PRIMERA LECTURA
Yo era como un manso cordero, llevado al matadero.
Lectura del libro de Jeremías 11, 18-20
Señor, Tú me has hecho ver las intrigas de este pueblo.
Y yo era como un manso cordero, llevado al matadero, sin saber que ellos urdían contra mí sus maquinaciones: “¡Destruyamos el árbol mientras tiene savia, arranquémoslo de la tierra de los vivientes, y que nadie se acuerde más de su nombre!” Señor de los ejércitos, que juzgas con justicia, que sondeas las entrañas y los corazones, ¡que yo vea tu venganza contra ellos, porque a ti he confiado mi causa!
SALMO RESPONSORIAL 7, 2-3. 9bc-12
R/. ¡Señor, Dios mío, en ti me refugio!
Señor, Dios mío, en ti me refugio: sálvame de todos los que me persiguen; líbrame, para que nadie pueda atraparme como un león, que destroza sin remedio.
Júzgame, Señor, conforme a mi justicia y de acuerdo con mi integridad. ¡Que se acabe la maldad de los impíos! Tú que sondeas las mentes y los corazones, Tú que eres un Dios justo, apoya al inocente.
Mi escudo es el Dios Altísimo, que salva a los rectos de corazón. Dios es un Juez justo y puede irritarse en cualquier momento.
VERSÍCULO ANTES DEL EVANGELIO Cf. Lc 8, 15
Felices los que retienen la Palabra de Dios con un corazón bien dispuesto y dan fruto gracias a su constancia.
EVANGELIO
¿Acaso el Mesías vendrá de Galilea?
+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 7, 40-53
Algunos de la multitud, que habían oído a Jesús, opinaban: “Éste es verdaderamente el Profeta”. Otros decían: “Éste es el Mesías”. Pero otros preguntaban: “¿Acaso el Mesías vendrá de Galilea? ¿No dice la Escritura que el Mesías vendrá del linaje de David y de Belén, el pueblo de donde era David?” Y por causa de Él, se produjo una división entre la gente. Algunos querían detenerlo, pero nadie puso las manos sobre Él.
Los guardias fueron a ver a los sumos sacerdotes y a los fariseos, y éstos les preguntaron: “¿Por qué no lo trajeron?”
Ellos respondieron: “Nadie habló jamás como este hombre”.
Los fariseos respondieron: “¿También ustedes se dejaron engañar? ¿Acaso alguno de los jefes o de los fariseos ha creído en Él? En cambio, esa gente que no conoce la Ley está maldita”.
Nicodemo, uno de ellos, que había ido antes a ver a Jesús, les dijo: “¿Acaso nuestra Ley permite juzgar a un hombre sin escucharlo antes para saber lo que hizo?”
Le respondieron: “¿Tú también eres galileo? Examina las Escrituras y verás que de Galilea no surge ningún profeta”.
Y cada uno regresó a su casa.
La reflexión del padre Adalberto Sierra
Las dos metáforas de «la luz» y «la tiniebla» confrontan –en Juan– dos realidades distintas: la vida humana («luz»: 1,4) y una ideología contraria a ella («la tiniebla»: 1,5), que busca suprimir la vida o, al menos, reprimirla. La vida es un hecho, la ideología es un sistema de pensamiento convertida en patrón de pensamiento, y que puede perpetuarse de forma acrítica. En eso se basa el juicio que Juan hace de «la tiniebla». Los letrados se instalaron como maestros del pueblo de Israel, pero no para transmitirle el espíritu de la Ley, sino para inculcar en el pueblo unas ideas que lo sometieran a su control. La tragedia de esto consiste en que el pueblo, cegado por «la tiniebla», rechaza su propia liberación. Esto viene de antiguo, y sin «la luz de la vida» (Jn 8,12) se puede perpetuar de manera indefinida y en diferentes formas. Hoy el mensaje nos presenta «la tiniebla» en acción en contra de Jeremías y en contra de Jesús. Los ejemplos se pueden multiplicar.
1. Primera lectura (Jer 11,18-20).
Más que notas personales, las llamadas «confesiones» de Jeremías forman parte de su mensaje, y dan testimonio de lo mucho que le exige ser profeta del Señor. Lejos de ser el resultado de una ambición personal, esta vocación aparece como totalmente dependiente del designio de otro. El profeta no se presenta como dueño de la situación, sino como servidor de la decisión divina. Se conjetura que, por haber apoyado la reforma de Josías, que prohibió los cultos locales, las gentes de Anatot, su ciudad, y sobre todo los sacerdotes del lugar, se sintieron afectados, y reaccionaron en contra del profeta. Pero también pudo ser que, en tiempos de Joaquín, luego de denunciar el culto del templo de Jerusalén (caps. 7 y 26) y perseguido por eso, vino a refugiarse en Anatot.
Después del v. 18, algunos traductores insertan 12,6 («También tus hermanos y tu familia te son desleales, también ellos te calumnian a tus espaldas; no te fíes, aunque te digan buenas palabras»). Enseguida de esa advertencia, sigue la atormentada toma de conciencia del profeta y su súplica al Señor. Después del v. 20 insertan 12,3 («Tú, Señor me examinas y me conoces; tú sabes cuál es mi actitud hacia ti; apártalos como a ovejas de matanza, resérvalos para el día del sacrificio»). En definitiva, el fragmento que se lee hoy contrasta la fidelidad del profeta, aun a riesgo de su vida, y la deslealtad del pueblo –incluyendo a su círculo más cercano– al cual él intenta salvar y por el que tantas veces ha intercedido.
