Lectura del santo evangelio según san Juan (3,13-17):
En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: «Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre. Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.»
Palabra del Señor
Sábado de la XXIII semana del Tiempo Ordinario. Año I.
El apóstol continúa compartiendo con el destinatario de la carta sus confidencias sobre su pasado y sobre la acción del Mesías Jesús en su vida, generalizando ahora su experiencia, la que propone como estímulo para «los pecadores», animándolos implícitamente a comprobar los alcances de la misericordia de Dios, manifestada por medio del Mesías Jesús. Esta expresión («Mesías Jesús», «Jesús Mesías») aparece muy frecuentemente en la carta. «Mesías Jesús» (11 veces), «Jesús Mesías» (3 veces). Cuando el nombre precede al título («Jesús Mesías»: 1,16; 6,3.14), el énfasis recae en la actuación histórica de Jesús; cuando el título precede al nombre («Mesías Jesús»: 1,1.2.12.14.115, etc.), se refiere a la actividad del Mesías desde su condición gloriosa.
El concepto de «pecador» que maneja el autor en la carta tiene dos aspectos. Uno genérico, que se refiere a todos aquellos para quienes fue instituida la Ley, es decir, para quienes carecen de un control efectivo de su propia vida y necesitan una guía exterior –en Gal 3,24-25 Pablo habla de «aya»–, indicio de que son seres humanos en condición de minoría de edad (cf. 1Tim 1,8-10). Y el otro concreto, referido a su propia condición, que es la de quienes le dieron a la Ley un valor absoluto y la pusieron por encima del hombre hasta el punto de volverse así en contra de Dios con un fanatismo religioso tan ignorante como violento (cf. 1,12-15).
1Tm 1, 15-17.
Con una fórmula estereotipada (cf. 1Tm 3,1; 4,9; 2Tm 2,11; Tt 3,8) –que sirve para subrayar el carácter solemne de una afirmación y que probablemente alude un dicho conocido– resume en una cierta cita lo que antes dijo: «que el Mesías Jesús vino al mundo para salvar pecadores» (cf. Lc 19,10). A partir de la figura gloriosa, en mirada retrospectiva, declara la misión histórica y su aprobación de parte de Dios (por eso está en la gloria). El autor, tras de catalogarse entre los que le dieron ese valor absoluto a la Ley, se propone como testimonio de la misericordia del Mesías y de la eficacia de esa misericordia en él, que puede ser la misma en todos los pecadores, ya que que él se declara «primero» (πρῶτός) entre ellos, es decir, el más pecador de todos. Y si a él el Mesías lo miró con misericordia, a los menos pecadores los mirará también con misericordia; y si esta fue efectiva en él, también lo será en los otros.
Dice ser «el primero» de los pecadores; aunque se siente ya perdonado, su condición pecadora subsiste («soy»). No obstante ser el más pecador, Dios tuvo misericordia de él (no lo abandonó, sino que le ayudó) haciendo que el Mesías Jesús mostrase en él, «el primero», el alcance de su magnanimidad. El primero de los pecadores resultó ser el primer beneficiario de tan grande generosidad, de manera que él se convirtió en testimonio viviente para los otros pecadores: para todos hay perdón, por lo que ningún pecador puede desesperar de su propia situación, ya que la misión del Mesías Jesús glorificado es la misma que manifestó Jesús Mesías en su vida terrenal.
El autor atribuye espontáneamente al Mesías los rasgos que siempre se predicaron como propios de Dios, la misericordia y la paciencia. Además, muestra una identificación de voluntades cuando le atribuye al Mesías el propósito de salvar, predicado también de Dios (1,1), ya que la paciencia y la misericordia del Mesías en relación con él constituye «un ejemplo típico a los que el en futuro creyesen en él para obtener vida eterna» (1,16).
