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ORACIÓN POR EL SÍNODO DE LA SINODALIDAD

Estamos ante ti, Espíritu Santo, reunidos en tu nombre.
Tú que eres nuestro verdadero consejero: ven a nosotros, apóyanos, entra en nuestros corazones. Enséñanos el camino, muéstranos cómo alcanzar la meta. Impide que perdamos el rumbo como personas débiles y pecadoras.
No permitas que la ignorancia nos lleve por falsos caminos.
Concédenos el don del discernimiento, para que no dejemos que nuestras acciones se guíen por perjuicios y falsas consideraciones.
Condúcenos a la unidad en ti, para que no nos desviemos del camino de la verdad y la justicia, sino que en nuestro peregrinaje terrenal nos esforcemos por alcanzar la vida eterna. Esto te lo pedimos a ti, que obras en todo tiempo y lugar, en comunión con el Padre y el Hijo por los siglos de los siglos. Amén.

 

Exhortación Apostólica Laudate Deum | Síntesis y reflexión del Cardenal Luis José Rueda Aparicio

 

San José Patrono de la Iglesia universal

 
 
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Domingo sexto de Pascua

PRIMERA LECTURA

El Espíritu Santo, y nosotros mismos, hemos decidido no imponerles ninguna carga más que las indispensables.

Lectura de los Hechos de los Apóstoles  15, 1-2. 22-29

Algunas personas venidas de Judea a Antioquía enseñaban a los hermanos que si no se hacían circuncidar según el rito establecido por Moisés, no podían salvarse. A raíz de esto, se produjo una agitación: Pablo y Bernabé discutieron vivamente con ellos, y por fin, se decidió que ambos, junto con algunos otros, subieran a Jerusalén para tratar esta cuestión con los Apóstoles y los presbíteros.

Entonces los Apóstoles, los presbíteros y la Iglesia entera, decidieron elegir a algunos de ellos y enviarlos a Antioquía con Pablo y Bernabé. Eligieron a Judas, llamado Barsabás, y a Silas, hombres eminentes entre los hermanos, y les encomendaron llevar la siguiente carta:

Los Apóstoles y los presbíteros saludamos fraternalmente a los hermanos de origen pagano, que están en Antioquía, en Siria y en Cilicia. Habiéndonos enterado de que algunos de los nuestros, sin mandato de nuestra parte, han sembrado entre ustedes la inquietud y provocado el desconcierto, hemos decidido de común acuerdo elegir a unos delegados y enviárselos junto con nuestros queridos Bernabé y Pablo, los cuales han consagrado su vida al nombre de nuestro Señor Jesucristo. Por eso les enviamos a Judas y a Silas, quienes les transmitirán de viva voz este mismo mensaje.

El Espíritu Santo, y nosotros mismos, hemos decidido no imponerles ninguna carga más que las indispensables, a saber: que se abstengan de la carne inmolada a los ídolos, de la sangre, de la carne de animales muertos sin desangrar y de las uniones ilegales. Harán bien en cumplir todo esto. Adiós.

SALMO RESPONSORIAL    66, 2-3. 5-6. 8

R/¡Que los pueblos te den gracias, Señor!

El Señor tenga piedad y nos bendiga, haga brillar su rostro sobre nosotros, para que en la tierra se reconozca su dominio, y su victoria entre las naciones.

Que todos los pueblos te den gracias. Que canten de alegría las naciones, porque gobiernas a los pueblos con justicia y guías a las naciones de la tierra.

¡Que los pueblos te den gracias, Señor, que todos los pueblos te den gracias! Que Dios nos bendiga, y lo teman todos los confines de la tierra.

SEGUNDA LECTURA

Me mostró la ciudad santa, que descendía del cielo.

Lectura del libro del Apocalipsis   21, 10-14. 22-23

El Ángel me llevó en espíritu a una montaña de enorme altura, y me mostró la Ciudad santa, Jerusalén, que descendía del cielo y venía de Dios. La gloria de Dios estaba en ella y resplandecía como la más preciosa de las perlas, como una piedra de jaspe cristalino.

Estaba rodeada por una muralla de gran altura que tenía doce puertas: sobre ellas había doce ángeles y estaban escritos los nombres de las doce tribus de Israel. Tres puertas miraban al este, otras tres al norte, tres al sur, y tres al oeste. La muralla de la Ciudad se asentaba sobre doce cimientos, y cada uno de ellos tenía el nombre de uno de los doce Apóstoles del Cordero.

