Sábado de la IV semana de Cuaresma.
Las metáforas de «la luz» y «la tiniebla» confrontan –en Juan– dos realidades distintas: la vida humana («luz»: 1,4) y una ideología contraria a ella («la tiniebla»: 1,5), que busca suprimirla o, al menos, reprimirla. La vida es un hecho, la ideología es un sistema de pensamiento convertida en patrón de pensamiento, y que puede perpetuarse de forma acrítica. En eso se basa el juicio que Juan hace de «la tiniebla». Los letrados se instalaron como maestros del pueblo de Israel, pero no para transmitirle el espíritu de la Ley, sino para inculcar en él unas ideas que lo sometieran a su control. La tragedia de esto consiste en que el pueblo, cegado por «la tiniebla», rechaza su propia liberación. Esto viene de antiguo, y sin «la luz de la vida» (Jn 8,12) puede perpetuarse de manera indefinida y en diferentes formas. Hoy el mensaje nos presenta «la tiniebla» en acción en contra de Jeremías y en contra de Jesús. Los ejemplos se pueden multiplicar.
1. Primera lectura (Jer 11,18-20).
Más que notas personales, las llamadas «confesiones» de Jeremías forman parte de su mensaje, y dan testimonio de lo mucho que le exige ser profeta del Señor. Lejos de ser el resultado de una ambición personal, esta vocación aparece como totalmente dependiente del designio de otro. El profeta no se presenta como dueño de la situación, sino como servidor de la decisión divina. Se conjetura que, por haber apoyado la reforma de Josías, que prohibió los cultos locales, las gentes de Anatot, su ciudad, y sobre todo los sacerdotes del lugar, se sintieron afectados, y reaccionaron en contra del profeta. Pero también pudo ser que, en tiempos de Joaquín, luego de denunciar el culto del templo de Jerusalén (Jer 7 y 26), vino a refugiarse en Anatot, perseguido por eso.
Después del v. 18, algunos traductores insertan 12,6 («También tus hermanos y tu familia te son desleales, también ellos te calumnian a tus espaldas; no te fíes, aunque te digan buenas palabras»). Enseguida de esa advertencia, sigue la atormentada toma de conciencia del profeta y su súplica al Señor. Después del v. 20 insertan 12,3 («Tú, Señor me examinas y me conoces; tú sabes cuál es mi actitud hacia ti; apártalos como a ovejas de matanza, resérvalos para el día del sacrificio»). En definitiva, el fragmento que se lee hoy contrasta la fidelidad del profeta, aun a riesgo de su vida, y la deslealtad del pueblo –incluyendo a su círculo más cercano– al cual él intenta salvar.
El profeta, lleno de buenas intenciones, ignora los planes que traman contra él y las conjuraciones a muerte de aquellos a quienes él pretende servir. Se acoge al «Señor de los ejércitos» (el Dios de la creación y de la historia), a quien él le ha encomendado su causa, y usa el lenguaje de castigo («…que logre desquitarme de ellos») para pedir la justicia divina. Es su manera de pedirle al Señor que lo libere de las conjuras de sus enemigos, y que a estos les muestre su reprobación.
2. Evangelio (Jn 7,40-53).
El sentir popular respecto de Jesús no es unánime. El evangelista reporta tres opiniones para sugerir la totalidad de las mismas: dos (la mayoría) son positivas: «el profeta» (cf. Dt 18,18) y el Mesías; la tercera vuelve sobre el argumento de que el origen de Jesús y su lugar de nacimiento no concuerdan con las expectativas que ellos tienen, sin preguntarse qué fundamento tiene ese prejuicio. Refieren «el Mesías» al esperado descendiente de David (cf. 2Sam 7,12; Miq 5,2) que, por eso, debía proceder de Belén. El evangelista le resta importancia a la cuestión, porque lo que realmente importa es la misión divina de Jesús (cf. Jn 7,28-29), por eso no zanja el asunto. Tal división de opiniones los lleva al enfrentamiento entre ellos, pero los más hostiles manifiestan intenciones de detener a Jesús (cf. 7,30); sin embargo, nadie procede.
Las autoridades se involucran en el proceso que conducirá a la muerte de Jesús, urgidas por la actitud favorable de la multitud en relación con él. Los guardias del templo, al mando del sumo sacerdote, habían sido enviados por los sumos sacerdotes y los fariseos a arrestar a Jesús (cf. Jn 7,32). Pero los guardias, impresionados por el mensaje de Jesús, no lo hicieron, y esto provocó la ira de los fariseos, los cuales tildaron a Jesús de impostor (hablan de «engañar») y adujeron el argumento de que «los jefes» y «los fariseos» no le habían dado su adhesión a Jesús. Suponen que su conducta debe ser normativa para el pueblo, y los desespera ver que el influjo de Jesús libera al pueblo de su dominio y logra que se les salga de las manos. Por eso manifiestan su desprecio por el pueblo, al cual tachan de ignorante («esa gente que no conoce la Ley») y lo consideran también despreciado por Dios («gente maldita»).
A propósito del conocimiento de la Ley, Nicodemo les recuerda que no se atienen al trámite legal, porque están condenando a una persona sin escucharla y sin investigar sus acciones. La reacción contra Nicodemo es elusiva: pretenden insultarlo («galileo»), porque no pueden llamarlo «maldito», y también lo tratan de ignorante («estudia y verás…»). En realidad, son ellos los que ignoran la Escritura, ya que sí consta que hubo un profeta en Galilea (cf. 2Ry 14,25: Jonás, hijo de Amitay, de Gatjéfer), pero ellos la ignoran culpablemente, porque, arrastrados por su odio, quieren negar los hechos. Pero Nicodemo tampoco rompe con ellos, porque no toma conciencia de que los fariseos han convertido la Ley en instrumento de opresión y de muerte (cf. Jn 19,7).
El v. 53 corresponde a otro relato, y no es relevante aquí.
La «opinión pública» no necesariamente refleja la verdad –ni siquiera mayoritaria–, porque puede suceder que ella sea producto de una «opinión dominante», convertida en pública por favorecer los intereses de quienes detentan el poder, y porque los perjudicados por ella carecen del espíritu crítico para distanciarse de la misma, o el temor les impide disentir. Pero el criterio para valorar si una opinión, mayoritaria según las estadísticas, es verdadera o falaz, reside en su relación con la vida humana, no en sus índices de popularidad. Es falsa si es contraria a la vida humana, y es verdadera si le es favorable, porque «la vida es la luz de la humanidad» (cf. Jn 1,4).
Hacer de la vida la verdad del hombre es pasar de la tiniebla a la luz, de la esclavitud a la libertad. Jesús nos libera llevándonos a esa certidumbre interior. Su Espíritu Santo nos hace capaces de descubrir el valor excelso de la vida humana más allá de su aspecto o de las circunstancias que puedan determinarla. Y él es quien nos impulsa a salirnos del «mundo», rompiendo de manera decidida con «la tiniebla» que pretende extinguir «la luz» (cf. Jn 10,39).
En la eucaristía esa luz «brilla» en la entrega de Jesús, e «ilumina» el sentido de la nuestra (cf. Jn 1,5.9), porque entregándonos con él y como él damos vida sin perderla (cf. Jn 8,12).
Feliz sábado con María, la madre del Señor.