Lectura del santo evangelio según san Marcos (1,40-45):
En aquel tiempo, se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas: «Si quieres, puedes limpiarme.»
Sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó, diciendo: «Quiero: queda limpio.» La lepra se le quitó inmediatamente, y quedó limpio.
Él lo despidió, encargándole severamente: «No se lo digas a nadie; pero, para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés.»
Pero, cuando se fue, empezó a divulgar el hecho con grandes ponderaciones, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en descampado; y aun así acudían a él de todas partes.
Palabra del Señor
Jueves de la I semana del Tiempo Ordinario. Año I.
Una de las grandes diferencias de la relación («alianza») del Señor con Israel es que se trata de un vínculo asumido libremente. No puede ser de otro modo, porque el Señor es liberador y salvador, y el que hace libre al pueblo no pretende dominarlo, ni tolera que dicho pueblo sea dominado, ni permite las relaciones de dominación entre los miembros de su pueblo. De la misma manera, no admite que el pueblo pretenda manipularlo. No se deja sobornar ni por el rico ni por el pobre. Y afirma esto enfáticamente cuando se trata de manipularlo a través del culto. De hecho, los profetas constituyen la más neta afirmación de la libertad del Señor en relación con su pueblo, así como, en nombre del Señor, defienden la libertad del pueblo.
El hecho recordado en este día muestra de manera impensable la afirmación de esa libertad. Samuel pasa a segundo plano, y en primer plano aparece el arca de la alianza. El relato es una crítica velada al hecho de poner la confianza más en el arca que en el Señor, con la suposición de que es posible condicionar al Señor a través del objeto que simboliza el pacto con él. Este relato tiene dos partes: la primera (vv. 1b-4) consiste en el intento de inclinar la balanza de la guerra a favor de los israelitas involucrando en ella el arca de la alianza; la segunda (vv. 5-11), describe el fracaso de ese intento y la captura del arca por parte de los filisteos.
1Sam 4,1-11.
El arca es el signo de la alianza y de la presencia de Dios en medio de su pueblo. Se encuentra en Siló. El relato se desarrolla en ambiente de guerra. Y la situación no es favorable a Israel. En aquellos tiempos se pensaba que, cuando peleaban los pueblos, eran sus dioses quienes combatían. El pueblo vencedor tenía el dios más fuerte. Sin embargo, solo excepcionalmente el arca acompañaba al ejército (cf. Jos 6,6; 2Sam 11,11)
La localización de cada pueblo define su talante:
• Los israelitas acampan en Ebenezer (אֶבֶן עֵזֶר, o sea, «Piedrayuda»: cf. 7,12).
• Los filisteos, en Afec (אֲפֵק, es decir, «El Cerco»; pretenden cercar a Israel).
Los israelitas expresan su confianza en el Señor; los filisteos, en su capacidad militar.
1. Del signo al fetiche.
La iniciativa de la confrontación partió de los israelitas y los filisteos les hicieron frente. Pero,
trabado el primer combate, las pérdidas de hombres fueron cuantiosas por parte de las filas israelitas; la superioridad militar de los filisteos desconcertó a sus contrincantes, convencidos como estaban de la superioridad del Señor sobre los dioses se los filisteos, y seguros de que esta les garantizaba la victoria militar. La derrota los condujo a la deliberación dominada por una gran perplejidad («¿por qué el Señor nos ha hecho sufrir hoy una derrota a manos de los filisteos?»). Y, sin atinar darse una respuesta al porqué de la derrota sufrida, los concejales de Israel –no había militares al mando– determinaron provocar la intervención del Señor de un modo más directo, llevando el arca de la alianza al campo de batalla. Aunque el arca cumplía un importante papel en las empresas guerreras de Israel, no era común llevarla a las mismas líneas de combate. Aquí es presentada como «el arca de la alianza del Señor de los ejércitos, que se sienta sobre querubines» (cf. 2Sam 6,2; 2Rey 19,15; Isa 37,16; Sal 80, 2; 99,1). Fueron envidados a buscarla los menos dignos: los dos hijos de Elí. Lo más notable es que nada de esto fue consultado con el Señor.
