PRIMERA LECTURA
Nunca más se escucharán ni llantos ni alaridos.
Lectura del libro de Isaías 65, 17-21
Así habla el Señor:
Yo voy a crear un cielo nuevo y una tierra nueva.
No quedará el recuerdo del pasado ni se lo traerá a la memoria, sino que se regocijarán y se alegrarán para siempre por lo que Yo voy a crear: porque voy a crear a Jerusalén para la alegría y a su pueblo para el gozo.
Jerusalén será mi alegría, Yo estaré gozoso a causa de mi pueblo, y nunca más se escucharán en ella ni llantos ni alaridos. Ya no habrá allí niños que vivan pocos días ni ancianos que no completen sus años, porque el más joven morirá a los cien años y al que no llegue a esa edad se lo tendrá por maldito. Edificarán casas y las habitarán, plantarán viñas y comerán sus frutos.
SALMO RESPONSORIAL 29, 2. 4-6. 11-12a. 13b
R/. ¡Te glorifico, Señor, porque me libraste!
Yo te glorifico, Señor, porque Tú me libraste y no quisiste que mis enemigos se rieran de mí. Tú, Señor, me levantaste del Abismo y me hiciste revivir, cuando estaba entre los que bajan al sepulcro.
Canten al Señor, sus fieles; den gracias a su santo Nombre, porque su enojo dura un instante, y su bondad, toda la vida: si por la noche se derraman lágrimas, por la mañana renace la alegría.
Escucha, Señor, ten piedad de mí; ven a ayudarme, Señor. Tú convertiste mi lamento en júbilo, ¡Señor, Dios mío, te daré gracias eternamente!
VERSÍCULO ANTES DEL EVANGELIO Cf. Am 5, 14
Busquen el bien y no el mal, para que tengan vida, y así el Señor estará con ustedes.
EVANGELIO
Vuélvete, tu hijo vive.
+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 4, 43-54
Jesús partió hacia Galilea. El mismo había declarado que un profeta no goza de prestigio en su propio pueblo. Pero cuando llegó, los galileos lo recibieron bien, porque habían visto todo lo que había hecho en Jerusalén durante la Pascua; ellos también, en efecto, habían ido a la fiesta.
Y fue otra vez a Caná de Galilea, donde había convertido el agua en vino. Había allí un funcionario real, que tenía su hijo enfermo en Cafarnaúm. Cuando supo que Jesús había llegado de Judea y se encontraba en Galilea, fue a verlo y le suplicó que bajara a sanar a su hijo moribundo.
Jesús le dijo: “Si no ven signos y prodigios, ustedes no creen”.
El funcionario le respondió: “Señor, baja antes que mi hijo se muera”.
“Vuelve a tu casa, tu hijo vive”, le dijo Jesús.
El hombre creyó en la palabra que Jesús le había dicho y se puso en camino. Mientras descendía, le salieron al encuentro sus servidores y le anunciaron que su hijo vivía. Él les preguntó a qué hora se había sentido mejor. “Ayer, a la una de la tarde, se le fue la fiebre”, le respondieron.
El padre recordó que era la misma hora en que Jesús le había dicho: “Tu hijo vive”. Y entonces creyó él y toda su familia.
Éste fue el segundo signo que hizo Jesús cuando volvió de Judea a Galilea.
La reflexión del padre Adalberto Sierra
Pensemos en el alcance que tiene la promesa de Dios. Cuando él habla, su palabra no se limita a lo que el hombre inicialmente entiende, se abre a un futuro insospechado. La revelación muestra que la primera captación de las promesas se quedó corta ante la verdad de lo que Dios cumplió después. Las ópticas humanas resultan siempre miopes ante la perspectiva divina.
La promesa de liberación contenida en la Ley y los profetas es muy superior a lo que esperaban los depositarios de la misma. Esta semana vemos la actividad liberadora de Jesús, quien corrige las expectativas para abrir los corazones a una realidad más allá de lo pensado. Hoy comienza con la desmitificación del poder. La idea de que el atributo fundamental de Dios es el poder les hizo pensar a los antiguos que la promesa estaba garantizada porque el poder del Señor brindaba la seguridad de que él la podría cumplir.
1. Lectura (Isa 65,17-21).
En esta sección, el autor presenta a los siervos de Dios colmados de bienes. Antes de que ellos clamen a él, él se adelanta a sus clamores; antes de que ellos se dirijan a él, él los escucha, puesto que ellos respetan el monte santo (el templo) y no hacen daño alguno al prójimo (cf. 11,7-9).
El Señor anuncia la instauración de una nueva creación, que se constatará en la vida histórica del pueblo y consistirá en gozo y alegría. Esta acción sepultará en el olvido el recuerdo doloroso del pasado –tanto la remota esclavitud en Egipto como la reciente cautividad en Babilonia–, les dice que no lo evoquen más, que ni siquiera lo traigan al pensamiento. Enseguida, pregona la alegría por la nueva creación que notifica: él transformará la ciudad de Jerusalén en alegría y su población se llenará de gozo. La nueva creación superará con creces el pueblo que el Señor mismo fundó. La vida histórica y terrena del pueblo se vislumbra en un horizonte de plenitud.
Él, por su parte, se gozará por el cambio de la suerte de su pueblo: no más gemidos ni llanto, no más niños malogrados ni adultos frustrados. La longevidad, una de las bendiciones que conlleva la promesa, será efectiva para todos sus habitantes, porque esos serán tiempos de bendición, no de maldición. La prosperidad será para todo el país y para cada uno de sus habitantes. La vida y la convivencia exitosas serán señal del amor del Señor: libres de la necesidad y la dependencia.