No vi ningún templo en la Ciudad, porque su Templo es el Señor Dios todopoderoso y el Cordero. Y la Ciudad no necesita la luz del sol ni de la luna, ya que la gloria de Dios la ilumina, y su lámpara es el Cordero.

EVANGELIO

ACLAMACIÓN AL EVANGELIO   Jn 14, 23

Aleluya.

El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará e iremos a él, dice el Señor. Aleluya.

EVANGELIO

El Espíritu Santo le recordará lo que les he dicho.

+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 14, 23-29

Durante la Última Cena, Jesús dijo a sus discípulos:

El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él.

El que no me ama no es fiel a mis palabras. La palabra que ustedes oyeron no es mía, sino del Padre que me envió.

Yo les digo estas cosas mientras permanezco con ustedes. Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi Nombre, les enseñará todo y les recordará lo que les he dicho.

Les dejo la paz, les doy mi paz, pero no como la da el mundo. ¡No se inquieten ni teman! Me han oído decir:

Me voy y volveré a ustedes. Si me amaran, se alegrarían de que vuelva junto al Padre, porque el Padre es más grande que Yo. Les he dicho esto antes que suceda, para que cuando se cumpla, ustedes crean.

Credo 

Oración de los fieles

Unidos a Cristo, que intercede siempre por nosotros, elevemos, hermanos, nuestras súplicas al Padre:

Para que el que estaba muerto y ahora vive por los siglos de los siglos conceda a la Iglesia ser, con firmeza y valentía, testimonio perseverante de su resurrección, roguemos al Señor.

Para que el resucitado, que dio a los apóstoles su paz, quiera concederla también en abundancia a todos los pueblos, roguemos al Señor.

Para que el vencedor de la muerte transforme los sufrimientos de los enfermos, de los moribundos y de todos los que sufren en aquella alegría que nunca nadie les podrá quitar, roguemos al Señor.

Para que el que tiene las llaves de la muerte y de su reino nos conceda celebrar un día su resurrección con los ángeles y los santos en su reino, roguemos al Señor.

Dios nuestro, que has prometido hacer morada en aquel que escucha tu palabra y la guarda, escucha nuestra oración y envíanos el Espíritu Santo, para que nos recuerde constantemente todo lo que Cristo ha dicho y enseñado y nos haga capaces de dar testimonio de ello con nuestras obras y palabras. Por Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina, inmortal y glorioso, por los siglos de los siglos.

La reflexión del padre Adalberto Sierra

La nueva relación de Dios con la humanidad se realiza por amor y con fuerza de vida, no con «poder»; y con honra y gloria, no con «espectáculo». Esto necesitamos entenderlo los discípulos de Jesús para anunciarlo en todos los tiempos. La condición indispensable del amor es la libertad de los que se aman, libertad que es imposible en una relación de poder, que implica dominación y sumisión. La gloria de Dios se reveló en la entrega que Jesús hizo de sí mismo, llegando incluso hasta la deshonra de la cruz, para manifestar el inmenso amor de Dios por la humanidad.
Esta relación se mantiene incluso después de la resurrección del Señor. Jesús venció el pecado y la muerte, pero esa victoria suya no significa un desastre para la humanidad, ni siquiera para los pecadores, sino que él les ofrece a todos la oportunidad de participar de su triunfo.

