PRIMERA LECTURA
Quiero amor y no sacrificios.
Lectura de la profecía de Oseas 6, 1-6
“Vengan, volvamos al Señor: Él nos ha desgarrado, pero nos sanará; ha golpeado, pero vendará nuestras heridas.
Después de dos días nos hará revivir, al tercer día nos levantará, y viviremos en su presencia. Esforcémonos por conocer al Señor: su aparición es cierta como la aurora.
Vendrá a nosotros como la lluvia, como la lluvia de primavera que riega la tierra”. ¿Qué haré contigo, Efraím? ¿Qué haré contigo, Judá?
Porque el amor de ustedes es como nube matinal, como el rocío que pronto se disipa.
Por eso los hice pedazos por medio de los profetas, los hice morir con las palabras de mi boca, y mi juicio surgirá como la luz.
Porque Yo quiero amor y no sacrificios, conocimiento de Dios más que holocaustos.
SALMO RESPONSORIAL 50, 3-4. 18-21ab
R/. El Señor quiere amor y no sacrificios.
¡Ten piedad de mí, Señor, por tu bondad, por tu gran compasión, borra mis faltas! ¡Lávame totalmente de mi culpa y purifícame de mi pecado!
Los sacrificios no te satisfacen; si ofrezco un holocausto, no lo aceptas: mi sacrificio es un espíritu contrito, Tú no desprecias el corazón contrito y humillado.
Trata bien a Sión, Señor, por tu bondad; reconstruye los muros de Jerusalén. Entonces aceptarás los sacrificios rituales: las oblaciones y los holocaustos.
VERSÍCULO ANTES DEL EVANGELIO Cf. Sal 94, 8a. 7d
No endurezcan su corazón, sino escuchen la voz del Señor.
EVANGELIO
El publicano volvió a su casa justificado.
+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 18, 9-14
Refiriéndose a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, Jesús dijo esta parábola:
Dos hombres subieron al Templo para orar; uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, de pie, oraba así: “Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas”.
En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!”
Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se eleva será humillado, y el que se humilla será elevado.
La reflexión del padre Adalberto Sierra
Esta semana nos ha conducido a preguntarnos por qué la insistencia en poner a un lado el falso culto y al otro el auténtico. La respuesta está en que es lo mismo que sucede con la hipocresía y la sinceridad. La hipocresía destruye las relaciones humanas, en cambio la sinceridad las cultiva y las hace crecer. El falso culto genera la engañosa impresión de que todo está bien en la relación con Dios y con la humanidad. Y resulta que esa falsedad disfraza de piedad el vacío de Dios, y pretende legitimar la injusticia social. La ficción de santidad es perversa, además de engañosa.
El gran problema de la hipocresía religiosa es su persistente ceguera. El «farsante» de todo tiempo vive engañado pensando que es un ser perfecto, y por eso los demás deberían tenerlo como un modelo de conducta y Dios está en permanente deuda de agradecimiento con él. Este «farsante» se siente incluso con derecho a reclamarle a Dios el reconocimiento de su perfección y el premio que corresponde a su supuesta rectitud.
1. Primera lectura (Ose 6,1-6).
El profeta acaba de anunciar que Dios se repliega hasta que el pueblo declare su culpa y lo busque (cf. 5,15). Esta es una manera de hacer ver el respeto de Dios por la libertad del pueblo, y que la relación entre ambos es consensual, no forzada.
El pueblo, impactado por el anuncio de abandono, declara volver al Señor, pero no manifiesta intención de convertirse a él, sino que espera que Dios reaccione de una manera mecánica, como los ciclos naturales. Da la impresión de no creer en el Señor (el Dios de la historia), sino en los cultos de la naturaleza propios de los paganos; o, al menos, parece que esos cultos han influido tanto en el pueblo que este terminó pensando del Señor lo mismo que los paganos de sus dioses:
• «Él nos despedazó y nos sanará…» parece que hablara de la acción de Dios como conciben las cosas los cultos del eterno retorno. Piensan que no se precisa cambio alguno de parte del pueblo; todo se hace solo, mecánicamente, o Dios solo se encarga de todo. El Señor les advierte que van a ser presa del rey de Asiria, quien se retirará después de hacerlos presa (cf. 5,14; Isa 5,25-30).
• «En dos días nos hará revivir…» expresión que suena a «en un dos por tres» (o sea, «¡en un ya!») «él nos restablecerá». Las cosas suceden por fatalidad, es cuestión de aguardar, nada más. Si lo anterior era la mecánica, esto se refiere al tiempo del ciclo natural. Ellos suponen que el asirio colmará la medida del mal y el Señor intervendrá enseguida (cf. Amo 1,3.6.9…; Isa 17,6).
