PRIMERA LECTURA
Aprendan a hacer el bien. Busquen el derecho.
Lectura del libro de Isaías 1, 10. 16-20
¡Escuchen la palabra del Señor, jefes de Sodoma!
¡Presten atención a la instrucción de nuestro Dios, pueblo de Gomorra!
¡Lávense, purifíquense, aparten de mi vista la maldad de sus acciones! ¡Cesen de hacer el mal, aprendan a hacer el bien! ¡Busquen el derecho, socorran al oprimido, hagan justicia al huérfano, defiendan a la viuda!
Vengan, y discutamos -dice el Señor-.
Aunque sus pecados sean como la escarlata, se volverán blancos como la nieve; aunque sean rojos como la púrpura, serán como la lana.
Si están dispuestos a escuchar, comerán los bienes del país; pero si rehúsan hacerlo y se rebelan, serán devorados por la espada, porque ha hablado la boca del Señor.
SALMO RESPONSORIAL 49, 8-9. 16bc- 17. 21. 23
R/. El que sigue buen camino gustará la salvación de Dios.
No te acuso por tus sacrificios: ¡tus holocaustos están siempre en mi presencia! Pero Yo no necesito los novillos de tu casa ni los cabritos de tus corrales.
¿Cómo te atreves a pregonar mis mandamientos y a mencionar mi alianza con tu boca, tú, que aborreces toda enseñanza y te despreocupas de mis palabras?
Haces esto, ¿y Yo me voy a callar? ¿Piensas acaso que soy como tú? Te acusaré y te argüiré cara a cara. El que ofrece sacrificios de alabanza, me honra de verdad.
VERSÍCULO ANTES DEL EVANGELIO Ez 18, 31
“Arrojen lejos de ustedes todas las rebeldías y háganse un corazón nuevo y un espíritu nuevo”, dice el Señor.
EVANGELIO
No hacen lo que dicen.
+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Mateo 23, 1-12
Jesús dijo a la multitud y a sus discípulos:
Los escribas y fariseos ocupan la cátedra de Moisés; ustedes hagan y cumplan todo lo que ellos les digan, pero no se guíen por sus obras, porque no hacen lo que dicen. Atan cargas pesadas y difíciles de llevar, y las ponen sobre los hombros de los demás, mientras que ellos no quieren moverlas ni siquiera con el dedo.
Todo lo hacen para que los vean: agrandan las filacterias y alargan los flecos de sus mantos; les gusta ocupar los primeros puestos en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas, ser saludados en las plazas y oírse llamar “mi maestro” por la gente.
En cuanto a ustedes, no se hagan llamar “maestro”, porque no tienen más que un Maestro y todos ustedes son hermanos. A nadie en el mundo llamen “padre”, porque no tienen sino uno, el Padre celestial. No se dejen llamar tampoco “doctores”, porque sólo tienen un Doctor, que es el Mesías.
El mayor entre ustedes será el que los sirve, porque el que se eleva será humillado, y el que se humilla será elevado.
La reflexión del padre Adalberto Sierra
La búsqueda de rango y honores no solo es frívola vanidad. Detrás de ella está el afán de clasificar y estratificar a los seres humanos, es decir, crear la desigualdad entre los que son iguales. Y esto es perverso a los ojos de Dios, sobre todo si su nombre se usa como pretexto para legitimar esas desigualdades. Quien crea desigualdades tiene que convertirse al Padre de Jesucristo, si pretende llamarse fiel cristiano. La fe es incompatible con las desigualdades entre humanos.
La conversión a Dios es vacía de contenido si no hay respeto por el hombre. En otros términos, la «conversión» exige e incluye la «enmienda». Es imposible honrar a Dios deshonrando al ser humano. Si la «cátedra de Moisés» es exigencia de libertad y dignidad, la cátedra del Mesías es exigencia de fraternidad e igualdad ante el Padre común. No imitamos la conducta de hombres, ni somos seguidores de hombres como nosotros; imitamos y seguimos a Jesús porque es «el Hijo del Hombre», paradigma de lo humano y presencia viva del Padre. Si recordamos la vida de los santos, es por la misma razón, porque son testigos de Jesús, no porque consideremos que sean más que nosotros. Son nuestros hermanos, y nos relacionamos con ellos como con hermanos.
1. Primera lectura (Isa 1,10.16-20).
En un vigoroso oráculo, el profeta hace una denuncia clara de la hipocresía que se camufla con pretexto de culto. Las expresiones: «príncipes de Sodoma» y «pueblo de Gomorra» denuncian la corrupción de los círculos de poder y del pueblo en general (cf. 1,5-6). Todos están enfermos porque no escuchan la palabra del Señor ni oyen la enseñanza de su Dios, aunque gocen de una envidiable salud física. De hecho, el pueblo sobrevive gracias a la compasión del Señor, pues las acciones de todos los han conducido al borde de la autodestrucción (cf. 1,9).
El profeta muestra la repugnancia del Señor por ese culto presuntuoso y sin compromiso, y les advierte a quienes se dirige que el Señor no se deja sobornar. La detallada lista de sacrificios y dones y su tajante rechazo por parte del Señor indica que se refiere a toda expresión de culto, y que él no escucha peticiones dirigidas a él con manos abiertas y extendidas en dirección a él pero manchadas de sangre, es decir, que no acepta las plegarias de parte de los que no enmiendan sus injusticias. Es imposible rendirle culto practicando injusticias (cf. vv. 11-15, omitidos).
