PRIMERA LECTURA
Mediante una sola oblación, Él ha perfeccionado para siempre a los que santifica.
Lectura de la carta a los Hebreos 10, 12-23
Cristo, después de haber ofrecido por los pecados un único Sacrificio, se sentó para siempre a la derecha de Dios, donde espera que sus enemigos sean puestos debajo de sus pies. Y así, mediante una sola oblación, Él ha perfeccionado para siempre a los que santifica.
El Espíritu Santo atestigua todo esto, después de haber anunciado:
“Ésta es la Alianza que haré con ellos después de aquellos días, dice el Señor: Yo pondré mis leyes en su corazón y las grabaré en su conciencia, y no me acordaré más de sus pecados ni de sus iniquidades”.
Y si los pecados están perdonados, ya no hay necesidad de ofrecer por ellos ninguna oblación.
Por lo tanto, hermanos, tenemos plena seguridad de que podemos entrar en el Santuario por la sangre de Jesús, siguiendo el camino nuevo y viviente que Él nos abrió a través del velo del Templo, que es su carne. También tenemos un Sumo Sacerdote insigne al frente de la casa de Dios. Acerquémonos, entonces, con un corazón sincero y lleno de fe, purificados interiormente de toda mala conciencia y con el cuerpo lavado por el agua pura.
Mantengamos firmemente la confesión de nuestra esperanza, porque Aquél que ha hecho la promesa es fiel.
SALMO RESPONSORIAL 39, 6ab. 9bc. 10. 11ab
R/. ¡Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad!
¡Cuántas maravillas has realizado, Señor, Dios mío! Yo amo, Dios mío, tu voluntad, y tu ley está en mi corazón.
Proclamé gozosamente tu justicia en la gran asamblea; no, no mantuve cerrados mis labios, Tú lo sabes, Señor.
No escondí tu justicia dentro de mí, proclamé tu fidelidad y tu salvación.
Aleluya Is 42, 1
Aleluya.
Éste es mi servidor a quien yo sostengo, mi elegido, en quien se complace mi alma. Yo he puesto mi espíritu sobre él para que lleve el derecho a las naciones. Aleluya.
EVANGELIO
Hagan esto en memoria mía.
+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 22, 14-20
Llegada la Hora de pasar de este mundo a su Padre, Jesús se sentó a la mesa con los Apóstoles y les dijo:
“He deseado ardientemente comer esta Pascua con ustedes antes de mi Pasión, porque les aseguro que ya no la comeré más hasta que llegue a su pleno cumplimiento en el Reino de Dios”.
Y tomando una copa, dio gracias y dijo: “Tomen y compártanla entre ustedes. Porque les aseguro que desde ahora no beberé más del fruto de la vid hasta que llegue el Reino de Dios”.
Luego tomó el pan, dio gracias, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: “Esto es mi Cuerpo, que se entrega por ustedes. Hagan esto en memoria mía”. Después de la cena, hizo lo mismo con la copa, diciendo: “Esta copa es la Nueva Alianza sellada con mi Sangre, que se derrama por ustedes.”.
La reflexión del padre Adalberto Sierra
El versículo 40, omitido por el leccionario, remite a una bárbara costumbre de guerra de aquella época: los vencidos en la guerra eran ejecutados por el vencedor. En esta «guerra» entre el Señor y Baal, los soldados («profetas») de Baal corren la suerte de los vencidos a manos del general en jefe (Elías) de las tropas del Señor. En lenguaje bélico, se dejó constancia de quién había vencido. Moisés había dejado una dura prescripción al respecto: él se refirió a los «profetas o videntes de sueños» con intención de desviar el pueblo del culto al Señor. En realidad, no se trataba de mera cuestión ritual; en el fondo, estaba la rivalidad entre el Señor, el Dios de Israel, que liberaba a los esclavos y los salvaba, en oposición a los ídolos de los pueblos, que servían para legitimar a los reyes paganos, los cuales oprimían, explotaban y humillaban a sus súbditos y también los pueblos que invadían y sometían a su dominio. Ese era el interés que estaba detrás de la insistencia de la reina Jezabel en imponer el culto a Baal en territorio israelita. Era una declaración de guerra que le habían hecho al Señor, y el Señor respondió y mostró ser superior a Baal (cf. Deu 13,2-6).
Desacreditado Baal, ahora puede volver a llover en Israel. Queda claro que Baal no es Dios, y mucho menos señor de la lluvia. Ahora es Elías quien tiene el control, ya que el Señor cambió el corazón del pueblo. El rey ya no lo domina, y Jezabel no forma parte de este escenario.
1Rey 18,41-46.
Es posible que la indicación que Elías le hizo a Ajab («Sube, come y bebe») sugiera que el rey se marche a su casa a un probable banquete después de una ofrenda sacrificial; también se puede suponer que, para pedir la lluvia, habrían hecho un ayuno, y que Elías envíe al rey de regreso a su vida ordinaria («a comer y a beber»), porque la situación se normalizó, y, por ese motivo, ya viene la lluvia, como signo de bendición del Señor. El «fuego del Señor» le ha hecho entender al profeta que la lluvia es inminente. Y él así se lo hace ver al rey. En estas palabras es notorio que Elías está suficientemente acreditado como para darle órdenes al rey, el cual ha sido testigo mudo de los acontecimientos, como abrumado entre el fracaso de los 450 profetas de la divinidad que adora su mujer y el plebiscito a favor de Elías por parte de la multitud.
