Lectura del santo evangelio según san Juan (5,17-30):
EN aquel tiempo, Jesús dijo a los judíos:
«Mi Padre sigue actuando, y yo también actúo».
Por eso los judíos tenían más ganas de matarlo: porque no solo quebrantaba el sábado, sino también llamaba a Dios Padre suyo, haciéndose igual a Dios.
Jesús tomó la palabra y les dijo:
«En verdad, en verdad os digo: el Hijo no puede hacer nada por su cuenta sino lo que viere hacer al Padre. Lo que hace este, eso mismo hace también el Hijo, pues el Padre ama al Hijo y le muestra todo lo que él hace, y le mostrará obras mayores que esta, para vuestro asombro.
Lo mismo que el Padre resucita a los muertos y les da vida, así también el Hijo da vida a los que quiere.
Porque el Padre no juzga a nadie, sino que ha confiado al Hijo todo el juicio, para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo, no honra al Padre que lo envió.
En verdad, en verdad os digo: quien escucha mi palabra y cree al que me envió posee la vida eterna y no incurre en juicio, sino que ha pasado ya de la muerte a la vida.
En verdad, en verdad os digo: llega la hora, y ya está aquí, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que hayan oído vivirán.
Porque, igual que el Padre tiene vida en sí mismo, así ha dado también al Hijo tener vida en sí mismo. Y le ha dado potestad de juzgar, porque es el Hijo del hombre.
No os sorprenda esto, porque viene la hora en que los que están en el sepulcro oirán su voz: los que hayan hecho el bien saldrán a una resurrección de vida; los que hayan hecho el mal, a una resurrección de juicio.
Yo no puedo hacer nada por mí mismo; según le oigo, juzgo, y mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió».
Palabra del Señor
Miércoles de la IV semana de cuaresma.
La liberación de la esclavitud en Egipto y del cautiverio en Babilonia son «éxodos» (cada uno a su manera) que revelan una verdad histórica indiscutible: Dios libera a Israel de sus opresores. Cualesquiera que fueran las imágenes usadas, Dios se muestra siempre a favor de la libertad del pueblo que lleva su nombre.
Esta libertad tuvo como antagonistas, en los casos mencionados, a dos potencias extranjeras. Eso es entendible. Lo que resulta pasmoso es que el antagonismo surja dentro del mismo pueblo, por parte de sus dirigentes, e invocando la tradición del éxodo (la Ley de Moisés). La que debió ser garantía de convivencia justa fue pervertida en instrumento de dominación y opresión.
1. Primera lectura (Is 49,8-15).
El oráculo, dirigido a los cautivos en Babilonia, es un anuncio de liberación. Dios declara «tiempo de gracia» y «día propicio» una oportunidad concreta de salvación. Esa intervención responde al clamor del pueblo oprimido. Él ofrece la salvación en la historia del pueblo, no por fuera de ella, y desde adentro, no desde afuera. Es el Dios que «interviene» la historia de los hombres sin por eso coartar las libertades ni violentar los procesos mismos.
El Siervo del Señor es mediador de una alianza (como lo fue Moisés) abierta a «la multitud». En hebreo, este término («multitud») designa un grupo cuyos miembros son parientes, sea un pueblo cualquiera, sea el mismo pueblo de Israel, o incluso la entera población de la tierra (cf. Is 42,5-6; 44,7; 53,8). El Siervo es también «restaurador y repartidor de tierras» (como lo fue Josué). Evoca la realización de un nuevo éxodo a favor de los cautivos («¡salgan!»), de los que están en tinieblas («¡salgan a la luz!»).
No se repite la historia, se renueva la acción liberadora y salvadora del Señor. Ellos recorrerán indemnes su camino –como otrora el pueblo rescatado de Egipto– porque el que los conducirá es compasivo, y les allanará ese camino para reunirlos, por muy lejos que estén. Los cuidados del Señor se renuevan, las circunstancias han cambiado. Ahora vienen de lugares distantes, y él está allí para reconfortarlos y manifestarles su ternura.
