PRIMERA LECTURA
Dios ha enviado a su Ángel y ha salvado a sus servidores.
Lectura de la profecía de Daniel 3, 1. 4. 5b-6. 8. 12. 14-20. 24-25. 28
El rey Nabucodonosor hizo una estatua de oro, de treinta metros de alto y tres de ancho, y la erigió en la llanura de Dura, en la provincia de Babilonia. Y el heraldo proclamó con fuerza: “A todos ustedes, pueblos, naciones y lenguas, se les ordena lo siguiente: Ustedes deberán postrarse y adorar la estatua de oro que ha erigido el rey Nabucodonosor. El que no se postre para adorarla será arrojado inmediatamente dentro de un horno de fuego ardiente”.
En ese mismo momento, se acercaron unos Caldeos y acusaron a los judíos. Dijeron al rey Nabucodonosor: “Hay unos Judíos, Sadrac, Mesac y Abed Negó, a quienes tú has encomendado la administración de la provincia de Babilonia. Esos hombres no te han hecho caso, rey; ellos no sirven a tus dioses, ni adoran la estatua de oro que tú has erigido”.
Nabucodonosor tomó la palabra y dijo: “¿Es verdad, Sadrac, Mesac y Abed Negó, que ustedes no sirven a mis dioses y no adoran la estatua de oro que yo erigí? ¿Están dispuestos ahora, apenas oigan el sonido de la trompeta, el pífano, la cítara, la sambuca, el laúd, la cornamusa y de toda clase de instrumentos, a postrarse y adorar la estatua que yo hice? Porque si ustedes no la adoran, serán arrojados inmediatamente dentro de un horno de fuego ardiente. ¿Y qué dios podrá salvarlos de mi mano?”
Sadrac, Mesac. y Abed Negó respondieron al rey Nabucodonosor, diciendo: “No tenemos necesidad de darte una respuesta acerca de este asunto. Nuestro Dios, a quien servimos, puede salvarnos del horno de fuego ardiente y nos librará de tus manos. Y aunque no lo haga, ten por sabido, rey, que nosotros no serviremos a tus dioses ni adoraremos la estatua de oro que tú has erigido”.
Nabucodonosor se llenó de furor y la expresión de su rostro se alteró frente a Sadrac, Mesac y Abed Negó. El rey tomó la palabra y ordenó activar el horno siete veces más de lo habitual. Luego ordenó a los hombres más fuertes de su ejército que ataran a Sadrac, Mesac y Abed Negó, para arrojarlos en el horno de fuego ardiente.
El rey Nabucodonosor quedó estupefacto y se levantó rápidamente. Y tomando la palabra, dijo a sus cortesanos: “¿No eran tres los hombres que fueron atados y arrojados dentro del fuego?”
Ellos le respondieron, diciendo: “Así es, rey”.
Él replicó: “Sin embargo, yo veo cuatro hombres que caminan libremente por el fuego sin sufrir ningún daño, y el aspecto del cuarto se asemeja a un hijo de los dioses”.
Nabucodonosor tomó la palabra y dijo: “Bendito sea el Dios de Sadrac, Mesac y Abed Negó, porque ha enviado a su Ángel y ha salvado a sus servidores, que confiaron en Él y, quebrantando la orden del rey, entregaron su cuerpo antes que servir y adorar a cualquier otro dios que no fuera su Dios”.
SALMO RESPONSORIAL Dn 3, 52-56
R/. ¡A ti, gloria y honor eternamente!
Bendito seas, Señor, Dios de nuestros padres. Bendito sea tu santo y glorioso Nombre. Alabado y exaltado eternamente.
Bendito seas en el Templo de tu santa gloria. Aclamado y glorificado eternamente por encima de todo.
Bendito seas en el trono de tu reino. Aclamado por encima de todo y exaltado eternamente.
Bendito seas Tú, que sondeas los abismos y te sientas sobre los querubines. Alabado y exaltado eternamente por encima de todo.
Bendito seas en el firmamento del cielo. Aclamado y glorificado eternamente por encima de todo.
VERSÍCULO ANTES DEL EVANGELIO Cf. Lc 8, 15
Felices los que retienen la Palabra de Dios con un corazón bien dispuesto y dan fruto gracias a su constancia.
EVANGELIO
Si el Hijo los libera serán realmente libres.
+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 8, 31-42
Jesús dijo a aquellos judíos que habían creído en Él: “Si ustedes permanecen fieles a mi palabra, serán verdaderamente mis discípulos: conocerán la verdad y la verdad los hará libres”.
