PRIMERA LECTURA
El pueblo de Dios, después de entrar en la tierra prometida, celebra la Pascua.
Lectura del libro de Josué 4, 19; 5, 10-12
Después de atravesar el Jordán, los israelitas entraron en la tierra prometida el día diez del primer mes, y acamparon en Guilgal. El catorce de ese mes, por la tarde, celebraron la Pascua en la llanura de Jericó. Al día siguiente de la Pascua, comieron de los productos del país, pan sin levadura y granos tostados ese mismo día.
El maná dejó de caer al día siguiente, cuando comieron los productos del país. Ya no hubo más maná para los israelitas, y aquel año comieron los frutos de la tierra de Canaán.
SALMO RESPONSORIAL 33, 2-7
R/. ¡Gusten y vean que bueno es el Señor!
Bendeciré al Señor en todo tiempo, su alabanza estará siempre en mis labios. Mi alma se gloría en el Señor: que lo oigan los humildes y se alegren.
Glorifiquen conmigo al Señor, alabemos su Nombre todos juntos. Busqué al Señor: Él me respondió y me libró de todos mis temores.
Miren hacia Él y quedarán resplandecientes, y sus rostros no se avergonzarán. Este pobre hombre invocó al Señor: Él lo escuchó y lo salvó de sus angustias.
SEGUNDA LECTURA
Dios nos reconcilió con Él por intermedio de Cristo.
Lectura de la segunda carta del Apóstol san Pablo a los cristianos de Corinto 5, 17-21
Hermanos:
El que vive en Cristo es una nueva criatura: lo antiguo ha desaparecido, un ser nuevo se ha hecho presente. Y todo esto procede de Dios, que nos reconcilió con Él por intermedio de Cristo y nos confió el ministerio de la reconciliación. Porque es Dios el que estaba en Cristo, reconciliando al mundo consigo, no teniendo en cuenta los pecados de los hombres, y confiándonos la palabra de la reconciliación.
Nosotros somos, entonces, embajadores de Cristo, y es Dios el que exhorta a los hombres por intermedio nuestro. Por eso, les suplicamos en nombre de Cristo: déjense reconciliar con Dios. A Aquél que no conoció el pecado, Dios lo identificó con el pecado en favor nuestro, a fin de que nosotros seamos justificados por Él.
ACLAMACIÓN AL EVANGELIO Lc 15, 18
Iré a la casa de mi padre y le diré: Padre, pequé contra el Cielo y contra ti.
EVANGELIO
Tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida.
+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 15, 1-3. 11-32
Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo. Pero los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: “Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos”. Jesús les dijo entonces esta parábola:
“Un hombre tenía dos hijos. El menor de ellos dijo a su padre:
“Padre, dame la parte de herencia que me corresponde”. Y el padre les repartió sus bienes.
Pocos días después, el hijo menor recogió todo lo que tenía y se fue a un país lejano, donde malgastó sus bienes en una vida inmoral.
Ya había gastado todo, cuando sobrevino mucha miseria en aquel país, y comenzó a sufrir privaciones.
Entonces se puso al servicio de uno de los habitantes de esa región, que lo envió a su campo para cuidar cerdos. Él hubiera deseado calmar su hambre con las bellotas que comían los cerdos, pero nadie se las daba.
Entonces recapacitó y dijo: “¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo estoy aquí muriéndome de hambre!” Ahora mismo iré a la casa de mi padre y le diré: “Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros”.
Entonces partió y volvió a la casa de su padre. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente, corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó.
El joven le dijo: “Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; no merezco ser llamado hijo tuyo”.
Pero el padre dijo a sus servidores: “Traigan enseguida la mejor ropa y vístanlo, pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traigan el ternero engordado y mátenlo. Comamos y festejemos, porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado”. Y comenzó la fiesta.
El hijo mayor estaba en el campo. Al volver, ya cerca de la casa, oyó la música y los coros que acompañaban la danza. Y llamando a uno de los sirvientes, le preguntó qué significaba eso.
Él le respondió: “Tu hermano ha regresado, y tu padre hizo matar el ternero engordado, porque lo ha recobrado sano y salvo”.