El Señor no solo protesta por ese intento de soborno, sino que manifiesta que no quiere sangre de animales (cf. 1,11) y que ellos no pueden pretender disimular con esa sangre de animales la sangre de seres humanos que «manchan» sus manos (cf. 1,15). Por eso, les pide que se purifiquen delante del Señor. Pero el profeta no se refiere a rito alguno de purificación exterior, sino a la purificación interior, que consiste en dejar de cometer el mal en la presencia del Señor, y señala dos acciones: dejar de hacer el mal y aprender a hacer el bien.
Y el concepto de «bien» lo delimita con precisión en oposición al del mal que denuncia: buscar el derecho (del prójimo). Este «derecho» consiste, primero, en liberar a los oprimidos, liberación que urge usando la imagen de quitar la carga que lo doblega («enderecen al oprimido»); segundo, defender al huérfano, que, por su condición de menor de edad y aún no sujeto de derechos, era víctima de los que podían alegar derechos en su contra; y tercero, proteger a la viuda, que, igual que el huérfano, estaba expuesta y legalmente desprotegida. Tres formas de «buscar el derecho» que sintetizan esa actitud: en una palabra, hacer justicia ante todo a favor de los débiles, buscando la igualdad independientemente de la capacidad de defenderse que tengan las personas. Llama la atención que las categorías de desvalidos sean estas, cuando tradicionalmente son el inmigrante, el huérfano y la viuda. Esto significa que el profeta está llamando con apremio a hacer justicia al conciudadano, lo que indica el estado de descomposición social en que está el pueblo.
Y, entonces sí, que vengan a buscar la salvación en él. Si mutan la injusticia por la justicia, sean cuales fueren sus pecados, todos les serán perdonados. Si hacen caso, gozarán de prosperidad y tranquilidad. Pero –última advertencia– si no hacen caso, la guerra acabará con el país («la espada los devorará»). Esto significa que la corrupción y la descomposición social provocan la violencia.
2. Evangelio (Mt 23,1-12).
Los dirigentes del pueblo en la época de Jesús siguen sin hacer caso del oráculo del profeta. Jesús los denuncia ante la multitud y ante sus discípulos como usurpadores de «la cátedra de Moisés»: hay incoherencia entre su conducta y sus enseñanzas; son opresores del pueblo, al que agobian con pesadas cargas, y son evasores de sus compromisos y responsabilidades, en tanto que exigen su estricto cumplimiento por parte de la gente. Nada de eso tiene respaldo en Moisés.
Jesús describe su comportamiento como un ansia desmedida de reconocimientos y de honores: individualmente, buscan ser vistos como hombres muy religiosos; comunitariamente, reclaman puestos de honor en la vida civil y religiosa; socialmente, exigen que se los denomine con títulos de distinción. Abusan de la veneración que el pueblo les profesa por exigencia de ellos.
Pero el pueblo no solo los tolera, sino que los admira. Se deja impresionar por sus alardes de santidad, y no discierne la incoherencia entre su vida y su doctrina. Por eso Jesús intenta que sus discípulos –al menos– reaccionen abriendo los ojos a esa realidad. Ellos, que conocen el mensaje del amor universal de Dios, entienden que este reclama la igualdad humana.
Jesús no prohíbe el uso de títulos, cosa que resultaría ridícula, él denuncia el uso de títulos que se esgrimen para crear diferencias entre las personas y afirmar supremacía de unos seres humanos sobre los otros. Traicionaríamos su planteamiento si dedujéramos que prohíbe usar los términos –tan comunes, por otro lado– «maestro», «padre», «instructor» (o «director»), y nos diéramos por bien servidos con desterrarlos de nuestro vocabulario. Eso no nos haría discípulos suyos.
Dirigiéndose a sus discípulos, Jesús les inculca: La igualdad de los hermanos, en tanto que todos son discípulos; la paternidad exclusiva de Dios, en tanto él es el modelo de conducta para imitar; la paridad de los discípulos, en tanto que todos son guiados por él. El servicio es el único título de grandeza para todos los suyos. Los honores y rangos humanos nada valen; el servicio, que «los hombres» estiman deshonor y propio de esclavos, libremente prestado vale y honra al ser humano delante de Dios.
Crear la desigualdad es una forma de dividir la sociedad y debilitarla, pero también de enfrentarla en una lucha intestina. Una sociedad dividida sucumbe a causa de los intereses enfrentados, o la convierte en presa fácil del agresor exterior.
Religiosidad y culto sin compromiso es una trampa en la que es fácil caer. El tiempo de Cuaresma nos recuerda que el valor del culto no radica ni en un rito ni en la multiplicidad de los ritos, sino en el hecho de que el verdadero culto solo lo ofrecen las personas sinceras y justas. El culto no exime de la responsabilidad en relación con el prójimo.
El cristiano da culto a Dios con su vida y su convivencia, como Jesús. Los ritos y las ceremonias son elementos propios de las celebraciones, pero nuestro culto es la vida misma entregada en el servicio. Eso es lo que celebramos en la eucaristía, la entrega de Jesús a su Iglesia para que ella la prolongue a través de sus miembros. Ese es el compromiso que aceptamos con el «Amén» que pronunciamos al comulgar: prolongar la entrega servicial de Jesús por todos