Primera lectura
Lectura del libro de los Números (6,22-27):
EL Señor habló a Moisés:
«Di a Aarón y a sus hijos, esta es la fórmula con la que bendeciréis a los hijos de Israel:
“El Señor te bendiga y te proteja,
ilumine su rostro sobre ti
y te conceda su favor.
El Señor te muestre tu rostro
y te conceda la paz”.
Así invocarán mi nombre sobre los hijos de Israel y yo los bendeciré».
Palabra de Dios
Salmo
Sal 66
R/. Que Dios tenga piedad y nos bendiga.
V/. Que Dios tenga piedad nos bendiga,
ilumine su rostro sobre nosotros;
conozca la tierra tus caminos,
todos los pueblos tu salvación. R/.
V/. Que canten de alegría las naciones,
porque riges el mundo con justicia
y gobiernas las naciones de la tierra. R/.
V/. Oh Dios, que te alaben los pueblos,
que todos los pueblos te alaben.
Que Dios nos bendiga; que le teman
todos los confines de la tierra. R/.
Segunda lectura
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Gálatas (4,4-7):
Hermanos:
Cuando llegó la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para rescatar a los que estaban bajo la Ley, para que recibiéramos la adopción filial.
Como sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: «¡“Abba”, Padre!». Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y si eres hijo, eres también heredero por voluntad de Dios.
Palabra de Dios
Evangelio de hoy
Lectura del santo evangelio según san Lucas (2,16-21):
EN aquel tiempo, los pastores fueron corriendo hacia Belén y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, contaron lo que se les había dicho de aquel niño.
Todos los que lo oían se admiraban de lo que les habían dicho los pastores. María, por su parte, conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón.
Y se volvieron los pastores dando gloria y alabanza a Dios por todo lo que habían oído y visto, conforme a lo que se les había dicho.
Cuando se cumplieron los ocho días para circuncidar al niño, le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de su concepción.
Palabra del Señor
La reflexión del padre Adalberto.
1 de enero: Maternidad divina de María.
Octava de Navidad.
La vocación de Abraham implicaba un «éxodo» (salir de su tierra nativa) en busca de una tierra que Dios le mostraría, y una promesa de pujante futuro (hacer de él un gran pueblo), sobre todo, de expansiva bendición. La bendición, en sí, entraña el don y la conservación de la vida, y es tan generosa que hará famoso a Abraham por la forma como otros percibirán su bendición, hasta el punto de que su nombre se convertirá proverbialmente en fórmula de bendición, algo así como: «¡Que seas bendito como lo fue Abraham!», o «¡Que Dios te bendiga como bendijo a Abraham!». Era de tal magnitud la bendición de Abraham que maldecirlo equivalía a maldecirse a sí mismo. Pero no solo es modelo de hombre bendecido, sino portador de bendición para las naciones.
El nacimiento del Mesías es el cumplimiento pleno de la bendición para Abraham (cf. Lc 3,34) y para todas las naciones (cf. Lc 24,47). Y acontece como el nacimiento de Isaac, en virtud de la promesa, no por generación legal (cf. Lc 1,32-37).
1. Primera lectura (Nm 6,22-27)
Esta breve lectura nos remonta al relato de la creación (cf. Gen 1,22.28) para recordarnos que desde que existe la vida –y sobre todo la vida humana– la creación está bendecida por Dios. Cuando Dios bendice, da vida y da la capacidad de transmitirla. Esta bendición invoca tres veces el nombre del Señor (en el leccionario se omite una), lo cual confiere un carácter de plenitud a dicha bendición. Por origen, antes que todo, el pueblo del Señor es bendito. Y no hay maldición que valga. El uso de la segunda persona del singular para referirse al pueblo («te bendiga») es característico del estilo litúrgico tradicional, sobre todo del Deuteronomio.
«El Señor te bendiga y te guarde». Más importante que la bendición es la fuente de la misma. Si su origen es el Señor, se refiere al Dios que sacó a Israel de Egipto; esto implica que la vida que se invoca con la bendición y que es el contenido de misma, es una vida libre y feliz. El Señor es capaz de darla –eso está históricamente comprobado– y capaz de «guardar» al israelita en ella.
«El Señor te muestre su rostro radiante y te conceda su favor». El «rostro radiante» equivale al «rostro sonriente», y desea su mirada complacida, es decir, el beneplácito del Dios de la alianza, el que dio a Israel normas de vida y de convivencia para que fuera ante todos los pueblos testigo de una sabiduría (saber vivir y convivir) que causara admiración a las naciones.
«El Señor te muestre su rostro y te conceda la paz». El «rostro vuelto» hacia alguien implica dos cosas: mirar con simpatía y acoger con empatía. El Señor se complace en quien vive y convive con los demás de acuerdo con las exigencias de la alianza, lo reconoce como auténtico miembro de su pueblo, y le otorga la paz, la armonía plena, la felicidad.