Él se enojó y no quiso entrar. Su padre salió para rogarle que entrara, pero él le respondió: “Hace tantos años que te sirvo sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos. ¡Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto, después de haber gastado tus bienes con mujeres, haces matar para él el ternero engordado!”
Pero el padre le dijo: “Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo. Es justo que haya fiesta y alegría, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado””.
La reflexión del padre Adalberto Sierra
El mensaje propuesto para la meditación de este domingo es susceptible de variados enfoques, y prueba de ello son los diferentes nombres que se le han dado a la parábola que lo contiene. En este tiempo de Cuaresma, se nos propone en la semana en que se anuncia el efecto liberador que tiene el amor de Dios. A esa luz meditaremos la parábola, sin pretender agotar su contenido. El amor paternal de Dios, manifestado en Jesús, libera al ser humano para hacerlo capaz de ser hijo y de ser hermano. La liberación se concreta en la decisión que cada uno tome en este sentido.
Lc 15, 1-3.17-21.
El texto tiene dos partes que el leccionario distingue: la primera presenta las circunstancias en las que Jesús propone la parábola; la segunda, la parábola en cuestión.
1. Circunstancias de la parábola.
Después de que Jesús hubiera expuesto razonadamente las condiciones para ser su discípulo, se dirigió a todos con una exhortación: «¡Quien tenga oídos para oír, que escuche!» (14,35). Así les indicó el destino universal de su mensaje y, al mismo tiempo, apeló a la racionalidad del auditorio y respetó la libertad de sus oyentes para escucharlo o para rechazarlo.
La primera reacción que constata el evangelista es la de «todos los recaudadores y descreídos», que iban acercándose a él precisamente a escucharlo. Las condiciones puestas por él suscitaron interés de parte de ellos. La segunda reacción se deriva de la primera: «por eso, tanto los fariseos como los publicanos lo criticaban». Las dos categorías de gente sin religión hallaron interesante su propuesta; las dos categorías de hombres religiosos lo censuraron «por eso». Es decir, por el hecho de atraer a los excluidos, los piadosos lo consideraron sospechoso de mala conducta.
2. La parábola.
Jesús explica que un «padre» de «dos hijos» dispares se comporta como padre de ambos, porque los ama y los reconoce como hijos. En aquella sociedad, la condición de «hijo» adulto implicaba la libertad –por oposición a la del esclavo, que nunca era libre– y el carácter de heredero, del que tampoco disfrutaba el esclavo. Pero la herencia solo se recibía después de la muerte del padre.
2.1. El padre y el hijo menor.
Al solicitar el hijo menor su parte de la herencia, implícitamente rompió su relación con su padre, lo declaró muerto para él. El padre no protestó ni se negó a entregarle su parte (la tercera parte de los bienes (cf. Deu 21,17). El hijo ratificó la ruptura alejándose de su padre y derrochando su parte de la herencia, sin mostrar respeto por la vida y la educación que recibió.
Lejos del padre y sin los medios de vida que él le transmitió, experimentó una cruel insatisfacción («hambre terrible») y un agobiante desamparo («pasar necesidad»); ya no inspiraba respeto, y tuvo que reconocer que ya no era considerado «hijo», y aceptar vivir como jornalero en circunstancias humillantes, tanto en lo social («guardar cerdos») como en lo humano («nadie le daba de comer»). No había ser humano que llenara su vacío. Su soledad llegó a extremos que él jamás imaginó.
Pero, a pesar de su ruptura, nunca se sintió huérfano; siempre sintió tener un padre a cuyo lado había vida en abundancia. Sin embargo, lo angustiaba el doble sentimiento de culpa e indignidad, y pensó que reconociendo su «pecado» y admitiendo su vergüenza podría ser tratado, al menos, como los jornaleros de su padre, que recibían un trato digno.