El profeta, lleno de buenas intenciones, ignora los planes que traman contra él y las conjuraciones a muerte de aquellos a quienes él pretende servir. Se acoge al «Señor de los ejércitos» (el Dios de la creación y de la historia), a quien él le ha encomendado su causa, y usa el lenguaje de castigo («…que logre desquitarme de ellos») para pedir la justicia divina. Es su manera de pedirle al Señor que lo libere de las conjuras de sus enemigos, y que a estos les muestre su reprobación. Él sabe que todo crimen tiene su castigo y que todo acto malvado le acarrea un sufrimiento a su autor (cf. 10,25; 17,12); es un principio de equilibrio que rige las relaciones de convivencia social; sin embargo, Jeremías no toma la justicia por su mano, sino que se acoge a la acción del Señor, que determina cuándo es el momento (cf. Deu 32,35).
2. Evangelio (Jn 7,40-53).
El sentir popular respecto de Jesús no es unánime. El evangelista reporta tres opiniones para sugerir la totalidad de las mismas: dos (la mayoría) son positivas: «el profeta» (cf. Deu 18,18) y el Mesías; la tercera vuelve sobre el argumento de que el origen de Jesús y su lugar de nacimiento no concuerdan con las expectativas que ellos tienen, sin preguntarse qué fundamento tiene ese argumento. Refieren «el Mesías» al esperado descendiente de David (cf. 2Sam 7,12; Miq 5,2) que, por eso, debía proceder de Belén. El evangelista le resta importancia a la cuestión, porque lo que verdaderamente importa es la misión divina de Jesús (cf. 7,28-29), y por eso no zanja el asunto. En realidad, lo que debe acreditar la condición mesiánica de Jesús son sus obras, no su lugar de nacimiento. Así, la división entre ellos depende de que le den su adhesión o no. Tal división de opiniones los lleva al enfrentamiento entre ellos, pero los más hostiles manifiestan intenciones de detener a Jesús (cf. 7,30); sin embargo, nadie procede.
Las autoridades se involucran en el proceso que culminará en la muerte de Jesús, urgidas por la actitud mayoritariamente favorable de la multitud en relación con él. Los guardias del templo, al mando del sumo sacerdote, habían sido enviados por los sumos sacerdotes y los fariseos para que arrestaran a Jesús (cf. 7,32). Pero los guardias, impresionados por el mensaje de Jesús, no lo hicieron, y esto provocó la ira de los fariseos, los cuales tildaron a Jesús de impostor (hablan de «engañar») y adujeron como razón el argumento de que «los jefes» y «los fariseos» no le habían dado su adhesión a Jesús. Suponen que su conducta debe ser normativa para el pueblo, y los desespera ver que el influjo de Jesús libera al pueblo de su dominio y logra que este se les salga de las manos. Por eso manifiestan su desprecio por el pueblo, al cual tachan de ignorante («esa gente que no conoce la Ley») y lo consideran también despreciado por Dios («gente maldita»).
A propósito del conocimiento de la Ley, Nicodemo les recuerda que no se atienen al trámite legal, porque están condenando a una persona sin escucharla y sin investigar sus acciones. La reacción contra Nicodemo es elusiva: pretenden insultarlo («galileo»), porque no pueden llamarlo «maldito», y también lo tratan de ignorante («estudia y verás…»). En realidad, son ellos los que ignoran la Escritura, ya que sí consta que hubo un profeta en Galilea (cf. 2Rey 14,25: Jonás, hijo de Amitay, de Gatjéfer), pero ellos la ignoran culpablemente, porque, arrastrados por sus odios, quieren negar los hechos. Pero Nicodemo tampoco rompe con ellos, porque no toma conciencia de que los fariseos han convertido la Ley en instrumento de opresión y de muerte (cf. 19,7).
El v. 53 pertenece a otro relato, y no es relevante aquí.
La «opinión pública» no necesariamente refleja la verdad –ni siquiera mayoritaria–, porque puede suceder que ella sea producto de una «opinión dominante», convertida en pública por favorecer los intereses de quienes detentan el poder, y porque los perjudicados por ella carecen del espíritu crítico para distanciarse de la misma, o el temor les impide disentir. Pero el criterio para valorar si una opinión, mayoritaria según las estadísticas, es verdadera o falaz, reside en su relación con la vida humana, no en sus índices de popularidad. Es falsa si es contraria a la vida humana, y es verdadera si le es favorable, porque «la vida es la luz de la humanidad» (cf. Jn 1,4).
Hacer de la vida la verdad del hombre es pasar de la tiniebla a la luz, de la esclavitud a la libertad. Jesús nos libera llevándonos a esa certidumbre interior. Su Espíritu Santo nos hace capaces de descubrir el valor excelso de la vida humana más allá de su aspecto o de las circunstancias que puedan determinarla. Y él es quien nos impulsa a salirnos del «mundo», rompiendo de manera decidida con «la tiniebla» que pretende extinguir «la luz» (cf. Jn 10,39).
En la eucaristía esa luz «brilla» en la entrega de Jesús, e «ilumina» el sentido de la nuestra (cf. Jn 1,5.9), porque entregándonos con él y como él damos vida sin perderla (cf. Jn 8,12).