Lunes de la VIII semana del Tiempo Ordinario. Año I.
Después del v. 15, hay otra adición (v. 16), otra más después del v. 17 (v. 18), otra después del v. 20 (v. 21), y otra después del v. 22. Por eso, el texto propuesto para este día tiene dos posibles notaciones numéricas, según que se siga la del texto latino, más largo, o la del texto hebreo.
En su discurso, Ben Sirá constata que hay dos posibles comportamientos humanos: el bueno y el malo. Así como hay quienes caminan rectamente en presencia del Señor, también hay quienes cometen injusticias. Pero, al mismo tiempo, el autor es consciente –por experiencia– de que el ser humano puede cambiar, salirse del mal camino y volver a Dios. Tras afirmar que Dios es remunerador justo, porque conoce con certeza el camino de cada ser humano, afirma ahora su clemencia. Por eso, hace una doble invitación: al arrepentimiento y a la enmienda de vida, de un lado, y a la conversión del corazón, del otro (cf. Sir 17,13-19, o 17,15-23, omitido).
Sir 17,20-28 (17,24-29).
Parte de una afirmación genérica que deja sobreentendido que el hombre puede salirse del mal camino y retornar al Señor, que siempre lo acogerá: «a los que se arrepienten les permite volver, y reanima a los que pierden la paciencia», que serán los que desconfían de la misericordia divina, incluso estando dispuestos a arrepentirse. Mientras viva, nadie está definitivamente condenado.
Para volver al Señor hay que dar tres pasos:
1. En general, abandonar el pecado. En términos generales, Ben Sirá concibe el pecado como una perversidad que brota de dentro del hombre (cf. Sir 10,13) que se convierte en desgracia que él mismo se inflige (cf. Sir 3,27) al destrozar su vida (cf. Sir 21,2) y volverse insolidario, por lo que la solidaridad se convierte en el remedio contra el pecado, tanto en el ámbito doméstico (cf. Sir 3,30) como en el social (cf. Sir 3,30). Aquí se vale de una imagen para sugerir la vuelta por tierra a un punto de partida, que es el Señor. Esto entraña la oración de petición del perdón, la cual va acompañada de la remoción del obstáculo para volver que implican las propias faltas.
2. Apartarse de la injusticia. Se vale ahora de una imagen marítima, para significar el alejamiento de la costa. Específicamente, Ben Sirá concibe la injusticia en el horizonte forense y de las relaciones de convivencia reguladas por la costumbre, no propiamente como infracción la Ley, sino, sobre todo, como la negación irracional del derecho del semejante (cf. Sir 10,7). Es la codicia que nunca se sacia y que «reseca» (esteriliza) la vida (cf. Sir 14,9), la iniquidad que tiende a multiplicarse (cf. Sir 7,3) y una de las causas de las más grandes perturbaciones sociales (cf. Sir 10,8). La injusticia y el pecado están a la vista de Dios (cf. Sir 17,20). Por eso, la tarea del juez es erradicarla (cf. Sir 7,6), pues todo soborno y toda injusticia serán suprimidos (cf. Sir 40,12).
3. Detestar de corazón la idolatría. Esta detestación es propiamente la conversión al Señor. El autor llama «idolatría» (????????: «abominación») a ese respeto a Dios que es «tesoro» para el sabio y «asco» para el pecador (cf. Sir 1,25), así como al orgulloso le repugna la condición humilde y al rico le repugna el pobre (cf. Sir 13,20). El pecado, en general, y la injusticia, en particular, llevan a la idolatría proceden de ella (cf. Sir 10,13). Por eso, el «temor del Señor» es incompatible con la idolatría (cf. Sir 15,13), porque la conversión al Señor la suprime (cf. Sir 49,2s).
Este arrepentimiento es una oportunidad que tiene un límite, la vida presente. Una vez muerto, el hombre no puede alabar al Señor ni darle gracias (cf. Sl 6,6; 30,10; 115,17; Is 38,18). Solo el que está vivo y sano alaba al Señor (cf. Sl 115,18; Is 38,19). Esta existencia temporal, histórica, es la ocasión para arrepentirse. En la mentalidad del autor, tanto los buenos como los malos van a parar al «reino de la muerte» (???????), donde comparten una existencia sombría (sin vida) y son inhábiles para alabar al Señor (cf. Sal 6,6; 30,10). La injusticia acarrea una muerte prematura, en tanto que la justicia alcanza una dichosa longevidad.
Y cierra su exhortación con una exclamación que pondera la magnitud tanto de la misericordia del Señor como de su perdón para los que vuelven a él (cf. Sl 103,8-10; 111,4; 145,7-9). El que es sabio y justo por excelencia no es menos compasivo y misericordioso. La combinación de la «misericordia» (??????????) con otorgar el «perdón» (???????????) había aparecido antes (cf. Sir 3,30) en una vigorosa metáfora de enorme fuerza expresiva: «el agua apaga el fuego ardiente y la misericordia expía el pecado». El autor expresa su admiración por la potencia de la misericordia divina, en paralelo con la capacidad de la apacible agua para apagar el torbellino del fuego. Este asombro de Ben Sirá es fruto de su experiencia, no deducción especulativa. Él también conoce la misericordia del Señor y su suave potencia liberadora y salvadora.
Respetar al Señor para hacerse sabio es una posibilidad abierta para el justo y también lo es para el pecador, sea el que ha conculcado el derecho de su prójimo («injusticia»), o el que ha renegado del Señor («idolatría»). Mientras el hombre viva, tiene la posibilidad de rectificar y de rehacer su vida. La sabiduría conduce a darse cuenta de esa oportunidad y a aprovecharla. Siempre que el ser humano se reconoce perfectible y se decide a mejorar la calidad de su vida, está rindiéndole homenaje a su propia condición de imagen de Dios y mostrando que su capacidad de superación es ilimitada. El estancamiento, incluso cuando se disfraza de arrogancia y presunción, entraña un amargo fracaso y una lamentable mediocridad.
Reconocer en el otro esa capacidad de rectificación y ponerla ante sus ojos como una posibilidad siempre abierta es mirar al otro con los ojos del sabio, del que ha aprendido a respetar al Señor y que, por eso, en vez de desahuciar a su semejante, lo estimula para que se desarrolle y crezca humanamente.
Jesús no vino a hacernos sentir vergüenza por nuestro pecado, ni indignidad o culpa ante Dios, sino a hacernos sentir que la posibilidad de rectificar permanece abierta, incluso para quienes se comporten hostilmente, porque Dios cree en el hombre, aunque el hombre no crea en él. Al fin de cuentas, él es el sabio y conoce a su creatura mejor que la creatura misma, como ya lo afirmó atinadamente san Agustín de Hipona: «Dios está más dentro de nosotros que nosotros mismos». Hasta esa profundidad interior llega el Espíritu de Dios para despertar la bondad que Dios vio cuando nos creó (cf. Gen 1,31). Allí es donde se verifica la comunión con Jesús en la eucaristía.
Feliz lunes.