Miércoles de la VII semana del Tiempo Ordinario. Año I.
Luego de exhortar a mantener el «temor del Señor» –o sea, el respeto y el amor a Dios– a pesar de la prueba, y de hacer un apremiante llamado a resistir en los momentos de persecución, el autor mostró la relación entre ese «temor del Señor» y la escucha de su palabra, la observancia de sus caminos, la búsqueda de su agrado y la observancia de su Ley, la apertura de corazón y la humildad ante él. Es preferible el juicio del Señor al de «los hombres» (seguramente los paganos), porque el Señor es misericordioso (cf. Sir 2,15-18, omitido).
Luego, Ben Sirá se refirió extensamente a la piedad filial, los deberes de los hijos con sus padres, en una especie de desarrollo del cuarto mandamiento del decálogo (cf. Ex 20,12; Dt 5,16). Y, a continuación, propuso consejos sobre las relaciones con los demás en la humildad y la caridad, calidades humanas y de profundo valor religioso con las cuales se concreta el «temor del Señor» en la convivencia social (cf. Sir 3,1-31, omitido).
Sigue una exhortación del maestro al ejercicio amable de la caridad por compasión y solidaridad, ya que esta conducta hace grato al hombre a los ojos de Dios y lo recomienda ante la asamblea del pueblo; e incita al sabio a liberar al oprimido del opresor, a hacer justicia y a solidarizarse con los excluidos de la sociedad (cf. Sir 4,1-10, omitido).
Sir 4,12-22.
Ben Sirá pone en labios de la Sabiduría –como si se tratara de una madre educando a sus hijos– una exhortación. Primero, introduce el discurso, y después le da la palabra a la sabiduría. Aquí tenemos en cuenta el v. 11, omitido por el leccionario, que forma parte de esa introducción.
1. Habla el sabio.
La sabiduría «hace crecer (??????) a sus hijos». Es una afirmación polivalente, que sugiere a una madre que nutre y cría a sus hijos (su crecimiento físico), que los educa e instruye (su crecimiento espiritual y moral), y los vuelve grandes y respetables en la asamblea del pueblo (su crecimiento social). Además, la sabiduría –enseña Ben Sirá– «estimula a los que la comprenden», en el sentido de que cuida a quienes la buscan (v. 11, omitido).
El amor a la sabiduría equivale al amor a la vida, es decir, el sabio es quien vive de verdad, pues, además de darle calidad humana a su vida, la sabiduría ennoblece su convivencia con los demás, y quienes se esmeran por buscarla alcanzan la aprobación del Señor y se colman de gozo. Estas máximas inculcan la sabiduría en una perspectiva de presente, es decir, no hay que esperar para comprobar sus efectos bienhechores, que se experimentan de inmediato (según el texto hebreo).
Perseverar en la sabiduría lleva a heredar la gloria del Señor y a obtener la compañía y la bendición divinas dondequiera que se dirija el «hijo» de la sabiduría; ella es como la nube que acompañaba a los israelitas que peregrinaban en el desierto. La bendición que ella le asegura a quien la retiene es permanente garantía de vida, no importa dónde «acampe» este.
Servirle a la sabiduría es rendirle culto al Santo. Afirmación importante, pues pone el acento en la vida recta y en la convivencia justa, entendidas como homenaje de adoración al Señor, acento que se confirma con la siguiente afirmación, «el Señor ama a los que la aman», en donde el amor a la sabiduría prácticamente equivale a amar al Señor. Si antes afirmaba que el amor a la sabiduría es amor a la vida, ahora avanza un paso más, asegurando que el amor a la sabiduría es respondido por el Señor, como dando a entender que es lo mismo amar al Señor que amar la sabiduría.
2. Habla la Sabiduría.
Según el texto hebreo, el discurso de la sabiduría comienza en el v. 15. Desde aquí en adelante, el autor recurre a la personificación de la sabiduría, recurso que se hace notar con la mayúscula inicial con que se escribe ahora el nombre común, para darle así carácter de nombre propio.
La Sabiduría-madre comienza prometiendo que quien la escuche tendrá la capacidad de «juzgar» rectamente, función que alude al tribunal sagrado que –según sugieren algunos salmos– está en el templo; esto equivale a prometer la facultad de juzgar con justicia y equidad, como lo hace el Señor que habita en el templo. Alusión que parece confirmarse con la mención de los «atrios».
En el texto hebreo falta el versículo 16, que está en el texto griego (en tercera persona): «Si se fía de ella, la obtendrá en heredad, y sus descendientes la tendrán en posesión».
Prosigue la Sabiduría haciendo promesas dirigidas a quien se apegue a ella. Su acompañamiento será discreto (literalmente: «caminaré con él como una extraña»), pero el adiestramiento para su «hijo» (discípulo) será efectivo. Primero –dice–, «comenzaré probándolo con tentaciones». Pese a que el judío conoce la revelación y la sabiduría desde su nacimiento (cf. Sir prólogo 1-2), no se trata de mero saber intelectual, sino de una asimilación activa, por el entrenamiento personal; así podrá disfrutar personalmente de los bienes de la sabiduría. Es decisión suya ser fiel a la tradición recibida y demostrar con su vida su apego a la sabiduría de sus mayores.
La Sabiduría, igualmente, promete a su discípulo que lo guiará por el camino y le revelará sus secretos, pero le advierte que, si se separa de ella, lo rechazará y lo confinará a la cárcel, lenguaje que pretende mostrar la fatalidad de abandonar el camino de la sabiduría: «si se aparta de mí, lo arrojaré y lo entregaré a los salteadores». Apartarse de la sabiduría implica la pérdida de sí mismo y el despojo violento de todos sus bienes.
Ahora, la Sabiduría-madre se dirige al hijo-discípulo en tono de exhortación: Hay que aprovechar la ocasión que se le presenta en el mundo en el que vive. En el caso, se refiere al judío entre los ciudadanos de cultura griega, pero se puede generalizar. Sin embargo, hay dos advertencias a este respecto: guardarse del mal y no avergonzarse de su condición ni disimular por ello su propia fe, porque eso lo perjudicaría. El autor distingue dos aspectos opuestos de la «vergüenza»: «uno que acarrea culpa, y el otro que trae gracia y honor». Se trata de no incurrir en la culpa ni ceder para perjudicarse a sí mismo… y sigue una serie de encargos en ese sentido (cf. vv. 23-31, omitido).
Vivir la propia fe en un ambiente cultural y religiosamente heterogéneo entraña un apasionante desafío. Ante todo, es necesario desarrollar y afianzar la convicción de que esa fe humaniza, es decir, ennoblece al creyente, lo hace mejor ser humano; no mejor que los demás, porque eso no sería favorable, sino mejor en su trato con los demás. Es decir, la fe como factor de crecimiento personal y social. Enseguida, hay que constatar que el Dios al cual se le rinde culto se complace en ese crecimiento humano y social, que lo exige y lo potencia, y que, por lo tanto, la propia fe entraña una apertura dialógica hacia el entorno humano, cultural y social en el que ella se vive.
El cristiano, testigo de que la Sabiduría de Dios se encarnó, está llamado a manifestar la simpatía de Dios por todo lo humano, mostrándose siempre abierto a lo que promueve la dignidad y los derechos y los deberes de los seres humanos, de modo que tanto las relaciones interpersonales como las sociales estén encaminadas a dar testimonio del favor de Dios. A esto nos compromete la celebración de la eucaristía y, sobre todo, la comunión eucarística.
Feliz miércoles.