PRIMERA LECTURA
Cuando abrazaron la fe, ¿recibieron el Espíritu Santo?
Lectura de los Hechos de los Apóstoles 19, 1-8
Mientras Apolo permanecía en Corinto, Pablo atravesando la región interior, llegó a Éfeso. Allí encontró a algunos discípulos y les preguntó: “Cuando ustedes abrazaron la fe, ¿recibieron el Espíritu Santo?”
Ellos le dijeron: “Ni siquiera hemos oído decir que hay un Espíritu Santo”.
“Entonces, ¿qué bautismo recibieron?”, les preguntó Pablo. “El de Juan Bautista”, respondieron.
Pablo les dijo: “Juan bautizaba con el bautismo de penitencia, diciendo al pueblo que creyera en el que vendría después de él, es decir, en Jesús”.
Al oír estas palabras, ellos se hicieron bautizar en el Nombre del Señor Jesús. Pablo les impuso las manos, y descendió sobre ellos el Espíritu Santo. Entonces comenzaron a hablar en distintas lenguas y a profetizar. Eran en total unos doce hombres.
Pablo fue luego a la sinagoga y durante tres meses predicó abiertamente, hablando sobre el Reino de Dios y tratando de persuadir a los oyentes.
SALMO RESPONSORIAL 67, 2-5ac. 6-7ab
R. ¡Pueblos de la tierra, canten al Señor!
¡Se alza el Señor! Sus enemigos se dispersan y sus adversarios huyen delante de Él. Tú los disipas como se disipa el humo; como se derrite la cera ante el fuego, así desaparecen los impíos delante del Señor.
Los justos se regocijan, gritan de gozo delante del Señor y se llenan de alegría. ¡Canten al Señor, entonen un himno a su Nombre! Su Nombre es “el Señor”.
El Señor en su santa Morada es padre de los huérfanos y defensor de las viudas: Él instala en un hogar a los solitarios y hace salir con felicidad a los cautivos.
ACLAMACIÓN AL EVANGELIO Col 3, 1
Aleluya.
Ya que ustedes han resucitado con Cristo, busquen los bienes del cielo donde Cristo está sentado a la derecha de Dios. Aleluya.
EVANGELIO
Tengan valor: Yo he vencido al mundo.
+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 16, 29-33
A la Hora de pasar de este mundo al Padre, los discípulos le dijeron a Jesús: “Por fin hablas claro y sin parábolas. Ahora conocemos que Tú lo sabes todo y no hace falta hacerte preguntas. Por eso creemos que Tú has salido de Dios”.
Jesús les respondió: “¿Ahora creen? Se acerca la hora, y ya ha llegado, en que ustedes se dispersarán cada uno por su lado, y me dejarán solo.
Pero no, no estoy solo, porque el Padre está conmigo. Les digo esto para que encuentren la paz en mí. En el mundo tendrán que sufrir; pero tengan valor: Yo he vencido al mundo”.
La reflexión del padre Adalberto Sierra
Esta semana está dedicada a preparar el gran efecto de Pentecostés: la unidad. El ser humano, a pesar de que siente que vivir exige convivir, no siempre asume esa exigencia. A menudo vemos que la discordia amenaza la concordia. Jesús hace ver que la unidad brota del amor, y que el odio y el miedo provocan la dispersión y la desunión. El Espíritu Santo es la fuerza de la unidad.
La misión en fidelidad al Espíritu Santo se identifica con la fidelidad a Jesús «desde el principio», es decir, al Jesús de la historia y al Señor de la gloria. Renunciar a nuestros proyectos para realizar el designio de Dios no es anulación de nosotros mismos, sino un acto de confianza –en el fondo, de fe– con la seguridad de que el Señor nos indica lo más pertinente y conveniente para nosotros mismos y para los demás. Dicha fidelidad no nos exime de discernir ni nos garantiza decisiones siempre acertadas, pero nos conduce «en la verdad completa» en medio de nuestras vacilaciones.
Hay que precisar qué quiere decir el evangelista al afirmar que nuestra fe vence el mundo, porque no se trata de triunfalismo cristiano. No es congruente entender nuestra confrontación con «el mundo» como una «guerra santa». No hay campo para un fanatismo religioso de cuño cristiano. Eso constituiría «sacrificios a demonios» (cf. 1Cor 10,18-22), sería como estar «endemoniado».
1. Primera lectura (Hch 19,1-8).
El códice Beza encabeza de un modo distinto este relato: «Aunque Pablo quería, según su propio deseo, ir a Ἰηροσόλυμα (nombre pagano de Jerusalén), el Espíritu Santo le dijo que regresara a Asia…». La misión que antes se le había impedido ahora se le indica (para que no vaya a Jerusalén). La capital de la provincia de Asia era Éfeso. Ahora aprueba el Señor que vaya allí. Pablo había declarado estar dispuesto a volver con la aprobación de Dios (cf. 18, 21: «si Dios quiere, volveré por aquí»). En Éfeso encuentra (quizás en la sinagoga) un grupo de discípulos que ya habían recibido el influjo de Apolo, Áquila y Priscila. Pero, de hecho, son discípulos de Juan, pues sólo conocen su bautismo (en agua). Cuando Pablo les pregunta por su experiencia del Espíritu Santo (bautismo con Espíritu Santo), declaran no tener ni idea de ello. Pablo explica la diferencia entre uno y otro bautismo, y esto lleva a los discípulos a bautizarse para vincularse a Jesús como Señor (el códice Beza añade «Mesías», dejando entrever que la instrucción de Apolo al respecto había sido deficiente). Todo lo que sucede y se comenta muestra un ambiente judío.
