Lectura del santo evangelio según san Marcos (8,22-26):
EN aquel tiempo, Jesús y sus discípulos llegaron a Betsaida.
Y le trajeron a un ciego pidiéndole que lo tocase.
Él lo sacó de la aldea, llevándolo de la mano, le untó saliva en los ojos, le impuso las manos y le preguntó:
«Ves algo?».
Levantando los ojos dijo:
«Veo hombres, me parecen árboles, pero andan».
Le puso otra vez las manos en los ojos; el hombre miró: estaba curado y veía todo con claridad.
Jesús lo mandó a casa diciéndole que no entrase en la aldea.
Palabra del Señor
Jueves de la VI semana del Tiempo Ordinario. Año I.
Después del diluvio hay una cierta visión «pragmática» de la realidad. La relación de la humanidad con Dios ya no es tan espontánea como era antes del pecado (cf. Gen 1,28-30). Ahora, tras el desorden introducido por la inclinación del corazón humano a la maldad, hay que contar con dicho desorden y atenerse a los hechos. Es claro, una vez más, que Dios no cambia la realidad desde fuera sino desde dentro. Quiere contar con el ser humano para dirigir la historia y regir el mundo. Desde siempre consta que Dios requiere la libre cooperación humana.
Con el diluvio ha terminado la primera época de la historia del mundo y se da comienzo a otra en la que el pecado es un factor añadido e insertado en las relaciones del hombre con Dios, con sus semejantes y con las creaturas que le fueron confiadas bajo su responsabilidad. El paraíso se convierte en una añoranza y en una esperanza. El hombre añorará la paz paradisíaca y hará de la misma objeto de esperanza futura.
El relato presenta dos momentos: primero, la renovación de la creación a partir de la nueva realidad; después, la alianza explícita de Dios con la creación entera.
Gen 9,1-13.
La presente acción se desarrolla en el mismo lugar en donde Noé ofreció a Dios el sacrificio de reconciliación. Dios se dirige a la humanidad sobreviviente del diluvio, a Noé y sus hijos, como a la primera pareja, cuando la creó.
1. La creación renovada.
La bendición de Dios abarca ahora toda una familia, pero su contenido cambia. La fórmula de bendición de Gen 9,1b es igual a la de Gen 1,28a. Pero la relación de los animales con respecto del hombre varía: ahora es una mezcla de temor y respeto por parte de ellos; esto implica que la realeza del hombre no es pacífica, sino que infunde temor en los animales, los que todavía son responsabilidad suya. El hombre y algunos animales son ahora carnívoros, sin dejar de consumir vegetales los hombres y sin que deje de haber animales herbívoros, a diferencia de lo que era al principio (cf. Gen 1,29), cuando el hombre era solo vegetariano y los animales herbívoros. Dar muerte a los animales y comer de su carne, y que los animales den muerte al ser humano y coman de su carne forma parte de esta nueva condición. El autor afirma que Dios sanciona esta nueva situación para dar a entender que la acepta, ya que no corresponde a su disposición original.
Pero hay una limitación: la prohibición de comer la carne con su sangre, porque la sangre es la vida, y ni el hombre puede disponer de la vida de los animales ni de sus semejantes, ni tampoco los animales pueden disponer de la vida humana. Si un hombre llega a derramar la sangre de su semejante, será reo de muerte, porque la vida humana es imagen de la de Dios (cf. Gen 2,7).
Pero Dios reafirma su disposición original. La bendición consiste en crecer, multiplicarse, poblar la tierra y dominarla-cultivarla. Este es el marco de referencia, incluso dada la nueva situación. La vida es bendición divina, y así hay que considerarla. Esta inclusión cierra el primer momento.
2. La alianza renovada.
La primitiva relación del hombre con Dios («alianza») se formuló en términos de total libertad, desde luego sin autorización para cometer arbitrariedad alguna (cf. Gen 2,16-17). Ahora el pacto que había sido anunciado antes (cf. Gen 6,18) es con la familia de Noé y con sus descendientes, pero incluye también a los animales, que fueron con ellos rescatados del diluvio. Esta alianza consiste en que Dios promete que, aunque el hombre siga inclinado al mal, la historia no volverá a truncarse por el pecado del hombre (cf. Gn 8,22): no volverá a suceder lo del diluvio. Aquí hay un pensamiento profundo: Dios, sin compromiso alguno de parte de Noé y los suyos, presentes y futuros descendientes, ni –por supuesto– de parte de «los animales de la tierra», promete de un modo unilateral y gratuito que nunca más se repetirá el diluvio. Lo que esto significa no es que ya no habrá cataclismos ni inundaciones, sino que el pecado del hombre no volverá a destruir la tierra. Es decir, que Dios rompe la relación entre el pecado del hombre y su consecuente poder destructor de la naturaleza y de la historia. Habrá agresión y extinción, como las que ya anunció antes entre hombres y animales (cf. Gen 9,2-6), pero no aniquilación. Esto es, Dios garantiza al hombre la continuidad de la historia, lo cual implica un futuro abierto, la posibilidad de nuevas oportunidades a pesar de los desaciertos, errores e incluso crímenes de los hombres.
Y Dios propone una señal para ofrecer garantía de ese pacto: el arco iris. Entre los antiguos, este fenómeno natural se consideraba como el «arco» con el cual los dioses disparaban flechas para castigar a los hombres (los rayos, asociados a las tempestades). Su aparición en el firmamento, al cesar la tempestad, se interpretaba como apaciguamiento de los dioses. El autor asume ese vieja símbolo para darle un nuevo significado: Dios tranquiliza a los hombres; no habrá destrucción.
La primera alianza fue implícita, la confianza entre Dios y el hombre era completa; por tanto, no había necesidad de garantías. Ahora, dado que el ser humano falló, se introdujo la desconfianza en él, razón por la que Dios le da una garantía para que supere sus dudas. La alianza celebrada con Abraham también tendrá una señal: la circuncisión, que será símbolo de un amor fecundo o vivificador. Luego, vendrá la alianza del Sinaí, y su señal será el sábado, signo de libertad y de autonomía. El pacto con Noé es un «pacto con la tierra», es decir, universal, con la humanidad entera y con los animales que habitan la tierra.
El diluvio significa el fin de una era, no el fin del mundo. El compromiso de Dios es que no habrá destrucción de la creación. La historia continuará a pesar de las perversas inclinaciones del corazón humano y de las pésimas realizaciones de sus manos. Esta revelación, tan clara desde el principio, aparece ensombrecida por un temor popularizado, y reforzado por predicadores sin reflexión, temor según el cual Dios va a acabar el mundo. De tanto en tanto aparecen presagios de cuerpos celestes que supuestamente van a impactar contra la tierra, y los fanáticos religiosos aprovechan para salir a «profetizar» sus temores como si fueran palabra de Dios. Esto mismo ha dado pie para distorsionar el mensaje de textos como Mt 24,29-31, en donde Jesús anuncia el fin de una época de injusticia, y utilizarlos para hacer terrorismo religioso. Eso no favorece la causa de la buena noticia, la perjudica; no es el miedo al castigo lo que realmente cambia a los hombres, sino el amor. El miedo somete, el amor libera. Y solo los hombres libres hacen verdadera historia, como hijos de Dios.
La «sangre derramada para el perdón de los pecados» (el Espíritu Santo de Jesús) pacta la nueva y definitiva alianza de la humanidad con Dios, la que crea el hombre nuevo y el mundo nuevo.
Feliz jueves eucarístico y vocacional.