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ORACIÓN POR EL SÍNODO DE LA SINODALIDAD

Estamos ante ti, Espíritu Santo, reunidos en tu nombre.
Tú que eres nuestro verdadero consejero: ven a nosotros, apóyanos, entra en nuestros corazones. Enséñanos el camino, muéstranos cómo alcanzar la meta. Impide que perdamos el rumbo como personas débiles y pecadoras.
No permitas que la ignorancia nos lleve por falsos caminos.
Concédenos el don del discernimiento, para que no dejemos que nuestras acciones se guíen por perjuicios y falsas consideraciones.
Condúcenos a la unidad en ti, para que no nos desviemos del camino de la verdad y la justicia, sino que en nuestro peregrinaje terrenal nos esforcemos por alcanzar la vida eterna. Esto te lo pedimos a ti, que obras en todo tiempo y lugar, en comunión con el Padre y el Hijo por los siglos de los siglos. Amén.

 

Exhortación Apostólica Laudate Deum | Síntesis y reflexión del Cardenal Luis José Rueda Aparicio

 

San José Patrono de la Iglesia universal

 
 
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Jueves de la IV Semana de Cuaresma

PRIMERA LECTURA

Arrepiéntete del mal que quieres infligir a tu pueblo.

Lectura del libro del Éxodo 32, 7-14

El Señor dijo a Moisés: “Baja enseguida, porque tu pueblo, ése que hiciste salir de Egipto, se ha pervertido. Ellos se han apartado rápidamente del camino que Yo les había señalado, y se han

fabricado un ternero de metal fundido. Después se postraron delante de él, le ofrecieron sacrificios y exclamaron: ‘Éste es tu Dios, Israel, el que te hizo salir de Egipto’”

Luego le siguió diciendo: “Ya veo que éste es un pueblo obstinado. Por eso, déjame obrar: mi ira arderá contra ellos y los exterminaré. De ti, en cambio, suscitaré una gran nación”. Pero Moisés trató de aplacar al Señor con estas palabras: “¿Por qué, Señor, arderá tu ira contra tu pueblo, ese pueblo que Tú mismo hiciste salir de Egipto con gran firmeza y mano poderosa? ¿Por qué tendrán que decir los egipcios: “Él los sacó con la perversa intención de hacerlos morir en las montañas y

exterminarlos de la superficie de la tierra”? Deja de lado tu indignación y arrepiéntete del mal que quieres infligir a tu pueblo. Acuérdate de Abraham, de Isaac y de Jacob, tus servidores, a quienes juraste por ti mismo diciendo: ‘Yo multiplicaré su descendencia como las estrellas del cielo, y les daré toda esta tierra de la que hablé, para que la tengan siempre como herencia’”. Y el Señor se arrepintió del mal con que había amenazado a su pueblo.

SALMO RESPONSORIAL  105, 19-23

R/. ¡Acuérdate de tus promesas, Señor!

En Horeb se fabricaron un ternero, adoraron una estatua de metal fundido: así cambiaron su Gloria por la imagen de un toro que come pasto.

Olvidaron a Dios, que los había salvado y había hecho prodigios en Egipto, maravillas en la tierra de Cam y portentos junto al Mar Rojo.

El Señor amenazó con destruirlos, pero Moisés, su elegido, se mantuvo firme en la brecha para aplacar su enojo destructor.

EVANGELIO

VERSÍCULO ANTES DEL EVANGELIO Jn 3, 16

Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único; para que todo el que crea en Él tenga Vida eterna.

EVANGELIO

El que los acusará será Moisés, en el que ustedes han puesto su esperanza.

+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan     5, 31-47

Jesús dijo a los judíos:

Si Yo diera testimonio de mí mismo, mi testimonio no valdría.

Pero hay otro que da testimonio de mí, y Yo sé que ese testimonio es verdadero.

Ustedes mismos mandaron preguntar a Juan, y él ha dado testimonio de la verdad.

No es que Yo dependa del testimonio de un hombre; si digo esto es para la salvación de ustedes. Juan era la lámpara que arde y resplandece, y ustedes han querido gozar un instante de su luz. Pero el testimonio que Yo tengo es mayor que el de Juan: son las obras que el Padre me encargó llevar a cabo. Estas obras que Yo realizo atestiguan que mi Padre me ha enviado. Y el Padre que me envió ha dado testimonio de mí. Ustedes nunca han escuchado su voz ni han visto su rostro, y su palabra no permanece en ustedes, porque no creen al que Él envió.

