Lectura del santo evangelio según san Juan (20,11-18):
EN aquel tiempo, estaba María fuera, junto al sepulcro, llorando. Mientras lloraba, se asomó al sepulcro y vio dos ángeles vestidos de blanco, sentados, uno a la cabecera y otro a los pies, donde había estado el cuerpo de Jesús.
Ellos le preguntan:
«Mujer, ¿por qué lloras?».
Ella contesta:
«Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto».
Dicho esto, se vuelve y ve a Jesús, de pie, pero no sabía que era Jesús.
Jesús le dice:
«Mujer, ¿por qué lloras?».
Ella, tomándolo por el hortelano, le contesta:
«Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré».
Jesús le dice:
«¡María!».
Ella se vuelve y le dice.
«¡Rabbuní!», que significa: «¡Maestro!».
Jesús le dice:
«No me retengas, que todavía no he subido al Padre. Pero, ande, ve a mis hermanos y diles: “Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro”».
María la Magdalena fue y anunció a los discípulos:
«He visto al Señor y ha dicho esto».
Palabra del Señor
Martes de la octava de Pascua.
La vida de fe es un proceso que hay que completar. Al principio, la predicación de los discípulos, influida por la mentalidad legalista de la piedad farisea, era de tipo moralizante, como la de Juan Bautista (exigencia de enmienda y de bautismo con agua para perdón de los pecados), razón por la cual solo producía adhesiones cuantitativas, pero no la prometida efusión del Espíritu Santo.
El evangelista describe cómo pasa un discípulo de «la tiniebla» de la muerte a la «luz de la vida», cómo vence el temor a la muerte para dar fe a Jesús resucitado: no por la profesión de una teoría, sino por la praxis del amor; no por el saber especulativo, sino por el encuentro vivo y personal con el Señor resucitado.
1. Primera lectura (Hch 2,14a.36-41).
Según la secuencia descrita por Pedro, Jesús primero subió al cielo, después Dios lo sentó a su derecha, y finalmente lo constituyó Señor y Mesías. En Lc 9,20 Pedro lo había declarado «Mesías de Dios», pero su muerte en la cruz dio al traste con su esperanza mesiánica nacionalista; ahora revive dicha esperanza, y con ella su nacionalismo. La sola bajada del Espíritu no ha cambiado su mentalidad, que aparece oscilando entre la universalidad de la promesa y su restricción al solo pueblo de Israel. Esta oscilación marca su proceso personal de conversión.
El auditorio reacciona compungido y pregunta qué tienen que hacer, una alusión a la pregunta de multitudes judías, excluidos de Israel y foráneos a Juan Bautista (cf. Lc 3,11.12.14). Pedro se sitúa en el horizonte del precursor: exige arrepentimiento-enmienda y bautismo con agua para el perdón de los pecados, prometiendo por ello el don del Espíritu Santo. Es una visión sincretista del mensaje: se supone que se adhieren a Jesús por ese bautismo de enmienda, pero que no van a recibir enseguida el Espíritu por esa adhesión, sino en un futuro indeterminado. No obstante, los ciento veinte sí habían recibido el Espíritu Santo sin ese requisito (cf. Hch 1,15; 2,1-4).
Sin embargo, al hablar del Espíritu Santo, vuelve a la promesa para los israelitas y para todos los paganos. La exhortación a ponerse a salvo de «esta generación malvada» (cf. Dt 32,5; Lc 3,7) se refiere ahora la sociedad judía, sugiriendo que esta no entrará en la tierra prometida. Según esto, el amor del Espíritu vence la resistencia interior de Pedro, este vuelve al anuncio original y asume de nuevo la causa de Jesús: los excluidos de la tierra. La promesa se concreta ahora en el don del Espíritu Santo, anuncio con el que Pedro retoma las palabras de Jesús (cf. Lc 24,49).
Hay una aceptación masiva de «sus palabras» y de su propuesta de bautismo en agua, pero no se constata la prometida efusión del Espíritu Santo. La tarea fue realizada a medias.
2. Evangelio (Jn 20,11-18).
María permanece triste junto al sepulcro y no aparenta tener consuelo. A pesar de que sabe que Jesús no está en el sepulcro, insiste en permanecer junto al mismo. Y muy a pesar de que Jesús advirtió que su muerte causaría una breve tristeza pero que él volvería, para darles una alegría que nadie les podría arrebatar, María Magdalena persiste en su propósito de encontrarlo junto al sepulcro. Ella necesita recorrer el camino de la «tiniebla» de la muerte hacia la luz de la vida.
• Los «ángeles», o sea, los mensajeros del cielo, con su vestimenta («blanco»: victoria y gloria) y su postura («sentados»: posesionados del que fuera espacio de la muerte) buscan hacerla tomar conciencia de que su llanto carece de sentido. Pero ella insiste, porque está buscando un cadáver y no a un viviente. La «tiniebla» la ofusca.
• Se da un primer movimiento –incompleto– de María que la pone de frente a Jesús vivo, de pie, resucitado, pero, como ella busca a un muerto, no lo identifica, no lo logra ver. El dominio que sobre ella ejerce «la tiniebla» es tal que «viendo no ve», y por eso no puede dar el paso de la fe ni beneficiarse de la acción restauradora de Jesús (cf. Jn 12,39-40).
• Sólo después de que Jesús pronuncia su nombre, ella da la vuelta completa (se «convierte»), es decir, le da la espalda al sepulcro, y se produce el encuentro entre ella y él. Esto significa que para poder ver a Jesús resucitado e identificarlo como tal, es necesario convertirse a él mediante un encuentro personal (por nombre propio), cara a cara, con él, encuentro que se produce a medida que se «sale» de la esfera de la tiniebla y reconoce a Jesús como su Señor (?????????: «Señor mío»), tratamiento que le daban los discípulos al maestro (equivalencia que propone Juan) y la esposa a su esposo, posible alusión a María como discípula modelo en alianza de amor con Jesús.
Una vez realizado el encuentro, todavía María debe superar otro obstáculo. Lo reconoce como su «Maestro»-«esposo», y entonces ella se abraza a él. Pero Jesús le dice que lo suelte; todavía no es la hora del abrazo definitivo, porque este abrazo definitivo será en la casa del Padre. Ahora le toca a ella salir a la misión, que comienza por anunciar la buena noticia a los hermanos, hijos del mismo Padre (por tener el Espíritu) y creyentes del mismo Dios, el Dios de la vida. Es notable que Jesús habla primero del Padre y después de Dios. Esto significa que su comunidad solamente reconoce como Dios al que ha conocido como Padre a través de Jesús, el que les da vida por el don del Espíritu. María va a cumplir el encargo, pero no se nos dice cuál fue la reacción de los destinatarios de su mensaje. Eso queda en suspenso.
Por segunda vez se observa que ni el sepulcro vacío, ni el testimonio de las Escrituras (en el episodio anterior), ni el mensaje de los enviados («los ángeles»), les dan motivos suficientes para creer en la resurrección del Señor. Tampoco es la aparición en sí, sino el encuentro por nombre propio, o sea, personalmente, el que lleva a la experiencia del Señor resucitado. Dicho en otros términos, se trata de encontrarse con una persona y no de convencerse de una idea. Perdemos nuestros esfuerzos los evangelizadores cuando pretendemos convencer a otros de la resurrección del Señor. Lo que hay que procurar es el encuentro con el Señor resucitado. En otras palabras, no somos propagandistas de la resurrección, sino testigos del resucitado.
Y la comunión eucarística es encuentro con el Señor resucitado para la misión.
Feliz martes de Pascua.