio según san Juan (20,2-8):
El primer día de la semana, María Magdalena echó a correr y fue donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo, a quien tanto quería Jesús, y les dijo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto.»
Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; y, asomándose, vio las vendas en el suelo; pero no entró. Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó.
Palabra del Señor
27 de diciembre: San Juan, evangelista.
En la octava de Navidad.
Juan, hijo de Zebedeo y hermano de Santiago, es uno de los Doce. Cruzando las menciones de Mc 15,40 y Mt 27,56, se ha propuesto que el nombre de su madre fuera Salomé. Como los tres sinópticos lo ponen detrás de Santiago, se infiere que este era el mayor. Se le atribuye la redacción del cuarto evangelio, pero esto no parece probable, dado que, como pescador, era iletrado (cf. Hch 4,13); tampoco su identificación con el «discípulo predilecto» de Jesús (cf. Jn 13,23) resulta probable, porque –además de que este último nunca es designado con nombre propio– el cuarto evangelio distingue entre el «discípulo predilecto», que da testimonio de los hechos y escribió el libro, y la comunidad que certifica su contenido con su experiencia (cf. Jn 21,24). Además, se ve cierto paralelismo entre Jn 1,35, «Juan con dos de sus discípulos» –uno de los cuales es Andrés, y el otro, indudablemente, el discípulo después identificado como «predilecto»– y Jn 21,2, que da cinco nombres –entre los cuales están «los de Zebedeo»– y «otros dos de sus discípulos», que seguramente alude a los dos primeros, pero ahora no hace mención de Andrés, sino del discípulo «predilecto» (cf. Jn 21,7), diferenciado de «los de Zebedeo».
Es posible que la tradición, al presentar a Juan Bautista como testigo a favor de la luz (cf. Jn 1,6-8), le haya asignado el nombre del apóstol Juan al autor del cuarto evangelio para llamar con el mismo nombre al testigo que prepara el camino del Señor y el discípulo que da testimonio de la promesa cumplida en Jesús, «luz del mundo» (Jn 8,12; 12,46) y «camino» al Padre (cf. Jn 14,6).
1. Primera lectura: cumplimiento (1Jn 1,1-4).
El uso del género neutro (?: «lo que existía…,lo que hemos oído…, lo que han visto nuestros ojos…, lo que contemplamos…») parece indicar que «la palabra/el mensaje de la vida», que alude y sintetiza es un hecho que no solo se verificó en Jesús, sino que sigue verificándose en quienes comparten esta experiencia, el autor del escrito y sus destinatarios. Es decir, Jesús encarna ese «mensaje de la vida», y el autor y su comunidad dan testimonio del mismo. Juan el Bautista ahora es sustituido por los discípulos de Jesús, definitivos testigos a favor de la luz.
La Palabra que existía desde antes del principio se manifestó plenamente en Jesús. Esto es algo que al autor y a su comunidad les consta por experiencia directa: primero, escucharon el mensaje («lo que hemos oído») acerca de Jesús («acerca de la Palabra, que es la vida») y respondieron a él con la fe; esta los condujo a la comprobación personal, por experiencia directa («lo que han visto nuestros ojos»: cf. Jn 1,39.46); la experiencia les permitió formular una visión más profunda de la realidad, porque captaron el sentido y el significado de la misma («lo que contemplamos»: cf. Jn 1,14), hasta el punto de que pueden decir que tocaron lo intangible («(lo que) palparon nuestras manos»), para dar a entender que no niegan la realidad visible, sino que la afirman rotundamente.
En un largo paréntesis, el autor explicita a qué se refiere y lo explica. La manifestación de la vida es un hecho (en la persona de Jesús) comprobado personalmente por el autor y los destinatarios de su escrito («la hemos visto»), y este hecho se puede verificar también en ellos que encarnan la misma vida («damos testimonio») y se la siguen proponiendo el autor y su comunidad a quienes se dirige el escrito («les anunciamos») como una vida de calidad tan superior que la muerte física no puede suprimirla («la vida eterna/definitiva»). Esta es la vida que a Dios le urgía comunicarle a la humanidad («la que interpelaba al Padre»), cuya manifestación histórica en Jesús se verifica en el autor, en su comunidad y en la comunidad destinataria del escrito.
Eso que han experimentado de manera personal y comprobado directamente («hemos visto»), gracias a la escucha del mensaje («oído»), lo anuncian el autor y su comunidad como un bien que comparten solidariamente con los destinatarios del mismo modo que el Padre y su Hijo Jesús Mesías lo han compartido con ellos. Se refiere a la vida divina, el Espíritu, recibido del Padre a través del Hijo, Jesús («Dios salva») Mesías («Ungido» liberador). Esa solidaridad en la vida divina lleva a plenitud la alegría de los que la disfrutan. Y esa alegría es el objetivo del escrito.
2. Evangelio: promesa (Jn 20,2-8).
La plenitud de la vida se manifestó en Jesús de manera inesperada –por mucho que él la hubiera anunciado repetidamente– pese a la oposición de la «tiniebla». Aunque ya había amanecido, es decir, ya brillaba la luz del sol (Jesús había resucitado), María Magdalena seguía prisionera de la idea de que la muerte es insuperable («todavía en tinieblas»). Por eso va al sepulcro y a buscar un muerto, porque esa es la única realidad que ella admite. Ver la losa quitada podía ser interpretado como una violación de tumba, o como la desaparición de la frontera entre vida y muerte. María escoge pensar en una profanación con sustracción del cuerpo. A eso la conduce la «tiniebla».
Dos discípulos salieron a verificar la suposición de María Magdalena, aunque no tenían la misma actitud. Uno llegó primero, pero no entró, solo se asomó y alcanzó a ver que no existían razones para la alarma; los lienzos estaban ordenados, como una cama arreglada. El otro llegó y entró, vio también los lienzos arreglados, pero algo más: que el sudario –que cubría el rostro del difunto, lo dejaba incognoscible– estaba envolviendo un «cierto lugar» (el templo, la institución que había decretado la muerte de Jesús). Cuando el primer discípulo entró y comprobó todo por sí mismo («vio»), interpretó los signos y creyó (cf. Jn 1,7; 11,25-27): el designio eterno del Padre se realizó en Jesús, tal como él lo había prometido. La tiniebla no pudo extinguir la luz (cf. Jn 1,5).
La vida que brilló en Jesús «ilumina a todo hombre llegando al mundo» (Jn 1,9). Bañarse en esta luz implica despojarse de la «tiniebla» con sus perversas obras y practicar el amor fiel, al estilo de Jesús (cf. Jn 3,19-21), que es revelación auténtica de Dios (cf. Jn 1,18).
Cuando la promesa de Jesús se cumple, esto se verifica en un cambio de manera de ver y valorar la realidad, más allá de las apariencias, y se traduce en la alegría de la vida y en la rectitud de la conducta. Somos testigos de una persona, no de una idea. Damos testimonio con la vida, antes que con las palabras. Por eso, la comunión eucarística nos capacita para vivir alegres a pesar de las adversidades, con la seguridad de que la tiniebla jamás extinguirá la luz. Esa luz brilla en esta navidad ante nuestros ojos «con renovado resplandor», para que crezca nuestra alegría.
Feliz Navidad. Dios está con nosotros.