El Señor consuela a su pueblo –que se siente a la vez esposa y madre–, y se compadece de los desamparados. No hay riesgo de que él los abandone o se olvide de ellos. Su amor por ellos es más entrañable que el amor de una madre por el hijo de sus entrañas. Estas palabras recuerdan el mensaje de los profetas Oseas y Jeremías, así como el del Deuteronomio (cf. también Is 54,7-8; Lm 4,3-4; 5,20). Definitivamente, el Señor libera a su pueblo porque lo ama sin medida.
2. Evangelio (Jn 5,17-30).
Jesús es juzgado por el «mundo» –encarnado ahora en la sociedad judía–, cuyo pecado acaba de denunciar con hechos, liberando al hombre sometido por ese mundo. Los rabinos palestinenses distinguían la actividad creadora de Dios, concluida el séptimo día (cf. Gn 2,2), y su permanente actividad de juez soberano que conduce el mundo de los hombres a su destino. Pero suponían que esa actividad estaba determinada por la Ley. No en el sentido de que la Ley condicionara al Señor, sino en el supuesto de que la Ley contenía fielmente su designio. Jesús presenta su propia actividad al mismo nivel y en sintonía con la actividad permanente del Padre.
2.1. Principio fundamental: la creación no es cerrada, no está concluida. Mientras el ser humano no haya logrado su plenitud, el Padre y el Hijo trabajan incesantemente. La Ley que les prescribe el descanso se opone a la esclavitud, no justifica la opresión.
2.2. Por su condición de «Hijo», Jesús es igual al Padre en su actividad de amor para que todo ser humano pase de la muerte a la vida (el amor que salva, da vida). Él es libre para amar, por ser Hijo de Dios, y porque está lleno del Espíritu Santo.
2.3. Reconocer a Jesús como «Hijo» de Dios implica:
• Aceptar que Dios es y se comporta tal como lo revela Jesús con su vida.
• Darle adhesión de fe a Jesús, haciendo de él el guía para imitar a Dios.
• Hacer de Jesús el propio modelo de conducta en la convivencia social.
2.4. La misión de Jesús. Consiste en llamar a los muertos en vida a que vivan plenamente por el don del Espíritu Santo, que el Padre y el Hijo poseen y comunican como propio. Las obras de la vida pública de Jesús serán superadas por los acontecimientos posteriores a la Pascua: del don del Espíritu –la vida eterna– y el consiguiente juicio de los hombres. Por eso, desde ahora:
• Los que escuchen la voz de Jesús, aunque estén en el sepulcro (muertos en vida), se levantarán y saldrán de él (éxodo fuera del «mundo»); los que no lo escuchen (los opresores), se pondrán de pie (como los acusados) para escuchar su propia sentencia.
• Jesús escucha al Padre, no actúa por propia iniciativa, sino que busca hacer realidad el designio del Padre. Por eso su juicio es justo, porque él comunica la vida (el Espíritu), «a quien él quiere», es decir, por amor y con toda libertad.
La misión del Hijo consiste en hacer que los hombres pasemos de condiciones de vida menos humanas a condiciones cada vez más humanas. Por eso, ningún orden social puede considerarse hecho y definitivo, porque, si solamente hubiera un ser humano sufriendo, él sería motivo más que suficiente para cambiar ese orden social por uno que elimine dicho sufrimiento. Ese es el empeño liberador que anima a Jesús y que debe animarnos a sus discípulos.
Quitar el pecado del mundo significa eso, eliminar la injusticia que perjudica la convivencia social y hace imposibles las relaciones de fraternidad entre los hombres. Esa tarea no admite descanso, ni hay ley alguna que pueda prohibirla legítimamente. Y, si alguna ley se atreviera a hacerlo, sería contraria al designio divino, porque para Dios es primero la vida humana que el orden legal.
La eucaristía nos invita y nos capacita para ir asimilando la realidad de Jesús por la fuerza de su Espíritu, y asemejándonos más a él como hijos de Dios. Esto –claro está– nos compromete a trabajar unidos con él por la libertad interior y exterior de todos los seres humanos.
Feliz miércoles.