PRIMERA LECTURA
Nosotros hemos pecado, hemos faltado.
Lectura de la profecía de Daniel 9, 4b-10
¡Ah, Señor, Dios, el Grande, el Temible, el que mantiene la alianza y la fidelidad con aquellos que lo aman y observan sus mandamientos!
Nosotros hemos pecado, hemos faltado, hemos hecho el mal, nos hemos rebelado y nos hemos apartado de tus mandamientos y tus preceptos. No hemos escuchado a tus servidores los profetas, que hablaron en tu Nombre a nuestros reyes, a nuestros jefes, a nuestros padres y a todo el pueblo del país.
¡A ti, Señor, la justicia! A nosotros, en cambio, la vergüenza reflejada en el rostro, como les sucede en este día a los hombres de Judá, a los habitantes de Jerusalén y a todo Israel, a los que están cerca y a los que están lejos, en todos los países adonde Tú los expulsaste, a causa de la infidelidad que cometieron contra ti.
¡A nosotros, Señor, la vergüenza reflejada en el rostro, y también a nuestros reyes, a nuestros jefes y a nuestros padres, porque hemos pecado contra ti! ¡Al Señor, nuestro Dios, la misericordia y el perdón, porque nos hemos rebelado contra Él! Nosotros no hemos escuchado la voz del Señor, nuestro Dios, para seguir sus leyes, que Él puso delante de nosotros por medio de sus servidores los profetas.
SALMO RESPONSORIAL 78, 8-9. 11. 13
R/. ¡No nos trates según nuestros pecados, Señor!
No recuerdes para nuestro mal las culpas de otros tiempos; compadécete pronto de nosotros, porque estamos totalmente abatidos.
Ayúdanos, Dios salvador nuestro, por el honor de tu Nombre; líbranos y perdona nuestros pecados, a causa de tu Nombre.
Llegue hasta tu presencia el lamento de los cautivos, preserva con tu brazo poderoso a los que están condenados a muerte.
Y nosotros, que somos tu pueblo y las ovejas de tu rebaño, te daremos gracias para siempre, y cantaremos tus alabanzas por todas las generaciones.
VERSÍCULO ANTES DEL EVANGELIO Cf. Jn 6, 63c. 68c
Tus palabras, Señor, son Espíritu y Vida; Tú tienes palabras de Vida eterna.
EVANGELIO
Perdonen y serán perdonados.
+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 6, 36-38
Jesús dijo a sus discípulos:
Sean misericordiosos, como el Padre de ustedes es misericordioso. No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados; perdonen y serán perdonados.
Den, y se les dará. Les volcarán sobre el regazo una buena medida, apretada, sacudida y desbordante. Porque la medida con que ustedes midan también se usará para ustedes.
La reflexión del padre Adalberto Sierra
Esta semana se concretan las exigencias de la conversión. Comienzan por la imitación del Padre siguiendo al Hijo. Ser discípulo de Jesús no es una mera afiliación legal, consiste en entablar una relación filial con un Dios al cual, desde esa perspectiva, solo es posible llamarlo «Padre». Esa relación implica el deseo espontáneo de parecerse al Padre, de ser como él y de actuar como él en la relación con los demás. Después de exhortar a sus discípulos a mostrar una calidad de amor más allá de la correspondencia (cf. Lc 6,27-34), Jesús los invita a amar gratuitamente para ser «hijos del Altísimo», es decir, del Dios universal (cf. Lc 6,35). Y es entonces cuando propone la imitación del Padre teniendo «compasión» (οἰκτιρμός) como él. La compasión expresa un amor siempre disponible, sobre todo en las circunstancias difíciles para el ejercicio de dicho amor.
1. Primera lectura (Dan 9,4b-10).
Los acontecimientos se desarrollan durante la época de la rebelión macabea (alrededor de los años 167-164), en los tiempos de Antíoco IV Epífanes, pero el autor del libro los retrotrae a la época de la cautividad en Babilonia para mostrar las semejanzas de las dinámicas de la historia y, ante todo, suscitar la confianza en la fuerza liberadora y salvadora del Señor.
A Daniel lo angustia la desgracia de su pueblo: la destrucción de las murallas de Jerusalén, junto con la demolición del templo, y el hecho de que se hayan cumplido los 70 años de cautiverio que anunció el profeta Jeremías (cf. Jer 25,11-12; 29,10), sin que se haya dado la restauración. Se sitúa en la historia, queriendo entenderla a la luz de las profecías de Jeremías y pidiéndole al Señor en actitud de duelo (cf. 9,1-3). Daniel ruega al Dios del éxodo («el Señor, nuestro Dios»), porque él es compasivo.
La desgracia sobrevino a la nación judía porque no escuchó la voz del Señor a través de Moisés y los profetas. El profeta intercede por el pueblo (como ya lo habían hecho antes Moisés, Amós, Jeremías…) pronunciando una oración que consta de dos partes: la primera es una confesión de los pecados; la segunda, una súplica de perdón. El texto que hoy se lee corresponde al comienzo de la primera parte, la confesión de los pecados del pueblo.
