Lectura del santo evangelio según san Marcos (1,14-20):
Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios.
Decía: «Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio.»
Pasando junto al lago de Galilea, vio a Simón y a su hermano Andrés, que eran pescadores y estaban echando el copo en el lago.
Jesús les dijo: «Venid conmigo y os haré pescadores de hombres.»
Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. Un poco más adelante vio a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban en la barca repasando las redes. Los llamó, dejaron a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros y se marcharon con él.
Palabra del Señor
Lunes de la I semana del Tiempo Ordinario. Año II
1Sam 1,1-8.
El «Libro de Samuel» es llamado así no porque Samuel sea su autor, sino porque es el primero de los personajes de los que habla dicho libro. Está dividido en dos partes, llamadas «primer libro de Samuel» y «segundo libro de Samuel», no por razones de tipo redaccional, sino por claras exigencias prácticas de comodidad. El tema central de la obra en su conjunto resulta ser la inauguración de la monarquía en Israel, y sus dos primeros reyes: Saúl y David.
Los hechos corresponden al siglo XI a. C. y llegan hasta el X. En fechas, la batalla de Afec (cf. 1Sm 4,1) habría sido hacia el año 1050, el nombramiento de Saúl como rey, unos veinte años después (hacia 1030), el reinado de David debió de haber comenzado hacia 1010, y el de su hijo Salomón hacia el 971. La situación internacional favoreció este proceso. El cercano Egipto atraviesa un período mediocre, en Mesopotamia reina Tiglat Piléser I de Asiria, pero a finales del siglo XI el imperio entra en decadencia. Por esa razón, en Palestina dos pueblos pequeños, filisteos e israelitas, pueden disputarse el protagonismo.
La población denominada Ramataim Zofim (רָמָתַיִם צוֹפים: «Miradores Altos») es la patria de Elcaná (אֱלְקָנָה: «Dios adquiere»). La ciudad se llama, en adelante, simplemente Ramá (cf. 1,19; 2,11), y no se debe confundir con Ramá de Benjamín (cf. Jos 18,25; 1Rey 15,17.21-22). En el Nuevo Testamento se la conoce con el nombre de Arimatea (cf. Mt 27,57; Jn 19,38).
Elcaná es esposo de Ana (חַנָּה: «Gracia») y Fenina (פְּנִנָּה: «Corales»). Pero la primera era estéril, en tanto que la segunda tenía hijos e hijas. El culto que le daban al Señor resultaba perjudicado por tan dramática situación: Elcaná prefería a Ana, pero era Fenina quien le garantizaba que su nombre perduraría. Pareciera que la favorita de Elcaná era la desfavorecida por Dios, y, al contrario, la bendecida por Dios era Fenina. No obstante, Fenina se considera. bendecida y, al mismo tiempo, privilegiada por Dios, lo que le sirve de apoyo para humillar a Ana y hacerla llorar amargamente su desdicha. Año tras año, la subida al templo del Señor era ocasión que Fenina aprovechaba para mortificar a Ana echándole en cara su esterilidad, atribuyéndosela a una maldición del Señor («…porque el Señor la había hecho estéril»). Sin embargo, a partir de Saray (cf. Gen 11,30), se observa que la promesa de vida que hizo el Señor se cumple del modo más admirable cuando él suscita hombres decisivos en vientres tenidos por estériles (cf. Gen 16,1; 17,17; 25,21; 29,31; Jue 13,2-3.24). El culto era medio que Fenina aprovechaba para zaherir a Ana, su rival, y castigarle a Elcaná su preferencia por esta.