Jn 14,23-29.
En el evangelio de este domingo, Jesús se refiere, primero, a su venida con el Padre, y, enseguida, a la venida del Espíritu Santo. Estas dos venidas están en función de dos partidas: la de Jesús al Padre, y la de los discípulos a la misión.
1. La venida del Padre y del Hijo.
Ante la exteriorización de extrañeza y hasta decepción de un discípulo, porque Jesús no anuncia una manifestación avasalladora suya frente al mundo, sino una venida íntima a individuos, Jesús explica que esa manifestación suya al hombre está condicionada por dos requisitos, el amor a él y el compromiso con su mensaje. El «mundo» no cumple tales requisitos. La transformación del «mundo» en reino de Dios no se hará por imposición, porque esa transformación no es verdadera ni, mucho menos, duradera. Tendrá que ser libre y por amor, o no será. Y esta es una decisión personal, no un hecho masivo. Por eso, la manifestación del resucitado es a personas libres que respondan individualmente al amor que él propone y del cual da testimonio.
La manifestación del Padre depende del amor y de la fe efectiva en el Hijo. El Padre responde a ese amor y a esa fe demostrando su amor, es decir, infundiendo su Espíritu en todo el que ama a Jesús y cumple su mensaje. Y esta manifestación consiste en la «venida» de ambos, del Padre y del Hijo, con carácter permanente, a la vida del que ama y cree. El amor manifestado en el don del Espíritu Santo es respuesta al amor del creyente. Por eso, porque se trata de un diálogo libre de amor, cuando no existe amor ni compromiso de fe, hay rechazo de Jesús y del Padre que lo envió, y eso impide que Jesús se manifieste al «mundo», porque este se resiste a las obras de amor de Jesús y, por eso, no acepta su mensaje de renovación, liberación y salvación.
En su permanencia histórica con los discípulos, Jesús ha expuesto el designio del Padre, designio que ellos tendrán que ir profundizando y comprendiendo en el futuro. Así diferencia dos épocas, antes de la resurrección («mientras estoy con ustedes») y después de la resurrección, cuando será la demostración del amor del Padre y su venida y presencia permanente en el creyente.
2. La venida del Espíritu Santo.
Antes había hablado de una demostración de amor por parte del Padre, que consiste en el don del Espíritu Santo, pero como amor demostrado. Ahora se refiere al envío del Espíritu Santo de parte del Padre, esta vez como amor comunicado, es decir, la infusión del Espíritu Santo como capacidad de vivir como Dios. Lo primero permite conocer el amor del Padre; lo segundo, amar como ama el Padre, es decir, vivir como hijo de Dios, del mismo modo que Jesús.
Primero llama al Espíritu «paráclito», término que procede de la transcripción latina de la palabra griega que usa el evangelista (παράκλητος). En español se traduce mejor con el término «valedor», derivado de un verbo latino («valere») que significa «ser fuerte», o «estar sano» o «tener valor», y se usa para designar la persona que con su presencia e influjo ayuda a otra. Designa también una imagen tomada de la agricultura: se llamaba «paráclito» a la vara que se ponía como apoyo a las plantas trepadoras para que no se arrastraran ni se dañaran sus frutos. Esta imagen presenta al Espíritu como eficaz amparo, amigo entrañable, de absoluta confianza y solícito protector.
Después lo llama Espíritu Santo. «Espíritu» es Dios en cuanto amor vivificador. «Santo», porque pertenece a la esfera divina e introduce en ella: es «santo» y «santificador», porque saca al hombre del mundo perverso y lo traslada al ámbito divino. En cuanto «santo», consagra, es decir, destina al hombre a ser de Dios, destinación que se da por la experiencia y la praxis del amor divino.
El Espíritu Santo no se anuncia a sí mismo ni trae un mensaje distinto del de Jesús; él es quien recuerda y actualiza en las comunidades el mensaje de Jesús y sus exigencias por medio de los profetas. Es decir, el mensaje del Espíritu Santo es el mismo de Jesús, que es el mensaje de Dios. No hay ruptura alguna en el paso de la época histórica de Jesús a su época gloriosa.
3. Las partidas de Jesús y los suyos.
La despedida de Jesús no es como la de todo el mundo, porque él no se ausentará del todo. Por eso quiere asegurarles tranquilidad a los suyos, y conjurarles todo temor. Su ida no es sin retorno. Además, él se marcha al Padre, y aunque sea a través de la muerte, su partida al Padre no significa un fracaso, sino su plena realización, y esto debería alegrar a los discípulos. El Padre es la fuente de toda vida, y es más que Jesús porque él lo engendró, porque él lo consagró y lo envió, porque todo lo que él tiene se lo ha dado el Padre. Aquí no se trata de establecer jerarquía, porque para Jesús la condición de «hijo» crea igualdad, y así se entendía entonces (cf. 5,18; 10,35).
Por otro lado, los discípulos harán su «éxodo», su propia salida del mundo, invitados por Jesús (cf. Jn 14,31: «¡Levántense, vámonos de aquí!») guiados en este itinerario espiritual por el Espíritu Santo, que los remitirá siempre a Jesús recordándoles el mensaje que él les expuso. Aunque el Padre los ha sacado del mundo (cf. 17,6), también ellos están de «partida», y en esta travesía cada uno es como una nueva «Tienda del encuentro», en donde se harán presentes el Padre y el Hijo por la fuerza de vida y la acción «santificadora» del Espíritu Santo en cada uno de ellos. También la muerte del discípulo será una despedida de paz.

