Lectura del santo evangelio según san Marcos (4,35-41):
Un día, al atardecer, dijo Jesús a sus discípulos: «Vamos a la otra orilla.»
Dejando a la gente, se lo llevaron en barca, como estaba; otras barcas lo acompañaban. Se levantó un fuerte huracán, y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. Él estaba a popa, dormido sobre un almohadón.
Lo despertaron, diciéndole: «Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?»
Se puso en pie, increpó al viento y dijo al lago: «¡Silencio, cállate!»
El viento cesó y vino una gran calma.
Él les dijo: «¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?»
Se quedaron espantados y se decían unos a otros: «¿Pero quién es éste? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen!»
Palabra del Señor
Sábado de la III semana del Tiempo Ordinario. Año II.
En los relatos de estos días entran en juego dos instituciones: el profeta cortesano y en inmigrante residente. La primera aparece como una asistencia o asesoría al rey para que tenga el permanente acceso al oráculo del Señor; así el rey podría proceder en derecho, como hombre justo al servicio del Señor y de su pueblo. La segunda era una exigencia de la Ley, en relación con determinados extranjeros denominados «forastero» (גֵר) o «inmigrante» (תּוֹשָׁב); este último es el «prosélito». El «forastero» residente –no hostil, que sería el caso del זָר– tenía estatuto de persona protegida, en el mismo grado que el huérfano y la viuda. Este parece ser el caso de Urías, el hitita.
Natán apareció primero como un profeta cortesano, complaciente con el rey (cf. 7,2-3); el Señor le hizo ver que los designios del rey no coincidían con los suyos, así como Samuel aprendió que la mirada de Dios no es como la de «los hombres» (cf. 1Sm 16,7). Este cambio en su perspectiva cualifica ahora a Natán como profeta del Señor, y le da la franqueza para denunciar el pecado del rey enrostrándole su crimen. El hecho de sentirse «soberano» llevó a David a situarse por encima del Señor, impidiéndole subordinarse a él, que es el verdadero rey de Israel.
El rey manifiesta otra dificultad para sintonizar con el Señor: la capacidad que exhibe para juzgar la conducta ajena y la incapacidad manifiesta de juzgar su propia conducta. Con parámetros muy semejantes, el profeta lo lleva a enfrentarse consigo mismo con la misma severidad con la que él ha juzgado a los demás. Así es como el profeta cumple su misión de portavoz del Señor.
2Sam 12,1-7a.10-17.
El profeta Natán ahora aparece más al servicio del Señor que del rey. Y enviado por el Señor se le presenta al rey con una parábola en la que le propone un caso, sin detallar nombres de personas ni de lugares, para que él juzgue. La parábola es elaboración del profeta, lo que demuestra que, cuando el hombre quiere transmitir la palabra de Dios, recurre a lo mejor de sí mismo con el fin de ponerse a la altura de esta misión. Tres veces se repite «un» (rico, pobre, visitante) y, la cuarta, «una» (corderilla). El rey da su veredicto con ira: reo de muerte, restituirá 4 veces el valor de la corderilla. Es entonces cuando Natán les asigna nombres a los actores de su relato:
• Tú (el rey) = el rico egoísta y abusador que halaga al visitante disponiendo de lo ajeno.
• Tu egoísmo = el transeúnte (הֵלֶךְ) al que se hospeda (אֹרֵחַ) para despedirlo complacido.
• Urías = el pobre, el dueño de la corderilla, el «forastero» (גֵר) que debía ser protegido.
• Betsabé = la corderilla, altamente valorada por su «dueño» y solo utilizada por el rey.
David había tratado de ocultar su adulterio en razón de la severidad con que la Ley de Moisés y las costumbres locales juzgaban este hecho (cf. Exo 20,14; Deu 22,22). No solo le importaba su prestigio, sino también su vida; por eso no dudó en eliminar a Urías. El reproche que le dirige el profeta le echa en cara su condición de rey, que fue un don, sus muchas mujeres, los dos reinos (Israel y Judá), y la promesa de «otros favores». No había razón para que fuera tan mezquino.