La respuesta del Señor con el «fuego» implicó, de un lado, la aceptación de la oración de Elías y la acreditación del mismo ante el pueblo como su portavoz; de otro, un juicio condenatorio a la idolatría y la descalificación de Baal (y de todos los ídolos); y, finalmente, la cesación de la sequía y, por consiguiente, el advenimiento de las lluvias como signo de bendición y reconciliación.
Se puede conjeturar que la personalidad fuerte de Omrí y sus notables gestiones de gobierno se hubieran proyectado sobre su hijo Ajab moldeándolo como un rey a la vez autoritario y débil de carácter. El autor describe cómo era de influenciable el rey (cf. 20,1-43) y cuál era el influjo que su mujer Jezabel siempre ejerció sobre él (cf. 21,1-7). Si el autor considera que «lo de menos» fue su imitación de «los pecados de Jeroboán», se infiere que lo peor fue que «se casó con Jezabel, la hija de Etbaal, rey de los fenicios, y dio culto y adoró a Baal» (cf. 16,31; Deu 7,1-6).
Elías y Ajab partieron en direcciones opuestas: el rey, a su vida ordinaria; Elías, a la cúspide del monte Carmelo, donde había quedado claro que el Señor es el único Dios de Israel. A pesar de que el Señor había anunciado su disposición a conceder la bendición (la lluvia), Elías subió al monte, desde donde podrá observar la subida de las nubes desde el mar, cargadas de agua. Pero también subió a orar de un modo inusual («encorvado»), dando muestras de una concentración muy grande («con el rostro entre las rodillas»). Los profetas de Baal han quedado en evidencia como públicamente mentirosos. El profeta del Señor, Elías, parece ir constatando la respuesta del Señor a su súplica insistente; en reiteradas oportunidades («siete veces»), envía a su criado a verificarla. Finalmente, el criado reporta «una nubecilla como la palma de una mano» que sube del mar. Ella basta para Elías comprender que el Señor respondió a su petición.
El aviso enviado a Ajab puede parecer narrativamente superfluo, dado que ya lo había despedido (cf. v. 41), pero lo que pretende recalcar el autor es el control completo que Elías tiene ahora de la situación, que se manifiesta en el hecho de influir sobre el rey, pero para provecho del mismo.
Se dice que las primeras lluvias de otoño pueden ser extremadamente fuertes y hasta dificultar la movilidad, quizá también por eso Elías reitera sus advertencias al rey. Efectivamente, la lluvia se precipitó de manera instantánea, con ventisca y de forma torrencial.
Ajab va en carro tirado por caballos (uno o dos), Elías corre de a pie (otra vez se nota desventaja de su parte), pero Dios se revela como respaldo de su profeta, y lo capacita para correr delante de Ajab hasta llegar primero a Yezrael (יִזְרְעֶאלׇה: «Dios siembra», por la gran fertilidad del valle), que era la segunda ciudad capital del Reino del Norte, situada a 27 km del monte Carmelo. Elías aparece movido a impulsos del viento (רוּהַ: viento o Espíritu) de Dios, superando así la velocidad de la carroza de Ajab. El autor atribuye esto a la mano del Señor (cf. 2Rey 3,15), lo que sugiere una comunicación de fuerza vital, que era usual en relación con los profetas (cf. Eze 1,3; 3,22); y no es algo inverosímil, ya que los corredores árabes pueden cubrir distancias de hasta 160 km en un lapso de apenas dos días. Con esa carrera, el autor quiere mostrar la precedencia del profeta por delante del rey, o mejor, la prelación que tiene la profecía en relación con la institución real.
La hora del descrédito de los ídolos es, a la vez, la hora de la misericordia del Señor. Entre uno y otra está la oración insistente del profeta. No es oración de intercesión por el pueblo, porque Dios ya le demostró su favor, sino la «oración intensa del justo» (Stg 5,16) para que se realice el designio de Dios. En efecto, Dios no se limita a perdonar pecados, sino que abre un ilimitado horizonte de vida para que el ser humano se realice (sea feliz) y su convivencia social sea exitosa. El descrédito de los ídolos no significa autoafirmación prepotente del Señor, es liberación de hombres y pueblos para la vida y la convivencia en paz o felicidad.
A diferencia del triunfo de Elías, que significó la perdición de los adoradores de Baal, el triunfo del Mesías, resucitado de la muerte, no amenaza de muerte a nadie, sino que ofrece la posibilidad de la vida eterna a todos los que lo acepten por la fe. El descrédito de los ídolos solo afecta a los ídolos; a los que les rinden culto, en cambio, los libera del engaño y les ofrece la salvación para el presente y para el futuro, de manera definitiva. La proclamación del triunfo no equivale a una actitud triunfalista. Nada más ajeno al cristiano que la revancha o el desquite.
La buena noticia, al conducirnos al Dios verdadero, nos libera de la idolatría; y, al conducirnos a la eucaristía, nos permite la experiencia de salvación, vida nueva que nos configura con Jesús, el Hijo del Hombre, el hombre-Dios, para que vivamos y convivamos como hermanos.