La presencia de Dios en el mundo no se realiza con portentos espectaculares, sino en lo ordinario de la vida, en la cotidianidad donde los discípulos dan testimonio de su amor realizando las obras de Jesús, y certifican su fe siendo fieles al mensaje renovador, liberador y salvador del resucitado. El Padre, primero, les manifiesta su amor a los discípulos con el don interior del Espíritu Santo, o sea, haciéndolos también hijos. Ambos, el Padre y el Hijo, hacen de cada discípulo un templo en el cual se manifiesta su gloria, que es el Espíritu Santo, fuerza de vida y de amor. Este Espíritu es el «valedor» porque apoya el crecimiento del discípulo, y es el maestro interior, porque enseña «todo» a los discípulos recordándoles íntegramente el mensaje de Jesús.
Que nuestras asambleas eucarísticas dominicales sean ocasiones particulares en las cuales demos testimonio de que Dios habita en medio de nosotros y manifestemos que nos mantenemos fieles a su mensaje, y que, ayudados por el Espíritu Santo, lo vamos realizando a lo largo de la historia.

Según Juan, la oración de Jesús momentos antes de partir al huerto donde lo tomaron prisionero, se compone de una introducción (17,1-5), un ruego por los discípulos de su época (vv. 6-19) y otro por sus futuros discípulos (vv. 20-23), y la conclusión (vv. 24-26). El texto que se lee en este domingo abarca las dos últimas partes.
El ruego de Jesús por los futuros discípulos cobra actualidad en todos los tiempos. Teniendo en cuenta la circunstancia de esta oración, que es su éxodo de este mundo hacia el Padre, se pueden determinar dos inquietudes de Jesús en esta oración: el ser y el quehacer de sus discípulos. Toda la eficacia de la misión depende de la autenticidad de su condición de discípulos.