La confesión comienza por el reconocimiento de que Dios es fiel a su alianza y que es leal con los que lo aman y cumplen sus mandamientos. La desgracia, por tanto, no se debe a infidelidad alguna de su parte; la explicación de la misma hay que buscarla fuera de él, y el autor la insinuó al precisar para quiénes está asegurada la lealtad del Señor. La explicación de la desgracia está en que el pueblo ha sido infiel. Esto condiciona la lealtad del Señor, pero al autor no le preocupa.
Sigue entonces el reconocimiento del pecado, que se concreta en la «rebeldía» (negativa a dejarse liberar) manifestada en la renuencia a escuchar a los profetas y en la inobservancia de la Ley. Esa negativa a escuchar se dio en todos los estratos sociales, y se produjo con las obras, perpetrando crímenes y delitos. La enumeración de los destinatarios de la palabra del Señor comienza por los dirigentes del pueblo («nuestros reyes, nuestros príncipes»), prosigue con los ancestros («nuestros antepasados»), las autoridades morales, y finalmente generaliza («toda la gente del país»). De este modo, la «justicia» (fidelidad) del Señor contrasta con la vergüenza de «los hombres de Judá, los habitantes de Jerusalén y todo Israel», todo el pueblo, «los que están cerca y los que están lejos», es decir, los deportados y los que permanecieron en el territorio, a causa de sus delitos.
Hace una confesión de vergüenza de parte de los dirigentes y de las autoridades morales (ahora no menciona al pueblo en general), reconociendo que la mayor responsabilidad es la de quienes tenían el encargo de educar el pueblo en la fidelidad al Señor.
El autor expresa sus ideas en el esquema pecado-castigo, que en nuestro modo de hablar equivale a pecado-consecuencia, y, además de contrastar la justicia del Señor con la infidelidad del pueblo, contrasta también la rebeldía (obstinación) del pueblo con la compasión del Señor. Reconoce la «desobediencia» del pueblo –que es su negativa a escuchar– manifestada en el hecho de no haber hecho caso de las pautas que el Señor le daba por medio de sus servidores los profetas.
2. Evangelio (Lc 6,36-38).
Reconocer que Dios es Padre es la raíz de esa conversión que efectúa el «éxodo» de la religión a la fe. Esa conversión germinal se realiza a plenitud en un proceso en que el discípulo de Jesús se propone imitar libremente al Padre. Si se llega a la experiencia de que el Padre es «compasivo» (οἰκτίρμων), no se trata de custodiar esto en la sola esfera de las convicciones individuales, sino, ante todo, de llevarlo a una praxis vital: ser compasivo como el Padre lo es. Esta compasión se expresa en su benevolencia universal (Jon 4,2; Sal 103,8; 111,4), no solo con respecto de Israel (cf. Éxo 34,6). Dicha compasión divina tiene sus exigencias:
a) Renunciar a censurar a los demás. Es legítimo juzgar actitudes, pero es incoherente juzgar las personas, puesto que ninguno es del todo inocente y la razón última del comportamiento de las personas a menudo nos resulta desconocida.
b) Ser indulgente con todos. La injusticia es injusticia, pero todo ser humano puede cambiar de injusto a justo, nadie debe ser declarado moralmente desahuciado, porque la fuerza del amor en el corazón humano es más efectiva que la del mal.
c) Perdonar. La falta comprobada no es razón para estigmatizar al prójimo ni para excluirlo del trato o de la convivencia social. Si así fuera, sobre cada uno pesaría su propio estigma, y sería del todo imposible construir relaciones sociales.
d) Ser generoso. La mezquindad de alma limita las propias posibilidades; la generosidad, por lo contrario, amplía el propio horizonte. La generosidad implica dar desde la propia precariedad, y esto entraña la superación del propio egoísmo.
Esas exigencias son expresiones del amor como respuesta a una situación en la que se ha negado el amor. Al comportarse así, en esas circunstancias, el discípulo supera la lógica del «te doy para que me des» («do ut des») y se abre a un amor ilimitado, lo que no solo autentica su experiencia de Dios, sino que lo hace más «capaz de Dios», es decir, se hace más receptivo al Espíritu Santo, se «llena» más de Dios y puede manifestarlo cada vez mejor.
Cuando se tiene claro –más por experiencia que por convicción– que el amor es el atributo que define a Dios («Dios es amor»: 1Jn 4,8), no hay duda de que parecerse a él es cuestión de amar como él (cf. Jn 13,34). Y cuando la relación que se entabla con Dios es decididamente filial, el deseo de ser como él y actuar como él es espontáneo, no impuesto. En las relaciones humanas esto se observa en la infancia, hasta cuando el niño empieza a descubrir incoherencias en sus padres y comienza su proceso de autoafirmación. En la relación con Dios Padre es a la inversa: cuanto más madura el hijo, tanto más se identifica con el Padre, porque el amor hace crecer y conduce a la plena adultez humana; y cuanto más libre es, tanto más se afirma, porque el amor lo libera y lo hace liberador.
Pero este amor se somete a su propia prueba de calidad cuando se manifiesta como un amor «compasivo». Y se muestra efectivo cuando, además, es «misericordioso». El tiempo de cuaresma nos invita a ir más allá de donde hemos llegado: a convertirnos al Padre creciendo en el amor compasivo. Esta conversión nos hace mucho más humanos.