PRIMERA LECTURA
Observen los mandamientos y pónganlos en práctica.
Lectura del libro del Deuteronomio 4, 1. 5-9
Moisés habló al pueblo, diciendo:
Y ahora, Israel, escucha los preceptos y las leyes que yo les enseño para que las pongan en práctica. Así ustedes vivirán y entrarán a tomar posesión de la tierra que les da el Señor, el Dios de sus padres.
Tengan bien presente que ha sido el Señor, mi Dios, el que me ordenó enseñarles los preceptos y las leyes que ustedes deberán cumplir en la tierra de la que van a tomar posesión. Obsérvenlos y pónganlos en práctica, porque así serán sabios y prudentes a los ojos de los pueblos, que al oír todas estas leyes, dirán: “¡Realmente es un pueblo sabio y prudente esta gran nación!”
¿Existe acaso una nación tan grande que tenga sus dioses cerca de ella, como el Señor, nuestro Dios, está cerca de nosotros siempre que lo invocamos? ¿Y qué gran nación tiene preceptos y costumbres tan justas como esta Ley que hoy promulgo en presencia de ustedes?
Pero presta atención y ten cuidado, para no olvidar las cosas que has visto con tus propios ojos, ni dejar que se aparten de tu corazón un solo instante. Enséñalas a tus hijos y a tus nietos.
SALMO RESPONSORIAL 147, 12-13. 15-16. 19-20
R/. ¡Glorifica al Señor, Jerusalén!
¡Glorifica al Señor, Jerusalén, alaba a tu Dios, Sión! Él reforzó los cerrojos de tus puertas y bendijo a tus hijos dentro de ti.
Envía su mensaje a la tierra, su palabra corre velozmente; reparte la nieve como lana y esparce la escarcha como ceniza.
Revela su palabra a Jacob, sus preceptos y mandatos a Israel: a ningún otro pueblo trató así ni le dio a conocer sus mandamientos.
VERSÍCULO ANTES DEL EVANGELIO Cf. Jn 6, 63c. 68c
Tus palabras, Señor, son Espíritu y Vida; Tú tienes palabras de vida eterna.
EVANGELIO
El que los cumpla y enseñe será considerado grande.
+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Mateo 5, 17-19
Jesús dijo a sus discípulos:
No piensen que vine para abolir la Ley o los Profetas: Yo no he venido a abolir, sino a dar cumplimiento. Les aseguro que no quedarán ni una i ni una coma de la Ley sin cumplirse, antes que desaparezcan el cielo y la tierra.
El que no cumpla el más pequeño de estos mandamientos, y enseñe a los otros a hacer lo mismo, será considerado el menor en el Reino de los Cielos. En cambio, el que los cumpla y enseñe, será considerado grande en el Reino de los Cielos.
La reflexión del padre Adalberto Sierra
Los descendientes de Abraham sabían que el cumplimiento de la promesa estaba vinculado de por sí al culto exclusivo al Señor y al consiguiente abandono de los ídolos (cf. Deu 4,3-4). De ahí la urgencia de ser fieles a la alianza, y de no tratar de acomodar sus exigencias a gustos particulares (cf. Deu 4,2). La idolatría –la prostitución ritual en particular–, provoca la reprobación del Señor y la muerte de los idólatras, es decir, una guerra intestina y externa (cf. Deu 4,3; Núm 25,1-18). Las cláusulas de la alianza no son para saber sino para vivir y convivir.
Pero la Ley era provisional, para el estadio inmaduro de la humanidad. Cumplidas las promesas, comienza otra etapa, la del hombre maduro, en la que el culto no es ritual sino existencial, vital; no por una exigencia exterior, sino por un impulso interior; no por temor, sino por amor.
1. Primera lectura (Deu 4,1.5-9).
La promesa hecha a los antepasados de heredar la tierra «que mana leche y miel» se cumplió. No obstante, queda abierta a futuros cumplimientos. El pueblo se define por la escucha de la palabra del Señor, y esta escucha se verifica en la práctica de la misma; así, el pueblo tendrá descendencia y poseerá la tierra, es decir, tendrá vida y libertad.
Todo lo que el Señor mandó guardar es garantía para una convivencia justa en la tierra prometida.
• Cumpliendo sus mandatos y decretos, los israelitas serán un pueblo famoso por su sabiduría y por la prudencia de su conducta. Es notable el énfasis que se pone en la praxis de los «mandatos y decretos», que es la síntesis de las cláusulas de la alianza, exigencias de convivencia. Sabiduría y prudencia son cualidades valoradas en el entorno internacional, cultivadas y apreciadas por los pueblos. Israel exhibirá una sabiduría y una prudencia recibidas del Señor que le darán renombre entre las naciones y lo harán admirable a los ojos de los otros pueblos.
• Ningún pueblo tiene con sus ídolos una relación tan personal y efectiva como los israelitas la tienen con el Señor. El Señor está cerca de Israel (cf. Deu 30,14) y su palabra es accesible. Pueden conocer sus designios, recibir sus orientaciones, obtener respuesta a sus peticiones, escucharlo y hablarle, porque él no está lejos, está en medio de su pueblo (cf. Deu 6,15; 7,21). Él es diferente de los dioses de los pueblos, porque Israel mantiene permanente comunicación con él.