Ustedes examinan las Escrituras, porque en ellas piensan encontrar Vida eterna: ellas dan testimonio de mí, y sin embargo, ustedes no quieren venir a mí para tener Vida.

Mi gloria no viene de los hombres. Además, Yo los conozco: el amor de Dios no está en ustedes.

He venido en nombre de mi Padre y ustedes no me reciben, pero si otro viene en su propio nombre, a ése sí lo van a recibir. ¿Cómo es posible que crean, ustedes que se glorifican unos a otros y no se preocupan por la gloria que viene del único Dios?

No piensen que soy Yo el que los acusaré ante el Padre; el que los acusará será Moisés, en el que ustedes han puesto su esperanza.

Si creyeran en Moisés, también creerían en mí, porque él ha escrito acerca de mí. Pero si no creen lo que él ha escrito, ¿cómo creerán lo que Yo les digo?

La reflexión del padre Adalberto Sierra

Si se tratase de establecer en dónde radicaba la resistencia de los dirigentes a la acción liberadora de Dios concretada en el éxodo, la respuesta estará en la idolatría, o sea, en preferir representarse al Señor con la figura de un poder opresor, negando así la experiencia del Dios liberador que los sacó de Egipto, de la esclavitud.
De manera semejante, la resistencia de la dirigencia judía a la acción liberadora del Padre a través de Jesús se basa en otra forma de idolatría, y esta es más perversa: es la idolatría de justificar esa resistencia en nombre de Moisés y de la Ley que el Señor les había dado para garantizarles una convivencia digna de personas libres.

1. Primera lectura (Exo 32,7-14).
Dios tuvo que lidiar siempre con la inclinación del pueblo a la idolatría, es decir, a ser esclavos de la riqueza y del poder (cf. 32,1-6). El culto al ídolo es opción por la opresión, y abandono del Señor que lo sacó de Egipto. Dando culto a un ídolo fabricado por sus propias manos, Israel renuncia a ser pueblo del Señor, aunque la confesión de fe siga siendo –palabra por palabra– totalmente ortodoxa («Este es tu Dios, Israel, el que te sacó de Egipto»: 32,4.8).
Por eso el Señor le dice a Moisés: «se ha pervertido tu pueblo, el que tú sacaste de Egipto», como lo decían ellos mismos (cf. 32,1: «Ese Moisés que nos sacó de Egipto»). El pueblo no tiene memoria de quién lo sacó de la esclavitud a la libertad, y por eso desconoce el beneficio recibido y a su benefactor. Asigna tan poco valor a la liberación alcanzada, que se la atribuye a cualquiera.
El autor del relato quiere hacer ver la gravedad de ese hecho atribuyendo a Dios la intención de cambiar de pueblo y poniendo su decisión en manos de Moisés. Con este modo de hablar quiere dar a entender que Moisés enfrentó la difícil deliberación de abandonar el pueblo y ser él mismo padre de un pueblo que fuera fiel al Señor. La locución «sacaré de ti un gran pueblo» alude a la promesa hecha a Abraham (cf. Gén 12,2), lo que indica que Moisés sería el nuevo patriarca. Ello implicaba volver a comenzar, haciendo de lado las promesas hechas a Abraham, a Isaac y a Jacob. La «ira» del Señor, de la que aquí se habla (cf. 32,10) –cuya ejecución depende de que Moisés lo permita («…déjame»)– consiste en la reprobación de la idolatría y, como consecuencia de esa reprobación, en el rechazo del pueblo y en la creación de uno nuevo.
Pero Moisés asume su papel de intercesor en favor del pueblo alegando la promesa de Dios y su fidelidad a la misma como argumento para que perdone al pueblo infiel. Es decir, Moisés captó lo que estaba en juego y asumió su papel como Siervo del Señor. Aplacar la ira del Señor significa minimizar las consecuencias de la idolatría: primero, por parte de sí mismo, reconociendo delante del Señor, en la oración, lo absurdo que sería el proyecto de rechazar ese pueblo; luego, llevando el pueblo a volver al Señor. Al rehusarse a abandonar el pueblo pecador, Moisés actúa como un verdadero profeta. Las palabras de su oración muestran la toma de conciencia que él realiza en relación con la promesa juramentada del Señor a «Abraham, Isaac e Israel», y de cómo esa toma de conciencia lo condujo a ponerse de nuevo al servicio de la promesa del Señor.
El Señor perdona por fidelidad a sí mismo y por lealtad a las promesas hechas en otro tiempo a «Abraham, Isaac e Israel». Esa fidelidad suya es su título de gloria.