El padre esperaba su retorno. Él sabía que en ningún otro ámbito el hijo encontraría lo que él le brindaba, por eso lo esperaba. Por muy harapiento y maltrecho que lo hubiera dejado su andanza, él lo distinguió, sus entrañas paternales se conmovieron y se apresuró aliviar tanto sufrimiento, más allá de los asuntos legales pendientes. Y el hijo hizo su confesión de culpa y humillación. El reconocimiento no implica dos pecados («contra el cielo y contra ti»), sino el mismo, que muestra cómo el pecado daña la relación con Dios y con el semejante (cf. Éxo 10,16).
El padre impidió la propuesta que seguía e indicó lo contrario: ¡vístanmelo de hijo! Con el vestido le restituyó su dignidad, con el anillo le renovó su relación, y con el calzado le declaró la libertad propia del hijo. Y sorprendió a todos convirtiendo este hecho en un motivo de fiesta.
2.2. El padre y el hijo mayor.
Lo primero que se señala del hijo mayor son sus «obras»: estaba en las tareas del campo. Para él, es inconcebible una fiesta en casa, de ahí que no se dirija al interior a preguntarle a su padre por el motivo de la misma, sino que lo indague cautelosamente entre los criados, mostrando así más confianza y cercanía con ellos que con el padre. Es más esclavo que hijo.
El regreso del hermano provocó su indignación, porque él nunca olvidó y jamás perdonó, pero tampoco pensó volver a compartir la casa paterna con su hermano menor. Por eso se negaba a entrar, como si en la misma casa no cupieran los que antes habían convivido. En vano intentaba el padre persuadirlo con buenas razones, él siempre encontraba otras para reargüirle y ratificarse en su negativa. De ninguna manera estaba dispuesto a compartir la casa con el otro.
Sus argumentos muestran la opacidad y el corto alcance de su visión. Toda su vida ha concebido la relación con su padre como una esclavitud («tantos años como te sirvo») y en condiciones de sometimiento («sin saltarme nunca un mandato tuyo»). Nunca se sintió con libertad de disponer, como si habitara en casa ajena («jamás me has dado un cabrito…»), por lo que considera como una traición que le haya devuelto la condición de hijo (libre) a ese desagradecido e irrespetuoso a quien nunca llama «hermano», sino «ese hijo tuyo». Jamás se sintió dueño, porque no consideró suyo lo del padre, dado que, en vez de heredero, se sentía un criado más. Y ahora demuestra que tampoco se siente hermano del que se fue pero «ha vuelto».
La parábola concluye con las palabras del padre insistiéndole al hijo mayor en que la fiesta tiene pleno sentido, porque se trata de celebrar la recuperación del hermano. Y esas palabras parecen un eco lejano llevado por el viento, ya que nos quedamos sin saber si el hijo mayor entró o no.
Esta parábola nos hace ver que la reconciliación es proporcional a la libertad. El padre reaccionó ofreciendo la reconciliación porque él es soberanamente libre. El hijo menor buscó reconciliarse con su padre porque, a pesar de todos sus desaciertos, nunca olvidó que tenía un padre, y prefirió volver a él, aunque fuera como jornalero. El mayor quedó atrapado en su maraña de prejuicios y resentimientos, atribuyéndoles a los demás sus equivocadas decisiones. Un hijo siente que ya malgastó su herencia, y que solo le queda el padre, por eso nunca deja de llamarlo así; el otro no se siente heredero, pero tampoco hijo: en su boca nunca se escucha la palabra «padre». Y solo el padre da la condición de «hijos», es decir, libres y herederos (cf. Rom 8,15-17; Gál 4,1-7).
Cada uno de nosotros debe decidir si entra en la fiesta de la reconciliación o se queda por fuera de ella. No es suficiente con que los domingos nos reunamos en asambleas festivas y llamemos «hermanos» a los que se reúnen con nosotros. Esa podría ser una ilusión engañosa. Es necesario verificar que construimos convivencia: una familia, una sociedad, un país, en donde hay cabida para todos en igualdad de condiciones, sin rencores ni descalificaciones. Sobre todo, los que nos reunimos a celebrar la cena del Señor debemos asegurarnos de que cuando le decimos «amén» a Jesús también se lo decimos al hermano. Con libertad interior tendremos reconciliación.