Lectura del santo evangelio según san Marcos (1,21-28):
En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos entraron en Cafarnaún, y cuando el sábado siguiente fue a la sinagoga a enseñar, se quedaron asombrados de su doctrina, porque no enseñaba como los escribas, sino con autoridad.
Estaba precisamente en la sinagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo, y se puso a gritar: «¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios.»
Jesús lo increpó: «Cállate y sal de él.»
El espíritu inmundo lo retorció y, dando un grito muy fuerte, salió. Todos se preguntaron estupefactos: «¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta a los espíritus inmundos les manda y le obedecen.»
Su fama se extendió en seguida por todas partes, alcanzando la comarca entera de Galilea.
Palabra del Señor
Martes de la I semana del Tiempo Ordinario. Año II.
Este relato –en donde se mezclan la fe y las expresiones de religiosidad popular– tiene lugar en el santuario de Silo, presentado de tal forma que se parece al posterior templo de Jerusalén. Las desgracias de Ana no cesan. La incomprensión hace aún más amarga su desdicha. En el relato propuesto para hoy se muestra que el Señor es refugio del oprimido y que escucha los gemidos de socorro por parte de los que sufren. El paso de la desdicha a la dicha se consuma por una intervención del Señor dentro de la historia humana, en la vida cotidiana.
Planteada la triste situación de Ana, en contraste con la fortuna y la crueldad de Fenina, Ana reacciona inicialmente con el desaliento, haciendo lástimas de sí misma y entregándose a una estéril tristeza con llanto. Pero una alternativa se abre paso con un nuevo horizonte que abre para sí misma cuando pide la intervención del Señor en su vida. Tres actitudes por parte de Ana provocarán el paso de la frustración a la realización, de la desdicha a la dicha: levantarse, orar y desprenderse. La respuesta del Señor está por encima de los cálculos humanos.
1Sam 1,9-20.
El relato tiene una particularidad. A diferencia de Isaac, Sansón, e incluso Juan Bautista, tres hijos de madres estériles, el hijo de Ana será pedido con insistencia por su atribulada madre como la gracia de su reivindicación personal. Hay mucho sufrimiento tras esta petición. En el relato se pueden distinguir tres escenas:
• El surgimiento de Ana.
Apenas terminó el rito cultual (sacrificio de comunión), Ana «se levantó», acción que sugiere el abandono de su postración; pasó del malestar a la búsqueda de solución. En segundo lugar, «oró», indicio de que buscó esa solución en la misericordia divina; el sacerdote aparece ajeno a su drama. Y, finalmente, «hizo un voto»: pidió para tener qué dar, para desprenderse de lo mismo que pedía, un hijo. Rogó desconsoladamente al «Señor de los ejércitos» que se fijara en la humillación de su sierva (cf. Lc 1,48), y le hizo la promesa de renunciar al derecho de rescate si le concedía ser madre de un hijo varón, para consagrárselo a él. Aparentemente, la promesa de Ana es superflua, porque la Ley mandaba consagrarle a Dios el hijo primogénito, pero el hecho de renunciar a rescatarlo y retenerlo implica un desprendimiento que, humana y culturalmente, implica mucho. En efecto, la «gracia» que Ana recibe se queda entre ella y el Señor. A Ana le basta saber que Dios no la maldice.
• La oración de Ana.
Elí, el sacerdote, se percata de su presencia cuando presiente una anomalía; acostumbrado a que le gente abusara y se excediera en la bebida (problema viejo de los santuarios) confunde a Ana con ese tipo de personas y la trata con rudeza, hasta que Ana se confesó con él, y ante él derramó su quebranto y frustración. Por lo general, la oración se hacía en alta voz, y como Ana apenas musitaba, Elí sospechó otra cosa. Hay que señalar que Ana se expresa de manera comedida y correcta, aunque el trato que recibe es descomedido e impropio de un sacerdote del Señor. Es cierto que la bebida formaba parte del ritual de los sacrificios de comunión (cf. 1,9; Isa 22,13; Amo 2,8), pero Elí, movido por el prejuicio respecto de la costumbre –y quizá por la impaciencia que le producían tales abusos–, se precipitó al generalizar y se equivocó al juzgar y condenar a Ana antes de conocer su real situación. El trato despectivo del sacerdote obedece al celo por las cosas del Señor; por eso, cuando Ana se explica, él rectifica y cambia de actitud. Hecha la aclaración, el sacerdote la bendijo, la encomendó y la despidió en paz deseándole que el Señor escuchara su oración.
