Lectura del santo evangelio según san Marcos (7,14-23):
En aquel tiempo, llamó Jesús de nuevo a la gente y les dijo: «Escuchad y entended todos: Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre. El que tenga oídos para oír, que oiga.»
Cuando dejó a la gente y entró en casa, le pidieron sus discípulos que les explicara la parábola. Él les dijo: «¿Tan torpes sois también vosotros? ¿No comprendéis? Nada que entre de fuera puede hacer impuro al hombre, porque no entra en el corazón, sino en el vientre, y se echa en la letrina.»
Con esto declaraba puros todos los alimentos. Y siguió: «Lo que sale de dentro, eso sí mancha al hombre. Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los malos propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro.»
Palabra del Señor
La reflexión del padre Adalberto, nuestro vicario general
Miércoles de la V semana del Tiempo Ordinario. Año II
Después de la dedicación del templo, el libro reporta un oráculo del Señor dirigido al rey en el que le renovó la promesa a David con la condición de que Salomón procediera como su padre y fuera fiel, advirtiendo que la infidelidad provocaría el repudio del pueblo y del templo, oráculo que evoca los padecimientos posteriores del destierro (cf. 1Ry 9,1-9, omitido).
Como Jirán, rey de Tiro, apoyó mucho la construcción del templo y del palacio real, Salomón le hizo regalo de veinte villas en la provincia de Galilea, las cuales no fueron del agrado del rey de Tiro, quien llamó a esa región Torre Baldía (cf. 1Ry 9,10-14). Pero esto no deterioró su relación, ya que a continuación, al tiempo que se reporta una leva para las construcciones del templo y el rey fomenta el culto en el mismo, Jirán aparece asesorando a Salomón en el tráfico marítimo, en el cual los fenicios eran expertos (cf. 9,15-28, omitido).
1Ry 10,1-10
La fama de Salomón como hombre sabio y rico se extendió y llegó al sudoeste de la península arábiga, donde quedaba el reino de Saba. Pero no hay certidumbre sobre su localización (cf. Gn 10,28; Is 60,6; Ez 27,22; Sl 72,10). Parece que un reino sabeo, al sur de dicha península, habría conocido un período floreciente (entre 900 y 450 a. C.), probablemente debido a intercambios comerciales con India. Tanto la tradición abisinia como la musulmana conocen este relato; según esta última tradición, la reina se llamaba Balkis. La reina, probablemente regente de alguna de las colonias sabeas asentadas en el norte de Arabia, llegó a Jerusalén con el propósito de establecer relaciones comerciales con Salomón, el cual tenía control sobre las rutas de caravanas que se dirigían del norte de Arabia a Siria y a Egipto.
Lo que seguramente tenía una finalidad comercial se presenta aquí como de interés personal de la reina, comprobar qué tan cierta era la fama de sabio que tenía Salomón, por eso se dice que la reina «fue a desafiarlo con enigmas». Los «enigmas» eran acertijos o adivinanzas, que exigían una cierta perspicacia y capacidad de observación (cf. Jue 14,12-18). La caravana de la reina causó un revuelo en Jerusalén por su manifiesta suntuosidad y por las riquezas que trajo consigo. Pero la narración se concentra en el duelo de inteligencias, que escuetamente se resume diciendo que el rey superó con solvencia. De este modo, el narrador dirige la atención hacia el Señor, que dotó de sabiduría a Salomón, y trasciende la sola cuestión mercantil. El prestigio del rey redunda en gloria para el Señor, que lo designó. La caravana que llevó la reina –se supone– es ponderada en razón de que, además de los regalos para el rey, llevó los productos para comerciar. Sin embargo, esto pasa rápidamente a segundo plano.