• Ninguna nación exhibe una legislación tan justa para convivir como la que les dio el Señor por medio de Moisés. Las acciones liberadora y salvadoras del Señor son el argumento convincente para urgir la observancia de esos «mandatos y decretos», ya que «esta ley» no solo regula de modo admirable las relaciones del pueblo con su Dios y de los miembros del pueblo entre sí, sino que establece un vínculo imprescindible entre el culto a Dios y la justa convivencia entre ellos.
Pero la elección no es un privilegio para presumir, es una responsabilidad de los contemporáneos y de los futuros miembros del pueblo. Los sucesos que constituyeron el pueblo muestran que el Señor es un Dios que no tolera la opresión. Eso no hay que olvidarlo, sino recordarlo. Y por eso deben cuidarse de caer en la idolatría (cf. Deu 4,10-20), porque la idolatría avala la opresión.
2. Evangelio (Mt 5,17-19).
Jesús declara que no vino a echar abajo «la Ley y los profetas» (entendidos como un todo), o sea, no vino a defraudar la promesa de liberación y salvación contenida en el Antiguo Testamento, sino a cumplir en plenitud dicha promesa. En las bienaventuranzas se cumplen las promesas de libertad («tierra»: cf. 5,5) y vida («hijos»: cf. 5,9) que Dios le hizo a Abraham, y que constituyen la bendición para «todas las familias del mundo» (cf. Gén 12,1-3), y cuyo pleno cumplimiento se realizará en el don del Espíritu Santo. Jesús no habla de que él vaya a «observar» la Ley, sino de «cumplir» plenamente la promesa contenida en ella. El cumplimiento de dicha promesa depende de la aceptación de los «mandamientos mínimos», que son las bienaventuranzas.
• Quien se exima de ellas y les enseñe a otros a eximirse de ellas, será irrelevante para la nueva y definitiva humanidad («el reino de los cielos», el reino universal). La acción liberadora y salvadora de Dios no se realiza por una intervención de dominio, sino por la aceptación libre de su reinado amando –como él– a los excluidos de la sociedad humana y poniéndose de su parte. Quien no asuma esta actitud se niega a aceptarlo como rey, y, por consiguiente, no entra en su reino. No se trata de que Dios excluya, es el hombre el que se excluye a sí mismo al rehusarse a amar con esa perspectiva incluyente de las bienaventuranzas.
• Quien les dé cumplimiento y les enseñe a otros a cumplirlas, será relevante para formar la nueva humanidad. La aceptación de Dios como Padre no es teórica sino vital, haciéndose «hijo» suyo, es decir, imitador de su conducta. Esto entraña el profundo y gozoso anhelo de realizar siempre el designio del Padre: la humanidad libre y dichosa. Por eso, acepta su reinado, entra en su reino y se dedica a construirlo en el espíritu de las bienaventuranzas, los «mandamientos mínimos» de la nueva alianza, es decir, las exigencias mínimas de la nueva relación con Dios. Esto permite al discípulo lograr su desarrollo humano («será llamado grande en el reino de Dios»).
El paralelo que la celebración de la palabra hoy establece entre estas palabras de Jesús y el texto del Deuteronomio propuesto como primera lectura nos induce a pensar que hay una idolatría que se opone a la praxis de las bienaventuranzas. En general, esa idolatría consiste en el legalismo de los letrados y en la piedad exhibicionista de los farsantes (cf. 5,21-6,18). Y, en concreto, es la idolatría de la riqueza, que se resume en «servirle al dinero» (6,24). Esa idolatría arruina la vida y la convivencia humanas (cf. 6,25-34).
Hay correspondencia entre los mandamientos «mínimos» (ἐλαχίστων) –las bienaventuranzas– y la condición de «mínimo» que tiene el que se exima de esos «mandamientos mínimos». Jesús da a entender que las bienaventuranzas, en cuanto «mandamientos», son insignificantes, puesto que son más bien propuestas de libre aceptación. Así también, todo seguidor suyo que se desentienda de las bienaventuranzas es insignificante para el reino universal de Dios.
Si el pueblo de Abraham se distinguía por su alianza con el Señor, y lo honraba con la observancia de la Ley, la Iglesia de Jesús se distingue por su relación con el Padre por medio del Hijo, y le da culto viviendo su reinado y construyendo su reino en el fiel cumplimiento de la promesa por la praxis de las bienaventuranzas, transmitiendo esta nueva vida a todos los pueblos, bautizándolos el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que Jesús nos «mandó» (cf. Mt 28,19-20). Así que esos «mandamientos mínimos» son la «sabiduría» de los cristianos y nuestra forma de vivir la intimidad con Dios y de convivir como pueblo de la alianza.
Sin las bienaventuranzas, la fe cristiana no se distinguiría de las religiones paganas, la comunidad cristiana no sería diferente de cualquier sociedad de mutua ayuda, y la santidad cristiana no sería mejor que el narcisismo autorreferencial que cultivan algunas espiritualidades de corte vanidoso. Las bienaventuranzas le dan sentido al reinado de Dios y contenido al reino que formamos.
Esa es nuestra identidad cristiana, y nuestra propia forma de darle culto al Padre. La eucaristía nos configura con Jesús y nos fortalece con su Espíritu para darle al Padre ese culto «auténtico», distanciándonos del «mundo este» por nuestro cambio de mentalidad (cf. Rom 12,1-2; Col 3,3).