Jn 17,20-26.
La segunda parte de la oración insiste en el ruego porque «todos sean uno» y muestra el don de la gloria como factor de esa unidad. La conclusión expresa al Padre el querer de su Hijo y señala la diferencia entre él y los suyos, por un lado, y el «mundo», por el otro.
1. Oración por los futuros discípulos.
La oración establece una conexión entre los discípulos de la época de Jesús y los de las épocas posteriores a través de su mensaje. Esto indica que él prevé la continuación de su obra, y que esa prolongación en la historia y en la geografía tendrá como fundamento el mensaje. Ese mensaje es del Padre (cf. 17,6.14), pero también de Jesús (cf. 8,31.51), y ahora él dice que el mensaje es de los discípulos (cf. 14,20; 17,20). Habla de mucho más que de una convicción, o de una lección académica aprendida: ellos se han apropiado del mensaje y lo entregan por del don de sí mismos, que es la única forma de transmitir el mensaje del amor. La proclamación del mensaje provocará la adhesión de otros a Jesús.
Jesús pide «que todos sean uno». Esta petición implica dos cosas: la unidad de sus adherentes y la condición para esa unidad. Se trata de una unidad íntima y profunda en el ser, que él compara a la que existe entre él y su Padre («como tú, Padre, estás en mí y yo en ti»), y para lograrla tiene que haber algo en común entre nosotros como lo hay entre él y el Padre. «Uno» no es solamente unidad, también es unicidad; y «uno» –en este sentido– es atributo exclusivo de Dios: «El Señor, nuestro Dios, es solamente uno» (Deu 6,4). La unidad se convierte así en identificación con Dios para poder mostrarlo siendo testigos de Jesús. Solo así el mundo creerá que Jesús es Enviado de Dios. El mensaje y la persona de Jesús solo se hacen accesibles por la identificación con él.
Por eso Jesús se refiere a la comunicación a sus discípulos de la «gloria» que él recibió del Padre. Lo que hay de común entre los discípulos, así como entre el Padre y el Hijo, es la «gloria», o sea, el Espíritu Santo. Él es el factor de la unidad entre los discípulos y de la unidad del conjunto de los discípulos («lo que me has entregado»: cf. 10,29; 17,11s) con el Padre y el Hijo. Jesús es el perfeccionador de esa unidad e identificación: «yo en ellos y tú en mí, para que ellos se realicen en la unidad». Y esa unidad-compenetración tiene como fruto final la eficacia de la misión: «y así conozca el mundo que tú me enviaste y que les has demostrado a ellos tu amor como me lo has demostrado a mí» (cf. 15,9). La fe en Jesús y el don del Espíritu dependen de esto.
2. El Hijo, el mundo y los discípulos.
Para concluir su oración, Jesús, a partir del hecho de que sus discípulos no pertenecen al mundo, como tampoco él (cf. 17,16), manifiesta su libertad de Hijo identificado con el Padre en el ser y en el quehacer y expresa un deseo («quiero») pues su designio coincide con el del Padre y, por eso, el Padre le concederá lo que él pida (cf. 14,12-14). Su petición es a favor del conjunto de los suyos: «… quiero que ellos –lo que me has entregado– estén conmigo donde yo estoy». Esto de estar con él significa heredar la plena condición divina después de la muerte (cf. 14,3) y, ya desde esta historia, participar de la condición de hijos de Dios (cf. 1,12s). Esto corresponde totalmente al designio divino (cf. 6,39-40); por eso Jesús formula su deseo con tanta libertad, porque está en sintonía con el Padre. La contemplación de su gloria (cf. 1,14) consiste en la experiencia de su amor y en la capacidad de corresponder al mismo, es decir, se trata de que reciban el Espíritu Santo como «demostración» del amor del Padre y, al mismo tiempo, puedan transmitir ese mismo Espíritu con su propia capacidad de amar como «comunicación» de Dios a los demás. Así se realiza el designio que el Padre había concebido desde «antes que existiera el mundo».
El mundo, por haberse cerrado a la luz y por haber rechazado las obras de amor de Jesús, no ha conocido ese amor ni ha permitido la realización de ese designio. Pero Jesús sí, y sus discípulos también, porque –a través de las obras– conocieron a Jesús como el Enviado del Padre, el Dios de la vida, que se complace en la vida de los seres humanos. Ahora, el «Padre justo» va a honrar a los que han seguido a Jesús y han colaborado con él a despecho de la muerte (cf. 12,25-26). Jesús es el primero, pero la misma honra y la misma gloria están destinadas a todo lo que el Padre le ha entregado («la vida eterna», cf. 17,1-3).
El conocimiento del Padre como tal («les he dado a conocer tu nombre») es una experiencia de carácter dinámico, nunca concluida, ya que la insondable profundidad del amor divino está más allá de todo cálculo; por eso, la revelación continúa («les daré a conocer») de modo que la gloria de Dios –su inmenso amor– se manifieste de manera a la vez asombrosa e incomprensible en la cruz de Jesús. Allí, por el don del Espíritu, será posible que esa unidad-identificación entre él y el Padre se verifique en los discípulos, de modo que sea total la unión de ellos con él y el Padre.

Dios manifiesta su amor dándose para infundir su propia vida en el ser humano («vida eterna»). Por eso, primero da a su Hijo, para que en él lo conozcamos y nos adhiramos a él por medio del Hijo. Esa adhesión de fe al Hijo permite la comunicación del Espíritu Santo, para que el hombre pueda sintonizar plenamente con el Dios que se revela en Jesús. Esa comunicación del Espíritu Santo crea entre los creyentes un vínculo de amor que los identifica con Dios y les permite amar como él, es decir, actuar comunicando vida a través de sus acciones, imitando las obras de Jesús.
Esa «comunión» de los creyentes entre sí, de ellos –como un todo– con Jesús, y de todos con el Padre a través del mismo Espíritu, es lo que hace posible que el mundo se abra a la fe en Jesús como enviado del Padre, y en la comunidad como testigo del amor de Dios.
Más que una unidad funcional u operativa, las comunidades cristianas tienen necesidad de esta comunión íntima, que no busca provocar admiración, sino fe en Jesús a través del testimonio de su mensaje hecho carne, hecho vida, en seres humanos comunes cuya única particularidad es el hecho de haber creído en él, haberse «salido» del «mundo» y estar construyendo la unidad. Esta es la unidad que la eucaristía fortalece y que las comunidades celebran cada domingo.

Detalles

Fecha:
22 mayo, 2022
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