Lectura del santo evangelio según san Mateo (11,25-30):
En aquel tiempo, exclamó Jesús: «Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera.»
Palabra del Señor
Lunes de la segunda semana de Pascua.
La persecución precipita el proceso de identificación. Los discípulos sienten que, al rechazarlos, los dirigentes judíos establecen distancia con respecto de ellos. Esto los conduce a replantearse su identidad como seguidores de Jesús.
El cristiano debe tomar conciencia de que es un hombre nuevo, «nacido de nuevo», y esto no es cuestión de edad ni de moda, sino un radical cambio de vida provocado por el Espíritu de Jesús. Esa es su identidad más profunda.
1. Primera lectura (Hch 4,23-31).
Los discípulos, en general, y Pedro y Juan, en particular, estaban tan inmersos en su anterior realidad que todavía se sentían miembros del antiguo Israel. La persecución y el antagonismo de los dirigentes les hace comprender su error. Por eso, una vez que los sueltan, ellos volvieron «a los suyos» (???? ???? ??????) y les informaron cuáles eran los términos de la nueva relación con esos dirigentes. Toda la comunidad tomó nota de que la institución, oponiéndose al bien del hombre, se opone a Dios, y, por consiguiente, se opone a ella como se le opuso a Jesús.
La comunidad invocó a Dios, visto como creador universal (cf. v. 24 y Ex 20,11) y no como el mero Dios de Abraham, Isaac y Jacob, pero reconociéndose como heredera de la promesa del reino hecha a David («nuestro padre»), tomó conciencia de que la muerte de Jesús se debió a una confabulación de los poderosos de la tierra, y con nueva luz interpretó el salmo 2 (cf. Lc 24,45: «…les abrió el entendimiento para que comprendieran la Escritura»). No hay lugar a excusa, no hubo ignorancia (cf. Hch 3,17), sino el «propósito común» de suprimir a Jesús y acallar su voz. Esto sí estaba previsto por Dios, porque él sabía que todos los poderes «de la tierra» se opondrían a la acción restauradora, liberadora y salvadora de Jesús. No es Dios el determinador de la muerte de Jesús, fueron los poderosos del mundo. Y esto siempre seguirá siendo así, en tanto el reinado de Dios sea visto por ellos como amenaza a sus respectivos reinados.
Aun sabiéndose minoría, ellos piden a Dios valor para exponer el mensaje pese a las amenazas, y para que continúe a través de la comunidad esa acción de Jesús, que se describe en términos de «curaciones», es decir, iniciativas de amor para aliviar la situación de los excluidos, y «señales y prodigios», acciones netamente liberadoras fruto del amor del Espíritu Santo (no del poder que atribuían a Moisés). La actividad cristiana se traduce en una manifestación libre de amor que les abre las puertas a los oprimidos, y en la aceptación del Espíritu Santo, por parte de los excluidos para liberarse interiormente del dominio de «los reyes de la tierra y los jefes» (v. 26).
Esta oración, fruto de dicha ruptura, encuentra acogida. El «retemblar» de la tierra se entendía como signo del juicio divino. Retiembla «el lugar donde estaban reunidos». Esto hace referencia al templo, «lugar» por excelencia (cf. 2Mac 5,17), y también a los lugares de cultos idolátricos (cf. Lc 21,11). Su decisión sacude los fundamentos de la institución judía, o sea, su influjo espiritual sobre los discípulos. Y después reciben el Espíritu Santo, fuerza de liberación interior que viene «de lo alto» (cf. Lc 24,49). Tienen libertad para anunciar de palabra y de obra el mensaje de Dios.
2. Evangelio (Jn 3,1-8).
Un grupo fariseo, representado por Nicodemo, nombre que significa «conquistador del pueblo», muy apropiado para un miembro del Consejo que controla el pueblo, demuestra algo de simpatía por Jesús en el entendido de que Jesús viene como maestro de la Ley (instrumento que el Consejo usaba para dominar) y enviado por Dios. Jesús le aclara que el «reino de Dios», la nueva sociedad humana, no será el resultado de la imposición de una ley exterior a él, sino fruto de la renovación interior del ser humano. Si esto no se da, ni siquiera se puede «vislumbrar» la posibilidad de esa nueva sociedad. O sea, la Ley no garantiza la renovación del hombre ni la de su convivencia.
Nicodemo piensa en términos biológicos, en tanto que Jesús hace un planteamiento espiritual. Nicodemo indaga cómo un hombre viejo puede nacer de nuevo. Y piensa en entrar por segunda vez en el vientre de su madre; o sea, que percibe la imagen de Jesús como una repetición, no como una renovación. Jesús le aclara que se trata de nacer del «agua» (aludiendo a las exigencias de Juan) y del «Espíritu» (en referencia a su misión como comunicador del Espíritu (cf. Jn 1,33). Y entonces le habla de «entrar» en el reino (no en el vientre de la madre), con lo que sugiere una acción libre y complementaria: la iniciativa del hombre. Por un lado, «nacer de nuevo» (o «nacer de arriba»), que es el don de Dios; por el otro, «entrar», la decisión libre del hombre. Hay dos nacimientos: el primero, biológico («de la carne nace carne»: el vientre de la madre); el segundo, espiritual («del Espíritu nace espíritu»: el bautismo). Sin ese nuevo nacimiento, nunca existirá la verdadera libertad, que es la que da el Espíritu Santo y en la cual se basa el reinado de Dios. Sin el Espíritu son imposibles tanto el hombre nuevo como la nueva sociedad humana.
El cristiano, como discípulo-seguidor de Jesús, es un re-nacido. Este nacimiento, a la vez «nuevo» y «de arriba», lo identifica. Implica, por un lado, la vida nueva que viene del Espíritu, y, por el otro, una decisión libre: la ruptura con «el pecado del mundo». Esa ruptura es necesaria para ser auténtico testigo del Señor y crear un mundo nuevo, el «reino de Dios». Ese reino no conoce límites, porque el Espíritu Santo libera el «corazón» humano y dilata el horizonte más allá de las fronteras de los pueblos. «El viento (lit. «espíritu») sopla donde quiere…», es decir, el cristiano, animado por el Espíritu de Jesús, tiene la misma libertad para amar que tiene su Señor, no está sujeto a limitaciones, prejuicios o legalismos convencionales.
Para vivir en «comunión» con Jesús se requiere esa libertad de opción y de acción, el señorío de sí mismo y la apertura a todos los seres humanos, sin pretensión alguna de superioridad sobre los demás. A eso nos compromete la comunión eucarística.
Feliz lunes.