PRIMERA LECTURA
Maldito el que confía en el hombre. Bendito el que confía en el Señor.
Lectura del libro de Jeremías 17, 5-10
Así habla el Señor:
¡Maldito el hombre que confía en el hombre y busca su apoyo en la carne, mientras su corazón se aparta del Señor! Él es como un matorral en la estepa que no ve llegar la felicidad; habita en la aridez del desierto, en una tierra salobre e inhóspita. ¡Bendito el hombre que confía en el Señor y en Él tiene puesta su confianza! Él es como un árbol plantado al borde de las aguas, que extiende sus raíces hacia la corriente; no teme cuando llega el calor y su follaje se mantiene frondoso; no se inquieta en un año de sequía y nunca deja de dar fruto.
Nada más tortuoso que el corazón humano y no tiene arreglo: ¿quién puede penetrarlo? Yo, el Señor, sondeo el corazón y examino las entrañas, para dar a cada uno según su conducta, según el fruto de sus acciones.
SALMO RESPONSORIAL 1, 1-4. 6
R/. ¡Feliz el que pone su confianza en el Señor!
¡Feliz el hombre que no sigue el consejo de los malvados, ni se detiene en el camino de los pecadores, ni se sienta en la reunión de los impíos, sino que se complace en la ley del Señor y la medita de día y de noche!
Él es como un árbol plantado al borde de las aguas, que produce fruto a su debido tiempo, y cuyas hojas nunca se marchitan: todo lo que haga le saldrá bien.
No sucede así con los malvados: ellos son como paja que se lleva el viento. Porque el Señor cuida el camino de los justos, pero el camino de los malvados termina mal.
VERSÍCULO ANTES DEL EVANGELIO Cf. Lc 8, 15
Felices los que retienen la Palabra de Dios con un corazón bien dispuesto y dan fruto gracias a su constancia.
EVANGELIO
Has recibido tus bienes en vida y Lázaro recibió males; ahora él encuentra aquí su consuelo, y tú, el tormento.
+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 16, 19-31
Jesús dijo a los fariseos:
Había un hombre rico que se vestía de púrpura y lino finísimo y cada día hacía espléndidos banquetes. A su puerta, cubierto de llagas, yacía un pobre llamado Lázaro, que ansiaba saciarse con lo que caía de la mesa del rico; y hasta los perros iban a lamer sus llagas.
El pobre murió y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. El rico también murió y fue sepultado.
En la morada de los muertos, en medio de los tormentos, levantó los ojos y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro junto a él.
Entonces exclamó: “Padre Abraham, ten piedad de mí y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en el agua y refresque mi lengua, porque estas llamas me atormentan”.
“Hijo mío, respondió Abraham, recuerda que has recibido tus bienes en vida y Lázaro, en cambio, recibió males; ahora él encuentra aquí su consuelo, y tú, el tormento. Además, entre ustedes y nosotros se abre un gran abismo. De manera que los que quieren pasar de aquí hasta allí no pueden hacerlo, y tampoco se puede pasar de allí hasta aquí”.
El rico contestó: “Te ruego entonces, padre, que envíes a Lázaro a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos: que él los prevenga, no sea que ellos también caigan en este lugar de tormento”.
Abraham respondió: “Tienen a Moisés y a los Profetas; que los escuchen”.
“No, padre Abraham, insistió el rico. Pero si alguno de los muertos va a verlos, se arrepentirán”.
Pero Abraham respondió: “Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, aunque resucite alguno de entre los muertos, tampoco se convencerán”.
La reflexión del padre Adalberto Sierra
Antiguamente –y todavía, sacando de su contexto textos bíblicos del Antiguo Testamento, y con intención de escuchar más a Moisés (la Ley) y a Elías (los profetas) que al Hijo–, se concluyó de manera apresurada que «el hombre de bien es el hombre de bienes». Se pensó (y se predicó) que la riqueza es bendita por sí misma, y signo de la bendición de Dios a sus elegidos; se prometió que la prosperidad económica individual garantizaría la vida futura y plenamente feliz. Pero no es eso lo que enseñó Jesús. La riqueza no es señal de que el acaudalado está con Dios y Dios con el acaudalado. La buena noticia nos invita a convertir nuestro corazón y a cambiar esa idea.
La tentación de la riqueza, para ser más efectiva, se reviste –¡cómo no!– de ropaje religioso, y se presenta con lenguaje religioso. Así se habla de la «teología de la prosperidad», que es una burda sacralización de la codicia de riqueza, disfraz con el que se seduce a cristianos incautos.
1. Primera lectura (Jer 17,5-10).
A raíz de la corrupción generalizada en el país, el profeta declara de parte del Señor una maldición y una bendición; ambas se derivan de la opción de fondo que cada uno haga.
a) La maldición.
La maldición consiste en:
• «Maldito el hombre (גֶבֶר: hombre fuerte) que confía en el hombre (אָדָם: ser humano)». Declara la frustración de quien se fía de lo que él mismo es: caducidad. Se refiere a la confianza puesta en lo que ofrecen otros seres humanos (saber, riqueza, poder, fama), todos valores inestables e inciertos, y a menudo engañosos.
• «… y busca su apoyo en la carne (בָשָׂר)». Es insensato apoyarse en lo que es física y moralmente débil, porque el hombre cifra su estabilidad en su propia precariedad. Se refiere el profeta a ese apoyo en lo humano contrapuesto al apoyo en el Señor (cf. Sal 118,8-9; 146,3-7ab), que es el único sólido, estable y seguro.