El Señor se pone de parte de Urías y hace suya la ofensa hecha al (forastero) hitita:
• «Te has burlado del Señor» (12,9). Ha hecho lo que el Señor reprueba asesinando a Urías «con la espada del amonita» para apoderarse de su mujer.
• «Te has burlado de mí» (12,10). Y esta burla trae graves consecuencias tanto para él como para su reino; la guerra amenazará continuamente su dinastía.
• «Has despreciado al Señor» (12,14). Y este desprecio provoca la más grave de las consecuencias: la muerte del hijo, prolongación de sí mismo.
La arremetida del profeta se concentra en los vv. 11-12, en el trasfondo de Deu 24,4: la desgracia del reino surgirá de dentro de la dinastía davídica (se refiere a la futura rebelión de Absalón, hijo de David), sus mujeres serán tomadas públicamente por otro (su propio hijo: cf. 16,22). Lo que el rey trató de hacer clandestinamente se la hacen a él de forma ostentosa, para mayor vergüenza suya e incertidumbre del reino, ya que no se podría establecer la sucesión hereditaria del mismo.
Con el reconocimiento de su culpa expresa el rey su arrepentimiento. Y Dios pasa por alto ese pecado (lo perdona: cf. 24,10) y levanta la sentencia de muerte contra David. Pero el daño hecho tiene consecuencias: el pecado, al romper la relación con el Señor, produce muerte, y por eso la sentencia de muerte que David profirió recaerá sobre el niño que él engendró y que ya, para ese momento, había nacido. Esto se considera como ejecutar la contra el mismo David. La retirada de Natán da por cerrado el caso; es algo equivalente a declarar que la sentencia es inapelable.
La enfermedad del niño –cosa común en aquella época, dados los índices tan altos de mortalidad infantil que había– se atribuye al Señor porque el relato se desarrolla en la mentalidad de pecado-castigo (no de pecado-consecuencia). Esto explica la reacción de David –quien también entendió la enfermedad del niño como un castigo– e hizo súplicas al Señor acompañadas de prolongados ayunos y severas mortificaciones en busca de clemencia. La depresión del rey era de tal magnitud que se rehusaba a aceptar las sugerencias de sus consejeros e insistió en mortificarse, pensando que así conmovería al Señor para que salvara a su hijo.
Ningún pecado es asunto «privado», aunque se cometa en la intimidad o cautelosamente. Todo pecado tiene una repercusión comunitaria. Y cuanto mayor sea la responsabilidad del que comete el pecado tanto mayor es el daño de sus repercusiones. David mata y muere (en la persona de su hijo); la muerte –infligida a Urías por orden suya– se volvió en contra de su propia familia. Es curioso este círculo mortal, porque David mata por una mujer, queriendo procrear, y en ese empeño de prolongar sus propios genes termina dándole muerte a un hijo suyo. La lucha por la vida no puede ser al precio de la vida del otro, porque eso es una contradicción mortal.
El profeta cumple su misión no simplemente denunciando el crimen, sino haciendo ver que el Señor no es cómplice de la maldad «ni por favorecer al pobre ni por honrar al rico» (Lev 19,15), y que toca oír por igual a pequeños y grandes, sin dejarse intimidar por nadie (cf. Deu 1,16-17).
Jesús salva dando su vida, no exponiendo ni exigiendo la de los demás. Y nos invita a unirnos a él en ese don de nosotros mismos, renunciando a todo egoísmo. Esa invitación es la que cada uno acepta cuando come del pan que él ofrece en la eucaristía: consiente en apropiarse de esa entrega, asimilarla, apropiársela, para convertirla luego en su norma de vida y de convivencia.
Feliz sábado en compañía de María, madre del Señor.