• «Esforcémonos por conocer al Señor». El conocimiento del Señor ya no consiste en la práctica del derecho y la justicia, sino el ritmo previsible de los fenómenos de la naturaleza. No se percibe aquí una relación personal, sino una cuestión de saber empírico, como si el amor del Señor fuera previsible como esos ciclos naturales, sin necesidad de la sinceridad del corazón.
Dios –por medio del profeta– responde en los términos que ellos entienden:
• El amor que ellos declaran es vago y efímero, porque le falta consistencia: «tu amor es como la neblina de la mañana, como el rocío matinal».
• Por eso, a ellos les resultan hirientes las palabras de los profetas y el juicio claro del Señor: «los hice trizas con las palabras de los profetas».
• Él antepone la lealtad al culto ritual, y la práctica del derecho y la justicia a los holocaustos: «yo prefiero el amor al sacrificio, y el conocimiento de Dios a los holocaustos».
2. Evangelio (Lc 18,9-14).
No se trata de que el Padre rechace el culto, sino de que no llama «culto» a cualquier rito religioso. Esta parábola que refiere Jesús está motivada en la falacia de quienes se consideran intachables, exhiben su presunta impecabilidad y desprecian a los demás, porque los consideran inferiores a ellos, pensando que los otros son los únicos pecadores. Se contraponen a aquellos que se sienten pecadores, se avergüenzan de su pecado, lo reconocen y esperan el perdón del amor de Dios.
2.1. El falso culto (el farsante).
Parte de la suposición de que tiene derecho a despreciar a los demás, por sentirse mejor. Además:
• Su actitud arrogante y altanera está indicada por su postura («se paró ante sí mismo»).
• Dios resulta ser mero espectador de sus presunciones de santidad («no soy… yo…»).
• Su piedad (ayunos, diezmos) es «excesiva», va más allá de lo exigido, y alardea de ella.
2.2. El culto auténtico (el recaudador).
Toma conciencia de su propia realidad ante Dios sin compararse con los demás. Por eso:
• Reconoce que el santo es Dios, por lo que guarda su distancia con respecto de él.
• Admite y declara su injusticia, de la cual se vergüenza, sin atreverse a mirar a Dios.
• Se arrepiente y confía en el amor compasivo de Dios, y espera ser perdonado por él.
Ambos oran de pie (ἵστημι), como era habitual, pero el referente del farsante es él mismo, seguro de su rectitud, en tanto que el referente del recaudador es el Dios santo; el primero siente que le ofrece mucho a Dios, el segundo siente que le ha sido infiel; el primero nada pide, el segundo le pide a Dios su benevolencia.
Según Jesús, el culto auténtico afianza la relación con Dios, el falso no; el falso culto no reconoce responsabilidad ante el prójimo, el auténtico no puede prescindir de dicha responsabilidad. Pero Jesús deja entender que el farsante está tan engañado que ni siquiera puede darse cuenta de que su relación con Dios es ficticia mientras persista en su actitud desdeñosa frente al otro. Porque el soberbio se condena a no crecer y vive confinado en sí mismo, pero el humilde se abre a esa posibilidad, cree y crece.
Según Jesús, hay dos maneras de concebir el culto a Dios que son totalmente opuestas entre sí. Y la oposición no radica en la actitud más o menos positiva del hombre frente a Dios, sino a la mayor o menor responsabilidad del hombre ante su semejante. El sello de autenticidad del culto –no podía ser de otra manera– es el amor al ser humano, y tanto más auténtico será el culto que se le tribute al Padre cuanto mayor compromiso de amor refleje a favor de la humanidad.
El culto auténtico «cultiva» una positiva relación con Dios mediante una relación de convivencia humana justa y cada vez más constructiva. La oposición que hace el profeta entre misericordia y sacrificio, o la que hace Jesús entre bajar rehabilitado y bajar sin rehabilitación, se basan en lo mismo: el culto solo resulta aceptable por Dios cuando se traduce en compromiso de «enmienda» (respeto por el derecho del prójimo).
El modelo de culto es la entrega de Jesús por los demás. Por eso, la eucaristía celebra la máxima expresión de nuestro culto a Dios, porque ella significa la entrega de Jesús para el perdón de los pecados y para que la humanidad rebose de vida. La misma celebración tiene diferentes acentos para los que de ella participan: unos como ministros, con la entrega total de sí mismos a realizar el designio de Dios en el pueblo; otros como esposos, o como progenitores, entregados a edificar la iglesia en el ámbito doméstico; todos como ciudadanos, en los múltiples quehaceres que exige la construcción de la convivencia social humana; otros como consagrados, comprometidos a dar el gozoso testimonio de que la convivencia desinteresada, basada en las bienaventuranzas, es del todo posible. De dicha entrega nos hacemos partícipes, y con ella nos hacemos solidarios en la comunión eucarística, la cual renueva nuestras fuerzas para continuar dándole ese culto al Padre.