2. La pérdida del arca.
El narrador recurre al más fino sarcasmo generando una expectativa y, a la vez, reportando pánico y resignación en las filas filisteas, para resolver rápidamente el drama con la inesperada victoria de estos últimos. La bulliciosa ovación con la que los israelitas recibieron el arca es un potente grito de guerra (cf. Jos 6,5.20; Amo 1,14). Este clamor pasará a la liturgia del arca y del templo (cf. 2Sam 6,15; Sal 27,6; 33,3; 47,6; 89,16; 150,5). Los filisteos llaman «hebreos» a los israelitas (cf.13,19; 14,11; 29,3), en tanto que los israelitas manifiestan conciencia de ser distintos de los hebreos (cf. 14,21). Es probable que el término se refiriera a una población «flotante», y que tuviera, en la boca de los filisteos, un sentido sarcástico, como en la boca de los egipcios (cf. Gen 39,17; 41,12; Exo 1,16; 2,6).
El sarcasmo del autor llega a su punto culminante describiendo a los filisteos aterrorizados a causa de la noticia de que «los dioses» de los «hebreos» estaban en su campamento y que su fama guerrera se había demostrado en Egipto; los presenta resignados no solo a perder esta batalla, sino también la vida… y de un plumazo da noticia de la derrota y de la retirada de los israelitas ante el empuje de los aguerridos filisteos.
Pero una lectura más atenta sugiere que las cosas son de otro modo. Quienes traen el arca son Jofní y Fineés, los hijos de Elí, de cuya corrupción se ha hablado ya. El Señor no se deja manipular ni siquiera con el cuento de que su honor como tal está en juego. No tiene más interés en lo que puedan decir de él en relación con los ídolos que en el hecho de ser el Dios que su pueblo necesita. No le preocupa su fama. La derrota afecta a los israelitas; suyo es el descrédito, como se verá en los relatos que siguen respecto del arca en cautiverio. Los hijos de Elí murieron en ese fallido intento de manipulación. Y la pérdida que sufrió el pueblo fue siete veces superior a la primera (cf. 4,2.10): un humillante fracaso.
Cuando los labios de los corruptos invocan a Dios, aparentemente desacreditan al Dios de quien se declaran adoradores; y sí, lo logran, pero Dios sobrevive al descrédito y ellos no. Es una lección del Antiguo Testamento que conserva vigencia. La forma como está presentada la lección (en términos de abuso y castigo) es propia de esa época y del limitado conocimiento que entonces se tenía de Dios. Jesús hace otra presentación (abuso y consecuencia), porque él reconoce la libertad del hombre y declara el respeto de Dios por esa libertad.
El hecho de que haya falsos profetas que no respeten el nombre de Dios y lo pronuncien en falso no debe preocuparnos más que el hecho de aceptar que cualquiera hable en su nombre y dé cualquier clase de mensaje, aun sabiendo que él es el Dios del éxodo (o sea, liberador) y de la vida (o sea, salvador). Los corruptos hacen carrera porque hallan quienes los reconozcan y se conviertan en sus cómplices, aceptando su manipulación de la palabra y de la presencia de Dios. Se han dado conatos de esos por parte de quienes, en vez de comulgar, guardan la hostia y la cargan como amuleto. Sería como llevar la custodia con el Santísimo a un estadio, con el propósito de ganar un partido, o –peor aún– a un campo de batalla, para ganar una guerra. Nosotros tenemos claro que la comunión eucarística no obliga a Dios a actuar como nosotros, sino que nosotros aprendemos a ser como él. Por eso, sin rayar en escrúpulos enfermizos, somos muy respetuosos y cuidadosos en el tratamiento dado al sacramento.
Feliz jueves eucarístico y vocacional.