• La reivindicación de Ana.
Ella regresó a su vida ordinaria, pero ya no era la de antes. Al regresar a Ramá, su relación con su marido siguió igual, pero el Señor acogió su súplica y ella concibió y dio a luz un hijo, al cual puso el nombre de Samuel («el nombre de Dios»: שְׁמוּאֵל; o, también: «el nombre de Dios es El [אֵל]»). La explicación del nombre puesta en boca de la madre resulta problemática, porque dice que fue «pedido», verbo que corresponde a otra raíz hebrea y conviene más al nombre de Saúl (שָׁאוּל), que significa «interrogado»; por otro lado, Samuel fue pedido al Señor (יהוה), y el apelativo divino que aparece en el nombre del niño es «Dios» (אֵל), el nombre que tiene un valor universal.
La presentación del niño se difiere hasta después de su destete, tres años, que era lo habitual (cf. 2Mac 7,27), quizá por eso sacrificaban «un novillo de tres años», como cumplimiento del voto hecho por Ana (cf. 1,11), que Elcaná cumplió puntualmente hasta cuando el niño hubo cumplido tres años de edad. Esta podría ser la razón por la cual la versión hebrea del Antiguo Testamento habla de «tres novillos», en tanto que las versiones griega y siríaca hablan de «un novillo de tres años», lo cual resulta más congruente con el v. 25 («inmolaron el novillo…»). Se procedió según el ritual acostumbrado y Ana hizo la presentación formal ante Elí, dejando así constancia del cumplimiento de su voto y de la entrega voluntaria del niño al servicio del Señor (cf. 1,21-28, omitido).
Sigue a continuación un cántico puesto en boca de Ana en el que ella celebra la inversión de las condiciones en las que era menospreciada, y que la liturgia eucarística utiliza como salmo responsorial. Que el último pase al primer lugar, y que esto sea obra del Señor, indica no solo su intervención liberadora y salvadora, sino también su amor por los pobres, los desvalidos, los afligidos y los postergados: así se realiza su reinado (cf. 2,1-10).
En tanto que la religiosidad popular atribuye a Dios la humillante esterilidad de Ana, ella se levanta como auténtica creyente en dicho entorno religioso y ve en Dios al que puede liberarla de su humillación. Son concepciones diametralmente opuestas, que no son meras posturas ideológicas sino opciones distintas: o la confianza o la sospecha. Elí, en nombre de la religión, de la que era custodio, sospecha de ella, pero Ana confía en su Señor-liberador (יהוה צְבָאוֹת: «el Señor de los ejércitos»). Ana tiene razón. Dios no quiere su humillación sino su felicidad. Esa es la confianza del pueblo de Israel que, por boca de María, se declara objeto de la mirada del Señor, su Salvador, que se ha fijado en su humillación (cf. Lc 1,46-48).
Los discípulos de Jesús seguimos en el empeño por confiar, venciendo la sospecha heredada por cultura. Tenemos claro que la fe expresa una profunda confianza, la que declaramos con el «amén» que pronunciamos, mientras que la cultura religiosa a menudo se basa en sospechas admitidas sin verificación racional ni de fe. El vacío de fe lo llena el prejuicio cultural.
Y nosotros, al recibir con nuestro «amén» al Mesías en el sacramento eucarístico, tenemos mayor capacidad que Ana para dar el salto de las ideas religiosas a la experiencia de fe.
Feliz martes.