Lectura del santo evangelio según san Juan (14,21-26):
EN aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«El que acepta mis mandamientos y los guarda, ese me ama; al que me ama será amado mi Padre, y yo también lo amaré y me manifestaré a él».
Le dijo Judas, no el Iscariote:
«Señor, ¿qué ha sucedido para que te reveles a nosotros y no al mundo?»
Respondió Jesús y le dijo:
«El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él.
El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió.
Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho».
Palabra del Señor
Lunes de la V semana de Pascua.
Pablo es un hombre culto e inteligente, pero tiene una idea preconcebida: que, si logra convertir una comunidad judía entera de una ciudad importante, esa será su carta de presentación para la conversión de ambos mundos: el judío y el pagano. Él considera que la conversión del mundo pagano pasa por la conversión del mundo judío. De ahí su reiterado y fallido intento.
Hay que preguntarse cómo realizar las «obras» de Dios en favor de la humanidad y cuáles serían las señales características de que tales «obras» están bien hechas; también, si es posible hacer mal las «obras» de Dios, y en qué consistiría esto. El mensaje de este día nos ayudará a dilucidar esto, ya que reviste importancia capital.
1. Primera lectura (Hch 14,5-18).
Los misioneros volvieron a «la sinagoga de los judíos», pero esta vez se formó una comunidad mixta, que resultó asediada por los otros judíos y por paganos. El Señor apoyó la valentía de los apóstoles con «señales y prodigios» (obras creadoras, liberadoras y salvadoras), ratificando así el anuncio del mensaje universal y el hecho de la formación de comunidades abiertas. Esto generó una gran división: «unos estaban por los judíos y otros por los apóstoles» (Hch 14,4).
La misión en Iconio se completa de forma accidentada. Los judíos se separaron de los apóstoles, Pablo y Bernabé, pero pretendieron concitar fuerzas contra ellos para apedrearlos, como ya había sucedido con Esteban. Al darse cuenta, ellos se retiraron a Licaonia, a otras localidades (Listra y Derbe), a anunciar allí la buena noticia. En estas no había sinagogas, estaban en medio pagano.
En Listra, el paganismo se les presentó bajo la figura de un individuo desde siempre paralítico, sin libertad de movimiento, incapaz de hacer su propio camino, parecido al judaísmo. Recuérdese el caso del paralítico ante la puerta «Hermosa» del templo de Jerusalén: el culto judío paralizaba el pueblo (cf. Hch 3,1-10); igual está el mundo pagano, en estado lamentable a causa de su culto religioso. Pero este está completamente solo, en tanto que el paralítico judío contaba con ayuda. Lucas da a entender las cosas a su manera: Pablo habló en griego, la gente hablaba en licaonio. No obstante, Pablo actuó de forma claramente liberadora. Pero, al no haber comprensión –habla una lengua que ellos no entienden, ellos hablan una lengua que Pablo y Bernabé no entienden–, se trata de una acción que no implicó la ruptura total con los cultos paganos, por lo que la gente elaboró un sincretismo religioso y produjo un «culto de personalidades» que Pablo y Bernabé a duras penas lograron conjurar.
2. Evangelio (Jn 14,21-26).
Jesús declara en qué consiste amarlo a él: en apropiarse de las exigencias que él ha formulado («mis mandamientos») y cumplirlas libremente. Sus exigencias (las llama «mandamientos» con el fin de oponerlas a los de la Ley) concretan lo que significa amar como él (cf. Jn 13,34). Quien acepte y viva esas exigencias va a experimentar el amor del Padre con la fuerza del Espíritu Santo, porque él es el que capacita para amar de ese modo; y entonces, por experiencia, podrá tener la revelación de Jesús como «Hijo» del Padre.
Judas, como «judío», le manifiesta cierta decepción porque esperaba que Jesús se manifestara al «mundo» haciéndole sentir su poder, no que se manifestara apenas a los discípulos que lo siguen. Pero Jesús les explica que la revelación del Padre y del Hijo se da por la experiencia del amor (el Espíritu Santo), y no por imposición del poder. Solo quien corra el riesgo de la fe y se decida a amar como él podrá verificar en su vida la presencia y la actividad del Padre; si no lo hace, si no ama, da a entender que no se atiene a esas exigencias, y, en el fondo, que rechaza al Padre que envió a Jesús. Es decir, él mismo se excluye.
Jesús hace ver la diferencia de épocas. Su presencia histórica («mientras estoy con ustedes») deja conocer el mensaje del Padre, mensaje que el discípulo ha de comprobar por sí mismo corriendo el riesgo de la fe. Posteriormente, en el futuro sucesivo («el Espíritu Santo, que enviará el Padre por mi medio»), tanto por la experiencia personal del amor como por su actividad a través de los profetas cristianos, el Espíritu Santo va a acompañar a los discípulos durante su travesía por el camino hacia el Padre. El Espíritu vendrá por medio de Jesús, el Señor crucificado y glorificado (cf. Jn 7,37-39), para que ellos se vayan compenetrando con él e identificándose con su vida y su conducta. Él se encargará de mantener la Iglesia en la fidelidad a su Señor.
La evangelización tiene un destino universal –porque universal es el amor de Dios–, y se realiza mediante obras y palabras íntimamente ligadas. Las obras muestran la «mano» de Dios, pero son susceptibles de diferentes interpretaciones. Por eso se requieren las palabras (el mensaje de Jesús) para interpretar las obras. El evangelizador necesita asegurarse de que está hablando claramente el lenguaje de aquel a quien le anuncia la buena noticia. Y esto no es mera cuestión de idiomas, es sintonía espiritual. Por eso es tan importante la llamada «inculturación» de la buena noticia.
Las «obras» de Dios manifiestan que él es «Padre»; por tanto, comunican vida. Las exhibiciones de poder no infunden vida, sino duda (como en el caso del paralítico de Listra) y, en la gente que no ha cambiado su mentalidad supersticiosa, puede dar pie a cultos de personalidades e idolatrías. Esas «obras» exigen, ante todo, un compromiso personal con el Señor que se concreta en las exigencias de su amor. Es claro que Jesús no va a avasallar el «mundo» con jactancia de poder, sino que quiere invitarlo, con sus obras de amor y de vida, a transformarse desde dentro, pero libremente, abriéndose al Espíritu.
En la medida en que los seguidores del Señor sintonicemos con él en este propósito daremos el testimonio misionero que él nos encargó (cf. Hch 1,8). Comer el pan eucarístico es aceptarlo a él y acoger la potencia de amor de su Espíritu, para infundir vida a través de nuestro amor.
Feliz lunes.