Esta «confesión» del apóstol es ya un reconocimiento de la generosidad de Dios, y, al pensar en las innumerables conversiones que propiciará su testimonio, la confesión se vuelve una expresión de glorificación (doxología) a Dios. Es posible que este versículo sea parte de un conocido himno cristiano. Las doxologías son frecuentes en las cartas de Pablo (cf. Rom 9,5, etc. Gal 1,5)
Al invocarlo como «rey de los siglos» –expresión corriente en el judaísmo posterior al exilio– le reconoce el señorío sobre la historia: el tiempo no lo determina, él pone el tiempo al servicio de su designio (como lo hizo devolviendo su pueblo a la tierra prometida después del exilio). Por eso, la designación «inmortal» afirma no sólo su plena posesión de la vida como atributo propio, sino que el paso del tiempo no lo afecta, porque él es «eterno» y tampoco envejece. Su condición de «invisible» lo sustrae de la categoría material, deleznable y caduca, común a toda la creación, y lo sitúa fuera del alcance del ojo humano, de modo que solo se lo puede conocer por la fe, no por la vista (cf. 2Cor 5,7). El término «invisible» (ἀόρατος) traduce en la Biblia griega (LXX) dos términos de la Biblia hebrea, «vacío» (תֹהוּ: Gen 1,2) y «secreto» (מִסְתָּר: Isa 45,3); ya en el Nuevo Testamento se halla con las connotaciones de inmaterialidad («vacío») e invisibilidad («oculto») en varios escritos (Rom 1,20; Col 1,15.16; Heb 11,27). En definitiva, todas esas características lo presentan como un ser «único», nadie se le puede comparar. Y tanta excelsitud se pone al servicio de los seres humanos, comenzando por los pecadores.
Es probable –como se anotó– que el origen de esta doxología sea litúrgico (cf. 5,15-16). Es muy frecuente encontrar en las cartas pastorales estas aclamaciones que tienen rasgos de fórmulas de corte litúrgico (cf. 2,5-6; 5,21; 6,15-16; 2Tim 1,9-10; 2,8; 4,1). Esto es indicio de lo compenetrada que estaba la vida con el culto en asamblea.
El sentimiento de gratitud que manifiesta el apóstol hunde raíces en su memoria. Es consciente de que insultó a los cristianos y los persiguió con arrogancia de fanático ignorante (cf. 1,13), pero lo confiesa, y reconoce que fue la misericordia de Dios la que lo sacó de ese estado. Agradece el llamado a la fe y la confianza que el «Mesías Jesús Señor» depositó en él designándolo apóstol y destinándolo a su servicio. Su confesión es un reconocimiento de la gratuidad del amor de Dios y del Mesías Jesús. Lo que cambió su vida para mejor es puro don divino.
Esta gratitud es necesaria en la espiritualidad cristiana, porque –si llegara a faltar– podría darse la presunción de que el don de Dios es «merecido», y eso conduciría a la depreciación de la gracia o a su no suficiente valoración. En la raíz de nuestra reincidencia en el pecado está la falta de gratitud a Dios. Pero esta misma falta de gratitud podría deberse a que no se ha experimentado un cambio tan radical de vida como el que reconoce el autor de la carta, lo que pone en tela de juicio la verdad o, al menos, la profundidad de algunas conversiones.
La eucaristía, que es signo de nuestra comunión individual y comunitaria con el Señor, se halla en crisis de sentido, quizá por falta de una adecuada catequesis. Antes –aunque fuera vagamente– la gente tenía claro que para recibir la eucaristía había que «estar confesado», o sea, haber roto con el pecado. Ahora, da la impresión que las personas piensan que lo que requieren para recibir la eucaristía es tener dificultades económicas o padecer de alguna enfermedad, porque se mira la eucaristía desde la perspectiva de «remedio» farmacológico, no espiritual, e incluso se considera como una solución automática, casi mágica, no como compromiso de fe.
Necesitamos purificar nuestras intenciones a la hora de comulgar con el Señor Jesús Mesías.
Feliz sábado en compañía de María, la madre del Señor.