Lectura del santo evangelio según san Juan (6,30-35):
EN aquel tiempo, el gentío dijo a Jesús:
«¿Y qué signo haces tú, para que veamos y creamos en ti? ¿Cuál es tu obra? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como está escrito: “Pan del cielo les dio a comer”».
Jesús les replicó: «En verdad, en verdad os digo: no fue Moisés quien os dio pan del cielo, sino que es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo».
Entonces le dijeron: «Señor, danos siempre de este pan».
Jesús les contestó: «Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás».
Palabra del Señor
Martes de la III semana de Pascua.
Esteban da testimonio de qué significa «creer» en Jesús. En efecto, Esteban se configura con su Señor en la vida como en la muerte. Lucas narra la muerte de Esteban en paralelo con la muerte de Jesús como «coronación» de una vida de fe totalmente disponible al Espíritu Santo. Es bueno recordar que el nombre de Esteban (griego ????????) significa «corona», como también «motivo de satisfacción» (cf. Fil 4,1; 1Ts 2,19).
En aquel tiempo, la multitud quedó sorprendida porque Jesús no les exigió adhesión alguna a la Ley o a sus preceptos sino a su persona humana como fuente del Espíritu divino. Eso no se lo esperaban. Es posible que hoy suceda algo semejante. Habría que preguntarse si los hombres de hoy, en particular los cristianos, estamos dispuestos a darle nuestra adhesión al Hijo del Hombre, o si preferimos un Jesús «diferente» (cf. 2Co 11,4).
1. Primera lectura (Hch 7,51-8,1a).
La infidelidad de los dirigentes del pueblo la expresa Esteban en estos términos: «rebeldes», que traduce la expresión figurativa «duros de cerviz», y que es reproche de idolatría desde los tiempos del desierto (cf. Hch 7,41-43); «incircuncisos de corazón» (cf. Lev 26,41; Jer 9,25-26; Ez 44,7.9), que implica resistencia a los mandatos de Dios; y añade «incircuncisos de oídos» (cf. Jer 6,10), a causa de que ni escuchan ni comprenden la palabra del Señor.
En la última parte de su extenso discurso, Esteban hace su denuncia profética: son sus jueces los que nunca han respetado a Dios ni al hermano, y colmaron esa infidelidad matando a Jesús. En efecto, «siempre» se resisten al Espíritu Santo portándose como sus antepasados, que hostigaron a todos los profetas, mataron a «los que anunciaban la venida del Justo» y, por último, acaban de entregar y asesinar al Justo en persona, a pesar de haber recibido la Ley de manos de mensajeros de Dios, Ley que nunca han guardado.
Mientras el Consejo se va llenando de ira, Esteban está lleno de Espíritu Santo, y declara ver el cielo abierto y al «Hijo del Hombre» como su testigo defensor («de pie») ante Dios. «El Hijo del Hombre» es el Hombre-Dios, Jesús en su plena condición divina, como juez de la historia, que, «sentado a la derecha de la Potencia de Dios» (cf. Lc 22,69), juzga a los jueces. Esto es más de lo que el Consejo podía soportar, así que se lanzaron furiosos contra él. Y ocurren dos lapidaciones: La primera es un linchamiento popular sin viso alguno de legalidad. La segunda viene a legalizar la anterior y la termina: surgen unos «testigos», bajo el mando de Saulo (que opera como nexo jurídico con el Consejo), quien autoriza la ejecución y da fe de la misma.
Se usaba lapidar tirando de espaldas y contra el suelo al condenado, y así lo apedreaban; si no moría, le amontonaban encima del pecho una pila de piedras, para que muriera asfixiado.
Esteban muere como un segundo Jesús al entregar su espíritu y pedir perdón por sus asesinos. El narrador dice que Esteban «se durmió» (??????????). Así se entiende la muerte del cristiano. Por eso se llama «cementerio» («dormitorio») al lugar donde reposan los restos de los cristianos.
2. Evangelio (Jn 6,30-35).
Pese a que Jesús manifestó haberle dado a la multitud un «signo» (o «señal»: ???????), signo que fue reconocido por ella misma (cf. Jn 6,14.26), ahora las personas le preguntan qué señal realiza él para que, al verla, le crean. Hablan de una señal de poder, como las que en el libro del Éxodo se le atribuyen a Moisés. Jesús, según ellos, no realiza obra alguna de carácter espectacular como las que se dice que hizo Moisés. Quieren lo portentoso, lo milagroso, lo que no compromete, en vez del compromiso humano cotidiano. No han percibido que Dios promete y así compromete, porque quiere entablar con ellos una relación de amor, no de poder, y que una relación de amor es dialogal y exige reciprocidad, en tanto que una relación de poder es impuesta y solo requiere sumisión, ya que se trata de hacer prevalecer una voluntad sobre la otra.
Ellos hablan de sus «padres», pero Jesús les habla del Padre: opone la visión étnica de ellos a la visión universalista que él propone. Ellos piensan en sus antepasados, a partir de Abraham, pero no tienen en cuenta que la promesa hecha a los patriarcas era bendición para todos los pueblos.
Jesús pone las cosas en su sitio. No son como las narran: Moisés no les dio pan del cielo; el maná no lo era (interpretación de Jesús). El Padre es quien da (en presente) el verdadero pan del cielo: su incesante donación de vida «al mundo», o sea, a toda la humanidad. Porque «el pan de Dios» es la demostración que él da de su amor vivificador. Ellos piden «pan de ese», pero le niegan a Jesús la adhesión que él les solicitó para poder dárselo.
Y –por eso– de dar el pan pasa ahora a identificarse él con el pan. Él es el pan. Él manifiesta el amor vivificador del Padre. La fe se expresa ahora en términos de «acercamiento» a él para darle adhesión y alcanzar así la plenitud personal. Esta plenitud responde al ansia de vida que la Ley no satisfizo (cf. Si 24,21: «El que me come tendrá más hambre, el que me bebe tendrá más sed», referido a la Ley). Esto significa que cuando el hombre busca su propia perfección (objetivo de la Ley) edifica su propio pedestal; en cambio, al darle su adhesión a Jesús se convierte en servidor de los demás y trabaja por la igualdad en el amor. Y esto es lo que realiza y satisface al hombre.
El hecho de no estar pendiente de defenderse a sí mismo le da a Esteban libertad profética para anunciar el designio de Dios, contrastarlo con los designios humanos y denunciar las injusticias cometidas por resistencia a la alianza con él, o por no atenerse a su palabra o negarse a escuchar su mensaje o a sus mensajeros. Esa es la libertad que da el Espíritu Santo, por la fuerza de vida que él infunde, y que permite enfrentar la muerte con la seguridad de que la última palabra no es la de los asesinos, sino la del Padre del cielo.
La multitud presenta cierta ambigüedad en su conducta. Admiran a Jesús, pero no aceptan sus exigencias; lo tienen ante sí, pero no se le acercan; sienten el hambre (insatisfacción), pero le ponen reparos al pan; piden, pero se niegan a dar. No quieren comprometerse. Buscan un mundo feliz sin trabajar por lograrlo; quieren que Dios lo haga todo. Imaginan a Dios como un titiritero. Por eso, la eucaristía de muchos se queda a medio camino, porque solo hacen caso del «tomen y coman», pero no los interpela el «hagan lo mismo», como sí interpeló a Esteban.
El signo de la fracción del pan necesita ser más explicado, ya que no faltan quienes piensan que tal fracción es un mero asunto práctico: se parte para introducirlo cómodamente en la boca. No descubren «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» en el «pan partido» y repartido para ser compartido por todos. Ojalá nosotros sí.
Feliz martes.