2. Segunda lectura (Gal 4,4-7)
La bendición se fue dando a lo largo de los siglos, pero tenía un plazo para entrar en pleno vigor: hasta el momento en que la humanidad se hiciera del todo adulta. Ese plazo se cumplió cuando Dios envió a su hijo en nuestra condición de humanos («nacido de mujer») y de esclavos («nacido bajo la Ley») para llevarnos a la condición de libres («para que rescatase a los súbditos de la Ley») y de hijos suyos («para que recibiéramos la condición de hijos»). Se trata de una acción liberadora y salvadora. No somos hijos de manera formal –por adopción de carácter legal, externa–; somos realmente hijos, porque Dios nos infundió su vida («el Espíritu de su Hijo»), y así quedamos facultados para llamar «Padre» a Dios. Ya no somos «esclavos»; en aquellas sociedades, los hijos menores se equiparaban a los esclavos, sino que somos plenamente hijos, con derecho a heredar la riqueza del Padre: la vida eterna. Esto sugiere que el cumplimiento de la promesa nos conduce a la plena adultez como hijos de Dios. El Espíritu nos hace maduros al capacitarnos para amar.
La bendición de Dios toma doble forma. Primera, nos bendice con el Hijo, en el cual nos acoge plenamente como nos encuentra, y se hace uno como nosotros para estimularnos a ser como él. El papel de la madre («nacido de mujer») es decisivo, porque garantiza que Dios asume nuestra condición humana concreta, sin idealizaciones. Segunda, nos bendice con su Espíritu, con el cual nos infunde su vida para transformar, desde dentro y radicalmente, nuestra condición humana. El papel del Espíritu es definitivo, porque en él se realiza la promesa, ya que por él recibimos la vida en plenitud, que es la máxima expresión de la bendición de Dios.
En definitiva, al enviarnos al Hijo (v. 4) y al Espíritu (v. 6) Dios se da a sí mismo haciéndonos como él (el «hijo» es igual al padre), y partícipes de su riqueza: la vida en plenitud.
3. Evangelio (Lc 2,16-21)
Esa vida, que se nos da por Jesús, nos viene por María. Y de manera asombrosa. Tras el anuncio de los ángeles, los pastores van a verificarlo, y a dar testimonio de lo que se les anunció: el amor de Dios da vida de modo muy asombroso. La primera reacción es de sorpresa general («todos los que lo oyeron quedaron sorprendidos»). En particular, la madre siente que hay algo más que lo que dejan ver las primeras impresiones, por eso se da a la tarea de «guardar» y «meditar» aquello («María, por su parte, conservaba el recuerdo de todo esto, meditándolo en su interior»). Este hecho no se agota en su primer impacto: hay que profundizar para captar mejor sus alcances. La segunda reacción (la más destacada, ya que va en el centro de las tres) es, sin duda, la de la madre. La tercera reacción es la de los pastores: como los ángeles, ellos dan gloria (le dan la razón) y alaban a Dios porque lo anunciado se cumplió tal como lo dijeron los ángeles. La salvación (vida) se hace presente en el niño rodeado del amor de su familia (o «envuelto en pañales») y excluido por la sociedad («recostado en el pesebre»).
«A los ocho días», cuando tocaba hacer el rito religioso de la circuncisión, «le pusieron de nombre Jesús». Esta imposición del nombre aparece aquí aceptada por todos, pero el evangelista recuerda que ese fue el nombre que había indicado el ángel antes de su concepción, y precisamente a su madre, que quedó encargada de asignarle ese nombre (cf. Lc 1,31). La madre, pues, ha cumplido un papel activo en la aceptación del nombre con el cual habrá de ser conocido el Mesías enviado de Dios. Esto resalta aún más el valor del nombre de «Jesús», que significa «el Señor salva».
Todavía muchos andan temerosos y angustiados por suposiciones supersticiosas (maldiciones, «entierros», «espíritu de ruina» …), olvidando que su vida es ya una bendición de Dios, y que es anterior y superior a cualquier daño que les quieran infligir. Otros permanecen en la esclavitud de la Ley y no logran conocer la autonomía y la libertad de los hijos de Dios ni experimentar el don del Espíritu que los hace herederos del Padre. Pero otros, como María, comprenden que la obra de Dios va más allá, y que su asombroso amor todavía tiene muchas gratas sorpresas para sus hijos, y no solo reciben esa vida, sino que la transmiten a los demás. Al celebrar la octava de Navidad en coincidencia con el comienzo del año civil, podemos invitar a la confianza, porque en el futuro, como en el pasado, el Señor estará bendiciéndonos y cuidándonos, y su sonriente rostro nos infundirá serenidad y nos dará la paz.
En la eucaristía recibimos el pan de vida, y contraemos libre y gozosamente el compromiso de hacer lo mismo que Jesús, dar vida comunicando el Espíritu a través de nuestro amor cristiano, acordándonos así de él, como María, que en su corazón guardaba todo lo referente a él.
Feliz Navidad. Feliz año nuevo en el Señor. Dios está con nosotros.