PRIMERA LECTURA
Serás el padre de una multitud de naciones.
Lectura del libro del Génesis 17, 1-9
Cuando Abrám tenía noventa y nueve años, el Señor se le apareció y le dijo:
“Yo soy el Dios Todopoderoso. Camina en mi presencia y sé irreprochable.
Yo haré mi alianza contigo, y te daré una descendencia muy numerosa”.
Abrám cayó con el rostro en tierra, mientras Dios le seguía diciendo:
“Ésta será mi alianza contigo: tú serás el padre de una multitud de naciones. Y ya no te llamarás más Abrám: en adelante tu nombre será Abraham, para indicar que Yo te he constituido padre de una multitud de naciones. Te haré extraordinariamente fecundo: de ti suscitaré naciones, y de ti nacerán reyes.
Estableceré mi alianza contigo y con tu descendencia a través de las generaciones. Mi alianza será una alianza eterna, y así Yo seré tu Dios y el de tus descendientes. Yo te daré en posesión perpetua, a ti y a tus descendientes, toda la tierra de Canaán, esa tierra donde ahora resides como extranjero, y Yo seré su Dios”.
Después, Dios dijo a Abraham: “Tú, por tu parte, serás fiel a mi alianza; tú, y también tus descendientes, a lo largo de las generaciones”.
SALMO RESPONSORIAL 104, 4-9
R/. El Señor se acuerda de su Alianza.
¡Recurran al Señor y a su poder, busquen constantemente su rostro; recuerden las maravillas que Él obró, sus portentos y los juicios de su boca!
Descendientes de Abraham, su servidor, hijos de Jacob, su elegido: el Señor es nuestro Dios, en toda la tierra rigen sus decretos.
Él se acuerda eternamente de su Alianza, de la palabra que dio por mil generaciones, del pacto que selló con Abraham, del juramento que hizo a Isaac.
VERSÍCULO ANTES DEL EVANGELIO Cf. Sal 94, 8a. 7d
No endurezcan su corazón, sino escuchen la voz del Señor.
EVANGELIO
Abraham, el padre de ustedes, se alegró pensando ver mi día.
+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 8, 51-59
Jesús dijo a los judíos:
“Les aseguro que el que es fiel a mi palabra no morirá jamás”.
Los judíos le dijeron: “Ahora sí estamos seguros de que estás endemoniado. Abraham murió, los profetas también, y Tú dices: ‘El que es fiel a mi palabra no morirá jamás’.
¿Acaso eres más grande que nuestro padre Abraham, el cual murió? Los profetas también murieron. ¿Quién pretendes ser Tú?”
Jesús respondió:
“Si Yo me glorificara a mí mismo, mi gloria no valdría nada. Es mi Padre el que me glorifica, el mismo al que ustedes llaman “nuestro Dios”, y al que, sin embargo, no conocen. Yo lo conozco y si dijera: “No lo conozco”, sería, como ustedes, un mentiroso.
Pero Yo lo conozco y soy fiel a su palabra. Abraham, el padre de ustedes, se estremeció de gozo, esperando ver mi Día: lo vio y se llenó de alegría”.
Los judíos le dijeron: “Todavía no tienes cincuenta años ¿y has visto a Abraham?”
Jesús respondió:
“Les aseguro que desde antes que naciera Abraham, Yo Soy”.
Entonces tomaron piedras para apedrearlo, pero Jesús se escondió y salió del Templo.
La reflexión del padre Adalberto Sierra
Dios impulsa la historia humana sin violentar la libertad. Él infunde un dinamismo positivo a los procesos históricos a través de su promesa, que está inscrita en el corazón de cada ser humano y que Jesús estimula con su actividad, con su mensaje y, sobre todo, con el don del Espíritu, de modo que la esperanza impulse siempre a la humanidad en busca de una vida plenamente feliz. Así revela Dios su designio de salvación, incluso a quienes no lo reconocen como Dios.
La esperanza de la humanidad es reacción a la promesa inscrita por Dios en el corazón humano. De este modo se asegura Dios que, en cualquier circunstancia, su promesa permanezca, incluso si el ser humano se olvidara de él. Es tan grande su amor y tan decidida su voluntad salvadora que no permite que su designio de amor esté sujeto a las variaciones de la veleidad humana. La promesa de una vida plena (digna, libre y feliz) seguirá alentando siempre a todo ser humano.
1. Primera lectura (Gén 17,3-9).
La comprensión de la promesa de Dios es dinámica. El cambio del nombre del patriarca expresa la realidad nueva que acontece en él por el encuentro con Dios. En realidad, entre Abrán (אַבְרָם) y Abraham (אַבְרָהָם) no hay más diferencia que la que tiene el mismo nombre en dos dialectos de la misma lengua. Pero el segundo de ellos hace asonancia con «padre de multitud (de naciones)» (17,4: אַב הַמוֹן גּוֹיִם). El nombre «Abrán» en sí –quizás inicialmente referido al dios protector del clan– significa «el padre es elevado» o «el padre ama». El término «multitud» (הָמוֹן) designa un grupo numeroso de cosas (cf. 1Cro 29,16; 2Cro 31,10) o de personas (cf. 2Cro 11,23). En el caso de las personas los miembros del grupo pueden ser israelitas (cf. 2Sam 6,19) o extranjeros: sirios (cf. 1Rey 20,13.28), cusitas (cf. 2Cro 14,10), edomitas (cf. 2Cro 20,2.12), asirios (cf. 2Cro 32,7; Isa 17,12) o moabitas (cf. Isa 16,14). De todos modos, ahora la promesa es compendiada en tres bendiciones, cuyo significado va mucho más allá de lo que a simple vista aparece:
• La descendencia: es la seguridad de la continuidad de la vida. La perpetuidad del «nombre» del patriarca es certidumbre de la bendición y del favor del Señor. Él le había prometido un nombre «famoso» que sirviera de bendición para todas las familias del mundo (cf. 12,2.3).