Pablo «les impuso las manos» (es decir, actuó en ellos y a su favor) y el don del Espíritu se dio de inmediato con dos manifestaciones: hablar en lenguas y profetizar. Hablar en lenguas entraña la apertura universal; profetizar, la edificación de dicha comunidad. No obstante, el grupo queda establecido sobre una base judaica («Pero eran todos los varones como doce»: traducción literal del v. 7). El número 12 y el término «varón» connotan la mentalidad judía. Por eso no sorprende ver a Pablo en la sinagoga, pero sí llama la atención que ahora hable del reinado de Dios, lo que se refiere a la condición mesiánica de Jesús, que ni Apolo ni Áquila y Priscila les habían explicado. Sigue Pablo dirigiéndose a los judíos, ahora con una cierta claridad en cuanto a su fe cristiana, aunque todavía utiliza el tono polémico, si bien lo hace con un recurso ligeramente matizado («intentaba persuadirlos»).
2. Evangelio (Jn 16,29-33).
Lo que Jesús había anunciado para «ese día» futuro en que les daría el Espíritu, lo interpretan sus discípulos como hecho ya cumplido. Consideran que se trata de un saber académico, no de un conocimiento experimental. Dicen que ya Jesús habla claro, y declaran con admiración saber que él lo sabe todo, hasta las preguntas que ellos le quieren hacer; ellos piensan en la pregunta que iban a hacerle y él se les adelantó a respondérsela: la pregunta acerca del sentido de su afirmación «dentro de poco dejarán de verme, pero poco más tarde me verán aparecer» (cf. 16,19); es decir, ellos suponen que él sabe tanto que las preguntas resultan innecesarias, porque las conoce de antemano y las responde sin necesidad de que se las formulen. Basándose en esta suposición, afirman creer que él viene de Dios. Se les olvida el criterio que Jesús les había dado para creer: las obras (cf. 5,36; 10,38;14,11), no el saber, y mucho menos el que le atribuyen.
Jesús pone en duda esa supuesta fe, basada en un presunto saber adivinatorio de su parte. Y les anuncia la hora de la deserción. Será la cruz la que ponga a prueba su fe. En el momento de esa dura prueba, ellos huirán y se dispersarán dejándolo solo. Pero, en realidad, serán ellos quienes se quedarán solos, ya que él contará con la solidaridad del Padre. Esto significa que el Padre lo respalda, y que ellos, al abandonarlo, también se quedan sin el Padre. Lo que autentica la calidad de la fe no es el saber, sino la fidelidad al designio del Padre.
En conclusión, lo que Jesús les ha dicho tiene la finalidad de tranquilizarlos, que tengan paz en él, porque la persecución del «mundo» será inevitable en la medida en que ellos sean fieles a él. Pero necesitan tener claro que el vencedor es Jesús y el «mundo» es el vencido, porque el amor siempre triunfará sobre el odio. Es preciso que verifiquen por experiencia que la victoria sobre el «mundo» consiste en superar el odio con el amor, y que allí es donde la fe tiene su verdadero fundamento, y así es como ella muestra toda su eficacia. En tanto los discípulos permanezcan fieles, verán ese triunfo y comprobarán el fracaso del «mundo».
Jesús les presenta el «mundo» como un cerco que cada vez se estrecha y los oprime más (θλῖψις: «apretura»), presionándolos de muchas formas para apartarlos de él. Pero cuanto más arrecie la persecución más clara es la desesperación del mundo. La fidelidad de los discípulos, así como es manifestación de la fuerza del Espíritu en ellos, también exaspera al «mundo», que recurre a sus procedimientos de muerte, pero ellos han de tener presente que Jesús venció el «mundo», y que sus sindicaciones, amenazas y persecuciones son estertores y espasmos de moribundo.
Pese a que Pablo saca a los efesios del estado de discípulos de Juan para convertirlos en discípulos de Jesús, todavía queda mucho por hacer para que lleguen a ser auténticos cristianos. El apego a las tradiciones nacionales bloquea la vocación universal de la fe cristiana, no de manera culpable, sino inconsciente.
La adhesión a Jesús no puede basarse en otra cosa distinta del amor humanamente inexplicable que él demostró muriendo en la cruz. Sin la aceptación fiel de ese amor, los saberes teóricos o las opiniones académicas son ilusiones que impiden la verdadera fe y pueden inducir al engaño de imaginarse uno que cree en él, cuando, en realidad, solo maneja conjeturas.
La victoria del cristiano contra «el mundo» no consiste en enfrentar el mundo con sus armas y derrotarlo, sino en mostrar que los valores que el mundo defiende son inconsistentes y fracasan por sí solos, en tanto que los valores que Jesús encarna y propone tienen el respaldo del Padre y, por eso, están destinados a perdurar.
En la vida eucarística experimentamos la presencia activa de Jesús, quien nos infunde su Espíritu para que venzamos el odio por la fuerza del amor. Vemos la eficacia de ese amor que nos da paz en medio de la animadversión, y con alegría comprobamos que con Jesús aprendemos a triunfar sin herir ni matar. Esa es la victoria de Jesús sobre el «mundo».