Ellos le respondieron: “Somos descendientes de Abraham y jamás hemos sido esclavos de nadie. ¿Cómo puedes decir entonces: ‘Ustedes serán libres’?”
Jesús les respondió:
“Les aseguro que todo el que peca es esclavo del pecado.
El esclavo no permanece para siempre en la casa; el hijo, en cambio, permanece para siempre. Por eso, si el Hijo los libera, ustedes serán realmente libres.
Yo sé que ustedes son descendientes de Abraham, pero tratan de matarme porque mi palabra no penetra en ustedes.
Yo digo lo que he visto junto al Padre, y ustedes hacen lo que han aprendido de su padre”.
Ellos le replicaron: “Nuestro padre es Abraham”.
Y Jesús les dijo:
“Si ustedes fueran hijos de Abraham, obrarían como él.
Pero ahora quieren matarme a mí, al hombre que les dice la verdad que ha oído de Dios.
Abraham no hizo eso. Pero ustedes obran como su padre”.
Ellos le dijeron: “Nosotros no hemos nacido de la prostitución; tenemos un solo Padre, que es Dios”.
Jesús prosiguió:
“Si Dios fuera su Padre, ustedes me amarían, porque Yo he salido de Dios y vengo de Él. No he venido por mí mismo, sino que Él me envió”.
La reflexión del padre Adalberto Sierra
El poder necesita ser venerado para que los sometidos a él permanezcan como sus súbditos. Por eso se erige como objeto de culto, revestido con su capacidad de matar la vida ajena, circundado por la aureola del temor que infunde en sus vasallos, dejando de lado todo escrúpulo para exigir la exclusiva, y suprimiendo de ese modo la libertad.
Pero la libertad que merece ese nombre no es la mera libertad de acción, porque ella llega más allá de la libertad de opción. Es la libertad para amar. Esta libertad para amar es la libertad de opción purificada y potenciada por el Espíritu Santo, de tal manera que hace partícipe al ser humano del señorío de Jesús, quien se constituye en Señor de personas libres y nos capacita para amar hasta el don total de nosotros mismos, y este amor nos realiza como hijos del Padre Dios.
La sola condición social o la mera afiliación a una agrupación no bastan; se requiere un nuevo nacimiento (cf. Jn 3,3-7), o sea, la nueva condición, la del hombre-espíritu, el hombre renacido del Espíritu Santo (cf. Jn 7,39). Este es el que comunica vida entregando la propia, a imitación del «salvador del mundo» (Jn 4,42).
1. Primera lectura (Dan 3,14-20.91-92.95).
Los tres jóvenes enfrentan la disyuntiva de idolatrar el poder y vivir, o de morir por ser fieles al Dios del éxodo, que se opuso a ese poder. El tirano recurre a su «arma» favorita: la amenaza de muerte. El «horno encendido» es como «la prueba de fuego» (cf. Isa 43,2), es decir, un juicio en el cual el reo, si la pasa, es inocente, y si sucumbe, culpable. El rey enfrenta su poder de matar con la capacidad de salvar de cualquier divinidad («¿qué dios los va a librar de mis manos?»: cf. Jdt 6,2). Esa es precisamente la apuesta que está en juego: si la capacidad mortífera del poder es superior a la capacidad salvadora del Señor. El poderoso rey se siente por encima de todos los dioses, y por eso se imagina que es superior al Señor, Dios de Israel.
La innecesaria enumeración de los instrumentos musicales parece destinada a preparar la burla al poder: toda su parafernalia solo servirá para orquestar el fracaso del poder ante el Señor Dios. Los tres jóvenes no discuten, solo dan testimonio de adhesión al «Dios que veneramos», no por temor, por engaño o por halago, sino solo por fidelidad, sin ponerle condiciones al Señor («si no lo hace…»). Se ratifican en su decisión de no adorar ni a los dioses del rey ni a él como figura de poder. Y esta negativa, expresión de su libertad ante el temor de morir, exaspera al rey.