• La tierra: es el espacio para afirmar y ejercer la propia libertad. El hombre desarrolla su señorío y ejercita su libertad llenando la tierra, cuidándola y cultivándola, y esto se concreta en «la tierra» que el Señor le prometió a cambio de la tierra nativa del patriarca (cf. 12,1).
• La alianza: es la garantía de la permanente protección divina. La honrada relación con el Señor le asegura al ser humano la fecundidad y la libertad. La bendición y protección que le prometió el Señor (cf. 12,3) se garantiza en permanencia («un pacto perpetuo»).
Las tres aseguran la vida feliz y las bases de su sostenibilidad. El uso aquí del término «naciones» (גּוֹיִם) le asigna a la paternidad del patriarca un horizonte universal: incluye todos los pueblos, sin excepción. La promesa de la vida plena hecha a Abraham es –como luego lo afirmará Pablo– para todos los seres humanos. Por eso, el Señor derramará su Espíritu «sobre toda carne» (Joel 3,1), «y se revelará la gloria del Señor y la verá toda carne» (Isa 40,5).
La universalidad de la promesa de vida, libertad e intimidad con el Señor pertenece a la esencia de dicha promesa. Desde el primer momento, la vocación del patriarca implica la «bendición» de «todas las familias del mundo» (cf. 12,3). Esa universalidad es inseparable de la promesa divina.
2. Evangelio (Jn 8,51-59).
Cumplir el mensaje de Jesús (practicar su amor, que infunde vida) hace crecer y, porque implica experiencia del Espíritu, excluye del todo la muerte. Esta no existe para el seguidor de Jesús (cf. Jn 8,12), la muerte física no suprime la vida (cf. 11,4). Sus adversarios no aceptan su exhortación a la vida, sino que se reafirman en su postura; dicen que Jesús está loco, que los hombres más cercanos a Dios están muertos, que esa pretensión suya es irracional, que la muerte sí es el final. Le preguntan por su identidad, pero él no les muestra títulos para justificar su afirmación, sino que se remite al amor del Padre que se revela (manifiesta su «gloria») a través de él.
Ellos lo declaran su Dios, pero no lo conocen –conocerlo es practicar el derecho y la justicia: cf. Jer 22,15-17; Ose 4,1-2–; y no lo conocen porque ni respetan el derecho ajeno ni caminan con rectitud en presencia de Dios. Jesús les explica que él sí conoce a Dios –lo prueban sus obras–, y que si él pensara de Dios lo que piensan ellos él sería tan embustero como ellos. Él conoce al Padre, y eso queda patente en que él da cumplimiento su promesa liberadora y salvadora.
Ellos se dicen hijos de Abraham, pero no se alegran como él con el cumplimiento de la promesa. Jesús afirma que Abraham «vio» su día (revelado por Dios), y ellos lo mal interpretan como si él hubiera afirmado que vio a Abraham; pero Jesús va más lejos y afirma que él estaba al principio y que mediante él existió todo (cf. Jn 1,1-3). La promesa que Dios le hizo a Abraham en términos de tierra (libertad), descendencia (vida) y alianza (protección), se cumple plenamente en él.
Sin argumentos para contradecirlo, recurren a la violencia: quieren matar al que les ofrece vida. El templo –en donde se da culto al dinero– no es un lugar seguro para el Hijo de Dios. Por eso, Jesús sale de allí. Si bien la salvación es para todos, no todos la reciben, porque algunos tienen compromisos adquiridos con la muerte.
El sistema opresor («el mundo») adora el dinero y le ofrece sacrificios humanos. Se encarna en un círculo de poder y se legitima mediante una ideología que el evangelista denomina «la tiniebla», o sea, recurso a la mentira y a la violencia para retener el poder. La injusticia resultante de dicho recurso es lo que el evangelista denomina «el pecado del mundo». Pero este «orden» perverso no es original, porque no pertenece a la creación; es posterior a la «luz», y aunque trata de extinguir la luz, nunca lo logrará, porque la promesa de Dios, que sí pertenece a la creación, se lo impedirá. Por mucho que opriman a los individuos o a los pueblos, estos jamás renunciarán a su esperanza de libertad y vida, y, mucho menos, a la relación con Dios.
Dios, en cambio, ama al hombre y lo llama a ser hijo suyo como Jesús, quien es «encarnación» suya. Se manifiesta como servidor y declara ser «luz» (vida) para toda la humanidad mediante el don del Espíritu, amor que da vida. El fruto de la fe, la aceptación de Jesús, es el hombre nacido de nuevo, que forma con otros semejantes el reino de Dios (la nueva convivencia humana) en donde cada ser humano colma sus ansias de plenitud.
La eucaristía es estímulo y anticipo de esa realidad, es prenda de vida plena. La sangre «derramada por muchos» (πολλῶν: Mt 26,28; Mc 14,24) hace alusión a la rehabilitación de los «muchos» (Isa 53,11-12), cuyos pecados cargó el Siervo del Señor («la muchedumbre»). Dicha sangre es efusión del Espíritu de Jesús (cf. Jn 19,34), que se derrama «sobre toda carne» (Joel 3,1; Hch 2,17). Sea que se traduzca literalmente («muchos»), o según el sentido («todos»), no se puede restringir el alcance universal de la sangre del Señor como cumplimiento de la «promesa de mi Padre» (cf. Lc 24,49), que es para toda la humanidad.