Lectura del santo evangelio según san Juan (15,1-8):
EN aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador. A todo sarmiento que no da fruto en mí lo arranca, y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto.
Vosotros ya estáis limpios por la palabra que os he hablado; permaneced en mí, y yo en vosotros.
Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí.
Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada. Al que no permanece en mí lo tiran fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen y los echan al fuego, y arden.
Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que deseáis, y se realizará.
Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos».
Palabra del Señor
Miércoles de la V semana de Pascua.
La estrechez de horizonte, debida a la educación y a la cultura, obstaculiza la visión y la búsqueda del ideal de Jesús. La fe cristiana no está atada a ningún culto anterior ni a ninguna cultura previa, porque ella genera un culto propio y transforma radicalmente las culturas. Esta apertura radical es la que hace posible la alegría de ver cómo nuevos pueblos, lenguas y culturas dan fe a la buena noticia del Señor, porque ese hecho muestra la universalidad y la eficacia del amor de Dios.
A dónde lleva ese éxodo al cual Jesús invitó a sus discípulos, es un interrogante que tiene una respuesta sugerente en el evangelio: a la comunidad cristiana, germen de la humanidad del futuro, que está «fuera» del «mundo», no en sentido local, sino espiritual. La comunidad se presenta, así, como la nueva tierra prometida que da respuesta al anhelo humano de una alternativa al mundo injusto. Jesús recurre a una metáfora (la vid y los sarmientos), la desarrolla y la convierte en una alegoría, logrando así una vivaz explicación.
1. Primera lectura (Hch 15,1-6).
Los discípulos de origen judío y muy apegados a sus tradiciones se muestran en desacuerdo con la admisión de los paganos sin exigirles la circuncisión y la observancia de la Ley de Moisés. No se los llama «cristianos», porque estos no han renunciado a su exclusivismo. Los «cristianos» de Antioquía sienten una fuerte presión con esa exigencia de circuncidarse (incorporarse al pueblo judío) y de someterse a la Ley de Moisés.
Pablo y Bernabé, cada uno por su lado, defienden la apertura a los paganos. La animadversión se dirige ante todo contra Pablo, que es considerado el gran traidor. La determinación es que los dos suban a «consultar» en Jerusalén (el códice Beza dice que deben subir a ser juzgados). Esto deberá hacerse «con algunos más de ellos» ante «los apóstoles y los responsables (????????????)». La comunidad de Antioquía financió ese viaje de «consulta» («juicio»). Pero la delegación no dio muestras de afán por llegar a Jerusalén. Primero visitó a los cristianos de Fenicia (que engloba Galilea) y Samaría, a quienes les habló de la conversión de los paganos, de lo cual ellos –también «paganos»– se alegraron mucho.
Pero en Jerusalén fueron más cautelosos, solo notificaron «lo que Dios había hecho con ellos», no se refirieron a la conversión de los paganos. La recepción corrió por cuenta de «la comunidad, los apóstoles y los responsables», sin manifestación alguna de alegría El espíritu fariseo, que ya se había infiltrado en la comunidad, exige que los paganos se hagan judíos (se circunciden) para poder reconocerlos como seguidores de Jesús. En ese clima polarizado se realiza el examen de tan trascendental asunto para el futuro de la misión. Sutilmente, Lucas deja ver una anomalía: la recepción estuvo a cargo de la comunidad, los apóstoles y los responsables. El examen del asunto solo lo harán «los apóstoles» –encabezados por Pedro– y «los responsables» –encabezados por Santiago–, sin la participación de «la comunidad».
2. Evangelio (Jn 15,1-8).
En el AT «la vid» («viña») era símbolo del pueblo de Dios. Al decir que él es la vid «verdadera» da a entender que Israel ya no es el pueblo de Dios, y que el pueblo verdadero deriva de él su existencia, no de una raza ni de una institución, sino de la unión vital con él (fe). Y esto es así por decisión del Padre. Así que a quien no produzca los mismos «frutos» que él, el Padre no lo respalda («lo corta»: corta esa relación), y al que los produzca, el Padre lo «limpia» a fin de que produzca más. Lo que «limpia» es el mensaje de Jesús. Por eso, la condición para producir fruto es la permanente unión con él, así como el sarmiento unido a la vid produce fruto. El «fruto» es a la vez metáfora: a) del crecimiento personal y comunitario –internamente– y b) de la expansión de la comunidad –hacia su exterior–, o sea, la vida, la convivencia y la misión universal. La unión es recíproca: Jesús da su vida y el grupo produce fruto; sin él, no habrá amor verdadero al ser humano, ni tampoco se daría el auténtico fruto, porque solo él comunica el Espíritu Santo, que los habilita para crecer en lo personal y comunitario y expandirse en perspectiva universal.
Lo dicho en relación con el Padre vale en relación con Jesús («Yo soy la vid…»). Entre ellos («sarmientos») y él («vid») circula una misma vida (savia: Espíritu), que produce «mucho fruto». Quien se salga de esa comunidad de vida, muere («se seca»), sentencia contra sí mismo («fuego») y se destruye («arder»). Tras una muerte en vida, termina en la muerte definitiva. La fidelidad a Jesús y a sus exigencias de amor tiene como garantía el compromiso de Jesús con los suyos a favor de la humanidad. Al pedir, hacen reconocimiento de que la vida-Espíritu procede de él, y buscan estrechar más la unión de la comunidad con él. Están identificados con él en la realización del designio del Padre, por eso su apoyo es irrestricto («pidan lo que quieran»). Esta actividad a favor de la humanidad, como la de Jesús, manifiesta visiblemente la gloria (el amor-Espíritu) del Padre. La gloria del Padre no es un elogio dirigido a él, sino el amor a la humanidad.
El fruto maduro de la obra de Jesús son los hombres nuevos y la nueva humanidad, es decir, los que han nacido de nuevo, del agua y del Espíritu, y han formado comunidades en las que desde ya se vive el reinado de Dios Padre. Ese hecho, sobrehumano y sencillo, marca un giro en la historia: Dios interviene para recrear el mundo, liberarlo y salvarlo por medio de Jesús. En eso consiste la misión que el Padre le encargó y que él les confió a los suyos (cf. Jn 20,21; Hch 1,8).
Esta es la alternativa de Jesús al mundo opresor: comunidades de amor unidas a él, que, con la fuerza de su Espíritu van produciendo nuevas comunidades de la misma naturaleza (los gajos de uvas de la vid son una metáfora apropiada de las nuevas comunidades cristianas). Esto es posible en la medida en que crece el discípulo en el amor universal y se da a todos, como su maestro.
Por eso es necesario ir superando el particularismo excluyente que se atrinchera a menudo en las comunidades con ingeniosos pretextos para justificar la auto-referencialidad y el encierro en sus estrechos confines. Lo que nos hace «católicos» no es el uso de un adjetivo –a veces con ánimo sectario– sino la efectiva apertura que da testimonio del amor universal del Padre.
La eucaristía nos comunica la vida del Señor para que nosotros crezcamos y maduremos en la misión, produciendo nuevas comunidades de gente unida a Jesús por el mismo Espíritu-amor.
Feliz miércoles.