La narración le concede la mayor importancia a la constatación que hace la reina visitante de la sabiduría y el esplendor de la corte de Salomón y, por último, su ostentosa religiosidad, que se manifiesta en los holocaustos que el rey ofrece al Señor en el templo. La reina, en efecto, hace un asombrado elogio de la sabiduría y de la riqueza de Salomón, de la casa que él había construido y de los manjares de su mesa, del porte y el vestido de los camareros, de las bebidas que servían a su mesa y de los holocaustos que él ofrecía en el templo del Señor. Manifiesta su satisfacción al reconocer eran ciertas las noticias que había recibido de la sabiduría del rey y confiesa que se había resistido a creerlo, para terminar reconociendo que la realidad supera la fama: en sabiduría y riqueza Salomón descuella por encima de lo conocido por ella. Por eso, declara dichosos a los cortesanos del rey por la oportunidad que tienen de aprender constantemente de su sabiduría, y –sobre todo– bendice al Señor, Dios de Salomón y de Israel, por su amor eterno y por haberlo elegido como rey.
Y luego viene la ponderada entrega de regalos, que son extremadamente generosos de parte y parte, sobre todo de parte del rey. La reina le obsequió al rey «cuatro mil kilos de oro, perfumes en gran cantidad y piedras preciosas». Los perfumes, situados en el centro, se destacan, además, por constituir la mayor cantidad de ellos jamás llegados a Jerusalén (v.10). Hay una interpolación (vv. 11-12, omitidos) que habla de un embarque de madera y piedras preciosas de parte de Jirán, rey de Tiro, noticia referente al comercio con esa ciudad y que encaja mejor después del v. 13 (omitido), en el que se enumeran los regalos del rey Salomón a la reina de Saba, que, además de la reciprocidad que implica, constituye el final apropiado de la narración. Comienza con esta afirmación genérica: «el rey Salomón regaló a la reina de Saba todo lo que a ella se le antojó». A eso añade «lo que el mismo rey Salomón, con su esplendidez, le regaló». Los regalos de la reina, incluso siendo abundantes y valiosos, son tres: oro, piedras preciosas y perfumes; los del rey, en cambio, además de generosos, tienen dos referentes: los antojos de la reina y la munificencia del rey. Es decir, la «esplendidez» de Salomón complace los deseos de la reina y colma el ego del rey. Este dato es importante, porque deja claro que ambos quedaron satisfechos.
La noticia del retorno de la reina con su séquito a su país cierra el relato dando a entender que el asunto concluyó de esa manera. No se reporta que hubiese habido transacción alguna entre el reino de Israel y el reino de Saba. Todo el episodio se reduce a una cordial y amistosa entrevista de mandatarios, sin repercusión en relación con sus respectivos pueblos.
En medio de tantas ponderaciones y tantos elogios, se echa de menos una cosa. No se dice una palabra sobre la gestión gubernamental de Salomón. Él pidió al Señor sabiduría para gobernar (cf. 1Rey 3,9-11), pero aquí la sabiduría figura como título de renombre personal y como motivo para reconocer el amor del Señor a Israel y al rey. Era de esperar que la reina viera un pueblo dichoso –no solo a los cortesanos– próspero y en armonía, pero este relato solo se refiere al prestigio de la corona.
«¡Ay de los pastores de Israel que se apacientan a sí mismos! ¿No son las ovejas lo que tienen que apacentar los pastores?» (Eze 34,2). Si el gobernante pierde de vista que fue puesto por el Señor para pastorear (dirigir) y apacentar (cuidar) su pueblo, fácilmente puede sentirse dueño del mismo y ceder al deseo de ponerlo al servicio de sus intereses particulares.
Cuando Jesús se presenta como «el pastor modelo», se contrapone a ese mundo de vanidades y de arrogancias en el que se pierden los dirigentes y sus pueblos persiguiendo con afán la ilusión de honores, fortunas y caudillaje. Comulgar con Jesús es poner por encima del interés particular el bien común, como él, «que no vino a ser servido, sino a servir» (cf. Mt 20,28).
Feliz miércoles.