2. Evangelio (Jn 5,31-47).
El juicio continúa: Jesús vs. la Ley. La cuestión que se plantea es cuál de los dos puede alegar de la manera más convincente que goza de autoridad divina. Surge así la pregunta por los testigos y testimonios de parte y parte. Jesús tiene que presentar sus testigos y sus testimonios; también los dirigentes tendrán que hacer lo propio. La fuerza del alegato dependerá de la fiabilidad de los testigos y de la credibilidad de los testimonios.
1. Testigos o testimonios a favor de Jesús.
• Juan Bautista. Ellos lo sometieron a interrogatorio, y él dejó su testimonio. Aunque él testificó a su favor, Jesús no se apoya en él –de hecho, no se apoya en testimonio humano–; y si lo trae a colación es por causa de sus oyentes, aunque reconoce que Juan fue testigo de la luz (cf. 1,6-8).
• Las obras que el Padre le encargó realizar. Por ser «del Padre», son obras a favor de la libertad y la vida humanas. Reconocer a Dios como «Padre» significa admitir que este es un testimonio valedero. En definitiva, este es el único testimonio que Jesús aduce: su identidad con el Padre.
• Las Escrituras. Los oyentes no acogen este testimonio, porque, si lo acogieran, le harían caso dándole su adhesión personal a Jesús, pues ellas también testifican a su favor. Pero han reducido la Escritura a un texto de estudio, confundiendo su saber académico con la vida definitiva.
2. Testigos o testimonios a favor de la Ley.
Los dirigentes y sus acciones se presentan como ese cuerpo compacto que pretende representar a Dios a pesar de que no actúan a favor del pueblo de Dios. A los dirigentes él les denuncia:
• «Nunca» le han hecho caso a Dios, ni han guardado su alianza (cf. Éxo 24,17), ni «entre» ellos (en su convivencia) han guardado el mensaje de la justicia. Por eso rechazan a Jesús, porque no quieren admitir que es legítimo que él, en nombre de Dios, les dé libertad y vida a los hombres. Han confinado el mensaje liberador en un olvido conveniente para sus intereses.
• Que no tienen el amor de Dios, buscan gloria humana (poder, riqueza y rango), y son opresores del ser humano; solo se entenderían con otro como ellos. No les resulta posible la fe porque no buscan la gloria de Dios (realizar su designio liberador), y en la búsqueda de su propia gloria son autosuficientes, arbitrarios, explotadores, despectivos e inescrupulosos.
• El que los acusa ante Dios no es Jesús, sino el mismo Moisés, en quien ellos alegan apoyarse, porque si estuvieran comprometidos con la obra realizada por Moisés ya se habrían dado cuenta de que Jesús vino a dar pleno cumplimiento a lo que les anunció Moisés. No relacionan lo que leen en la Escritura con lo que Jesús realiza a favor del pueblo.

Es evidente que el juicio hecho contra Jesús es resistencia a su actividad liberadora. La dirigencia esgrime contra él la Ley, a la cual despojan de su originaria intención liberadora para volverla un instrumento de opresión. Jesús, a pesar de que tiene a favor suyo el testimonio de la Ley y los profetas, no se apoya en ese testimonio, sino que aduce como testigos suyos las obras liberadoras que él realiza por encargo del Padre, el Dios del éxodo. Él no cita palabras, sino obras.
El argumento decisivo que podemos ofrecer los cristianos a favor de Jesús consiste en nuestra libertad interior (libres de las codicias de riqueza, poder y rango) y en nuestro compromiso por la libertad de los seres humanos. Eso sí convence. El Espíritu de Jesús nos hace interiormente libres de temores, halagos y apegos y, por el amor que él nos infunde, nos impulsa a hacer las mismas obras liberadoras del Señor a favor de la humanidad sometida, explotada y humillada.
Busquemos en el pan de la eucaristía –y es seguro que encontraremos– esa fuerza doblemente liberadora de la comunión con Jesús: él nos hace interiormente libres e, impulsados por la fuerza de su Espíritu Santo, también nos convierte en fraternalmente liberadores.

Detalles

Fecha:
31 marzo, 2022
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