Esta visión muestra que el designio del Señor consiste en la libertad y la vida para su pueblo en conjunto y para cada uno de sus habitantes en particular. Y esta plenitud le complace al Señor. No solamente habrá un nuevo éxodo (cf. 43,18-19), la creación entera será renovada, y con esta el pueblo entero (cf. 66,22). Así se sugiere un cumplimiento exuberante de la promesa, bendición que anulará cualquier maldición (cf. 62,8-9; 65,22-23; Deu 28,33).
2. Evangelio (Jn 4,43-54).
Tras haber abierto el horizonte de la fe a los «herejes» samaritanos, Jesús vuelve al lugar donde anunció la nueva alianza, y es acogido con simpatía por sus paisanos, que habían interpretado mal la expulsión de los vendedores del templo. Ahora abrirá el mismo horizonte de la fe para todos los seres humanos, enemigos incluidos. El nuevo éxodo no implica «subversión».
Un representante del poder político está en problemas con un «hijo» (υἱός: igual a él) «enfermo» (ἀσθενέω: debilitado), y le pide a Jesús que «baje» y lo sane (ἰάομαι: sanear, restablecer) antes de que muera. La crisis del poder consiste en su incapacidad para dar vida liberando de la muerte. Jesús le hace un reproche: «ustedes (la gente del poder), si no ven señales portentosas, no creen»; los hombres de poder solo están dispuestos a afianzar en el poder su seguridad ante la muerte. Consideran que la «liberación» (el «éxodo») se da por un acto de poder. El funcionario insiste en su petición, y, ante su insistencia, Jesús lo despide dándole la garantía de que su «hijo» está vivo. Él, fiándose de las palabras de Jesús, se pone en camino y «baja». Al bajar, se encuentra con sus «siervos» (δοῦλοι), que le dan la feliz noticia de que su «chico» (παῖς) vive, noticia que él relaciona con la palabra de Jesús. Ha comprobado que la seguridad de la vida no procede del poder, y que la liberación (el éxodo) de la muerte se dio por la confianza. Ahora, la adhesión de fe se extiende a toda la «familia» (οἰκία: incluye los siervos). Un grupo pagano es «saneado» (ἰάομαι) por Jesús.
El relato describe el proceso de fe del «funcionario», que es paralelo a su manera de relacionarse con el «enfermo»: ambos crecen en humanidad gracias a la adhesión de ambos a la persona de Jesús. En este relato hay que advertir tres cosas:
1. La forma de referirse al enfermo (ἀσθενής):
• El narrador y Jesús lo llaman «hijo», y subrayan así su igualdad con el «padre». El hijo se parece a su padre en el ser y en el hacer; el padre es su modelo de vida y de convivencia.
• El funcionario lo llama «mi chiquillo» (παιδίον), lo cual resulta ambiguo: hijo o siervo, aunque el posesivo «mi» y el diminutivo «chiquillo» son afectuosos, indicios de buena relación.
• Los siervos lo llaman «chico» (παῖς), lo cual también resulta ambiguo (hijo o siervo). Los hijos menores se equiparaban socialmente a los siervos, y los súbditos a los hijos.
2. La forma de referirse al personaje:
• Se comporta como el «funcionario» que es cuando llama «chiquillo» a su igual (subrayando así la relación de dependencia). La burocracia lo despersonaliza, y con él deshumaniza sus relaciones.
• Se comporta como «hombre» (ser humano) cuando se fía de lo que le dice Jesús. La confianza en Jesús hace emerger su humanidad. La fe lo conduce al camino de su plenitud humana.
• Se comporta como «padre» cuando finalmente cree. Ya puede dar la vida que, como poderoso («funcionario real»), no podía dar. La vida del hijo (hombre libre) se da a causa de su fe.
3. La «fiebre» (πυρετός):
• Es consecuencia de una enfermiza relación de subordinación entre dos iguales, relación que ha de ser «saneada» (ἰάομαι). La fe en Jesús restaura las relaciones de convivencia social.
• Cuando el «funcionario» se «baja» de su pedestal a «hombre» por la confianza y la fe, finaliza la relación de dominio, se restablece así la libertad y se da paso a la vida plena del «hijo» (pueblo).
• Esa «fiebre» cesó después de la hora sexta, la hora de la fe, justamente cuando él se había fiado de las palabras que le dijo Jesús y se había puesto en camino. Su fe «mejoró» esa relación.
La actividad de Jesús para cumplir la promesa del Padre, que es promesa de vida digna y libre y de la capacidad para comunicarla, no consiste en algo exterior al ser humano, no es una acción de poder, es la infusión de una fuerza interior de vida que libera el propio potencial de amar para que el ser humano evolucione de «funcionario» a «hombre», y como tal se convierta en «padre», es decir, para que reciba y transmita el Espíritu liberador. Ese Espíritu lo recibe uno por la fe y lo transmite por el amor. Así se experimentan la liberación del pecado y la libertad para amar.
Y a eso es a lo que nos comprometemos en la eucaristía: el Señor nos infunde su vida, su Espíritu Santo, y nos da libertad interior para hacernos capaces de amar libre y universalmente, como él, haciendo auténticamente humanas nuestras relaciones de convivencia. En eso consiste «sanar»: es un acto de amor y no de poder. Esa es la «sanación» que Jesús pone al alcance del creyente.