• «… apartando su corazón del Señor (יהוה)». Aquí está la consecuencia final de dicha elección: separarse «de corazón» del Dios liberador, lo cual entraña volver a la esclavitud. Por otro lado, esta separación de Dios implica la negación del derecho del prójimo, lo que afecta la convivencia humana (social, política o religiosa).
Esa maldición se concreta en:
• Una vida solitaria e infructuosa («será como un cardo estepario»).
• Una existencia sin bendición fecundante («no llegará a ver la lluvia»).
• Una convivencia estéril («desierto abrasado, tierra salobre e inhóspita»).
b) La bendición.
La bendición consiste en:
• «¡Bendito el hombre (גֶבֶר: hombre fuerte) que confía en el Señor (יהוה) y en el Señor busca su apoyo!». La absoluta confianza en el Señor liberador y salvador, y el hecho de fundamentar su vida en él, hacen al hombre firme, fuerte en sí mismo, porque el apoyo del Señor es interior.
• «Será como árbol plantado al borde de la acequia…». La vida del hombre que decide confiar en el Señor permanece asegurada en las circunstancias más adversas, no tiene miedos que anulen su confianza o le induzcan sobresaltos respecto de su futuro.
• «No deja de producir frutos»: La bendición no solo consiste en una vida asegurada, sino que le garantiza su futuro. Decir que es una vida fructífera significa que tendrá prole y que su nombre no solo perdurará biológicamente, sino que su recuerdo será honroso.
Esa bendición se concreta en:
• La fuerza del que confía en el Señor es la misma de Dios.
• La vida del que confía en el Señor está garantizada por Dios.
• El que confía en el Señor permanecerá en una vida fructuosa.
Dos hombres fuertes se fían de dos realidades opuestas: una defrauda y la otra satisface todas las aspiraciones. El corazón humano (לַב = mente + sentimiento) es engañoso; solo Dios puede entenderlo y hacer verdadera justicia. También nuestro propio corazón puede ser retorcido.
2. Evangelio (Lc 16,19-31).
Esta parábola se la dirige Jesús a los fariseos, «amigos del dinero» (16,14), que se burlaban de él y de su enseñanza. Él se expresa en los términos en que ellos pensaban, con el propósito de hacerlos recapacitar para que se enmendaran y se convirtieran al verdadero Dios. La parábola no refleja el pensamiento de Jesús, sino el de los fariseos, y el juicio de Dios sobre ese pensamiento.
El evangelio les pone nombre a los que el profeta Jeremías señala genéricamente:
• «El que confía en lo humano y pone su apoyo en la carne» es un ser sin nombre (indicio de su despersonalización), que se define por las cosas que lo tienen a él («rico»). Su relación primaria se da con las cosas, no con las personas, y eso lo despersonaliza. Es un «cardo estepario» en el desierto (está solo, no hay personas con él). Su existencia vacía es como una maldición que se prolonga después de su muerte. En su mundo no hay cabida para los demás.
• «El que confía en el Señor y busca en él su apoyo» tiene nombre: Lázaro (אֶלְעָזָר: «Dios ayuda»). Excluido en la «tierra salobre e inhóspita» del «rico», es acogido por Abraham (el modelo de los hombres de fe) y su causa es tutelada por Moisés y por los profetas (voceros del Dios liberador y salvador). Su existencia confiada es bendecida con una vida que supera la misma muerte. En la realidad del «rico» no hay espacio para él, aunque el «rico» no pueda desconocer su existencia.
• Los perros, tenidos como animales impuros y malos (cf. Sal 22,17.21; Prv 26,11), a los que eran comparados los paganos, muestran más compasión que el «rico» indolente. Es como si afirmara que entre los paganos se encuentra mayor compasión que entre esos tales «ricos» que no valoran al ser humano, sino sus posesiones materiales.
• Jesús no invita a sus discípulos a escuchar a Moisés y a Elías, porque el Padre ha dicho ya que su Hijo amado es su único portavoz (cf. 9,35); pero, dado que los fariseos no quieren escucharlo a él, entonces que escuchen a Moisés (el liberador) y a los profetas (defensores de los excluidos). Es decir, que se enmienden, para que puedan convertirse a Dios.
Jesús muestra que la ilusión de la riqueza engaña y frustra (cf. 8,14; 9,25), y que la muerte física es una barrera definitiva, ya que las decisiones importantes se toman durante esta vida terrena, en la convivencia social con los demás.
La insensata e ingenua confianza en las riquezas frustra a la persona y divide la sociedad humana, no produce el bienestar y la felicidad que promete, pero sí aísla a las personas hasta el punto de que se desentienden de sus semejantes. La codicia de riqueza es una forma de idolatría (cf. Efe 5,5); cambia al Dios vivo, liberador y salvador por un ídolo inerte y alienante. No hay manera de estar al servicio de Dios y al servicio del dinero (cf. Lc 16,13), son servicios excluyentes. No solo porque el servicio a Dios libera y el servicio al dinero esclaviza, sino también porque el servicio a Dios personaliza, en tanto que el servicio al dinero despersonaliza, y además el servicio a Dios crea solidaridad, en tanto que el servicio al dinero confina en el egoísmo. En el plano social, el servicio al dinero es el origen de las estructuras injustas. La economía, la política, la convivencia social, e incluso las religiones, se pervierten por esta codicia de riqueza. Eso constituye lo que el papa Pío XI llamó el «imperialismo internacional del dinero» (Quadragesimo anno, 109).
Comulgar con Jesús implica compartir con él el mismo pan y el mismo Padre, la misma copa y el mismo Espíritu Santo. Y esta comunión –que nos lleva a darnos a los otros– no nos permite explotar a los demás ni desentendernos de ellos.