Los hijos acrecían el pueblo y garantizaban su supervivencia, así como también aseguraban la atención de los mayores en su ancianidad. Ana reacciona inicialmente haciendo lástima de sí misma. No quería seguir viviendo (se rehusaba a comer) a pesar de la ternura que Elcaná le mostraba, pues él le aseguraba que su amor por ella era mayor bendición que una numerosa prole («… ¿no te valgo yo más que diez hijos?»). Si la capacidad de transmitir la vida es una bendición de Dios (cf. Gen 1,22), la incapacidad de transmitirla significa una maldición en sí. Y si esta incapacidad se considerara maldición de Dios, ella es la peor de todas. Ana se siente rechazada por Dios, y el rechazo de Fenina no le permite valorar el amor de su marido, hasta el punto de pensar que, si no puede transmitir vida, tampoco vale la pena vivir.
La afirmación de que «el Señor la había hecho estéril» queda pendiente y –de alguna forma– diferida su confirmación, pero por el momento se presenta como incuestionable. Esto puede entenderse mejor en la perspectiva del carácter absoluto con el que se concibe al Señor, fuera del cual nada tiene realidad (cf. Deu 32,39: «yo doy la muerte y la vida» con 1Sam 2,6), pero este carácter absoluto no niega la libertad humana. De hecho, la bendición y la maldición se supeditan a la libre decisión del hombre (cf. Deu 11,26-27). El autor contrasta claramente la actitud de Ana con la de Fenina para mostrar que Ana actúa con rectitud y respeto, en tanto que Fenina lo hace con arrogancia y desconsideración. Este contraste discrepa, por parte de Fenina, de su condición de bendecida por el Señor, y deja también pendiente –de otra forma– la confirmación de esa bendición del Señor. En definitiva, Elcaná aparece como el Señor en persona, en cuyo pueblo una parte no agradece sus bendiciones ni respeta el derecho ajeno, y la otra padece privaciones y, por añadidura, es menospreciada por la primera. Hay que tener en cuenta que el nombre de Elcaná («Dios adquiere») sugiere al Señor que se ha «adquirido» un pueblo (cf. Isa 11,11), pueblo que luego se dividió en dos, y cuyos dos reinos resultantes se enfrentaron entre sí posteriormente. Este es un tema recurrente en la Biblia, el de la pareja donde una parte se vuelve en contra de la otra (Caín y Abel, Ismael e Isaac, Esaú y Jacob…), pero lo que siempre marca la diferencia es la gracia de Dios, que favorece al que se pone al servicio de su designio. Por otra parte, esta rivalidad entre las esposas de Elcaná es paralela a la que se dio entre las esposas de Abraham (cf. Gen 16,4-5) y las de Jacob (cf. Gen 30, 1-24). La existencia de la poligamia en este estadio de la historia del pueblo obedece –según algunos autores– a la alta mortalidad infantil de la época y al temor de quedarse sin descendientes, lo cual podría ser tomado como indicio de maldición.
Aquí aparece por primera vez la expresión «Señor de los ejércitos». Se plantean dos posibles maneras de entenderla: «Señor de las huestes (de Israel)», o «Señor de las huestes celestes (es decir, ángeles o astros)». Es probable que inicialmente se refiriera a lo primero, y que después se hubiera extendido a lo segundo.
Hay muchos motivos para uno sentirse amado y bendecido por Dios: físicos (salud, fuerza), espirituales, económicos, políticos, sociales, culturales, etc. Hacer de ellos un argumento para crear la desigualdad y humillar a los otros es desagradecer esos dones y dejarlos sin el efecto para el cual nos fueron otorgados. Hay cristianos que comulgan sintiendo que, por eso, son superiores a los que no lo hacen. No han captado la finalidad del don, lo vacían de contenido, y su oración se queda tan vacía como la del fariseo que estaba tan persuadido de su propia justicia que se imaginaba que esta le daba derecho a despreciar a los demás (cf. Lc 18,9-14). Los dones de Dios son para agradecerlos dándolos.
Refiriéndose a la traición de Judas, dijo Jesús: «¡Ay de ese hombre que va a entregar al Hijo del Hombre! Más le valdría a ese hombre no haber nacido» (Mt 26,24). Es decir, que privar de vida a otra persona es un fracaso mayor que no haberla recibido jamás. Y Jesús nos da su vida para que nosotros también se la demos a los demás.
Feliz lunes.