El poder recrudece sus amenazas; la libertad de los jóvenes ante la muerte lo lleva al paroxismo y a hacer alardes de su capacidad de matar. La descripción de la cólera del rey reviste un carácter típico; así el lector asocia la resistencia que le oponen los mártires a los poderosos con la crueldad que estos desarrollan en su persecución. Pero el Señor interviene y salva a los tres jóvenes de la furia del tirano, furia que es miedo a admitir que haya alguien por encima de él. La descripción que el rey hace de los condenados contrasta la acción de sus hombres con la del Señor. En lugar de tres, hay cuatro hombres en el horno, en vez de estar atados, están libres, en vez de calcinados por el fuego, caminan a través de él sin daño alguno, y el cuarto tiene aspecto de ángel (cf. vv. 49.92). El éxodo se renueva, el primero fue a través del Mar Rojo; ahora, a través de un mar de fuego. El rey tiene que reconocer que los tres jóvenes veneran al «Dios Altísimo» (sobradamente por encima de él), y que –por eso– son hombres a prueba de fuego. No le queda más remedio que aceptar que el «Dios Altísimo» es salvador, y que se justifica resistirse a las pretensiones del poder para permanecer fieles a ese Dios.
2. Evangelio (Jn 8,31-42).
La condición de discípulo entraña la adhesión personal a Jesús, el compromiso con su obra y la fidelidad a su mensaje. Esas tres notas de autenticidad son inseparables. Jesús explica que quien se atiene a su mensaje lo pone en práctica. Esa praxis lleva al discípulo a la experiencia de Dios, al «conocimiento» vivo de la verdad de Dios (su amor liberador y salvador), y lo constituye «hijo», condición superior a la del «esclavo»; el hijo es libre y es heredero.
El discípulo fiel guarda el mensaje de Jesús, y así conoce la verdad de Dios (su amor) que lo hace libre de la complicidad con la «tiniebla». Dicho mensaje, puesto en práctica, obtiene el don del Espíritu, «verdad» y «vida» de Dios, que conduce a la ruptura con el «mundo». El Espíritu es la fuente de la libertad y de la madurez cristiana, que hace al hombre «señor» (dueño) de sí mismo, y le permite superar la condición de servidumbre. Ser «hijo» implica ser miembro permanente de la familia, gozar de libertad y actuar como el padre. No es suficiente la comunidad de raza para sentirse «hijo». Una cosa es ser «descendiente» (τέκνον), y otra muy distinta es ser «hijo» (υἱός).
La «descendencia» es una condición biológica; la «filiación» es una opción existencial. El hijo se parece a su padre y hace lo que le ve hacer a su padre (cf. 5,19-20). Los judíos se decían «hijos de Abraham», e incluso de Dios, pero se portaban como hijos de otro, porque trataban de matar, y esa conducta no podían atribuírsela ni al uno ni al otro. Sienten que Jesús los tilda de idólatras («nacidos de prostitución») y por eso protestan con ira, en nombre de su origen como miembros del pueblo de Dios; pero si fueran hijos de Dios, en vez de odiar, amarían, pues el odio da muerte, en tanto que el amor da vida. Jesús adujo como prueba de su filiación divina sus obras («yo hago siempre lo que le agrada a él»: 8,29), su mensaje («les he estado proponiendo la verdad que aprendí de Dios») y su misión («yo estoy aquí procedente de Dios… fue él quien me envió»).
La acción salvadora de Dios se manifiesta a través del amor, y este se concreta en el don de su Hijo para que nosotros, por él, recibamos el Espíritu y tengamos vida.
Esa acción salvadora excluye la esclavitud, porque solo puede amar el que es libre. El ser humano es esclavo de sus miedos, principalmente del miedo a la violencia y a la muerte. Por eso mismo, esa acción salvadora descarta el odio, porque este esclaviza, niega el amor y se cierra al Espíritu.
«Hijo» de Dios no es un simple título de abolengo, es un modo de ser que entraña la valoración de la vida humana como «luz» (cf. Jn 1,4), es decir, como el criterio teórico-práctico de la propia existencia, y que, en consecuencia, compromete esa existencia en la procura de la propia plenitud de vida dándoles vida a los demás. Jesús es el modelo de «Hijo», porque él, con la entrega de su vida, manifiesta y hace creíble el amor del Padre, y se convierte así en mediador del mismo para otorgar el Espíritu a quienes quieran lograr esa misma plenitud.
Esto es lo que conmemoramos en la eucaristía y a lo que cada uno se compromete libremente cuando la recibe diciendo «amén» de corazón. Jesús no solo nos hace partícipes de la salvación, sino también de su propia acción salvadora. Cuando les damos nuestra vida a los demás, somos «salvadores» con él. Así prolongamos su don a través del don que hacemos de nosotros mismos.