Primera lectura
En aquellos días, Pablo y Bernabé volvieron a Listra, a Iconio y a Antioquía, animando a los discípulos y exhortándolos a perseverar en la fe, diciéndoles que hay que pasar mucho para entrar en el reino de Dios. En cada Iglesia designaban presbíteros, oraban, ayunaban y los encomendaban al Señor, en quien habían creído. Atravesaron Pisidia y llegaron a Panfilia. Predicaron en Perge, bajaron a Atalía y allí se embarcaron para Antioquía, de donde los habían enviado, con la gracia de Dios, a la misión que acababan de cumplir. Al llegar, reunieron a la Iglesia, les contaron lo que Dios había hecho por medio de ellos y cómo había abierto a los gentiles la puerta de la fe.
Palabra de Dios
Salmo
R/. Bendeciré tu nombre por siempre jamás, Dios mío, mi rey.
El Señor es clemente y misericordioso,
lento a la cólera y rico en piedad;
el Señor es bueno con todos,
es cariñoso con todas sus criaturas. R/.
Que todas tus criaturas te den gracias, Señor,
que te bendigan tus fieles;
que proclamen la gloria de tu reinado,
que hablen de tus hazañas. R/.
Explicando tus hazañas a los hombres,
la gloria y majestad de tu reinado.
Tu reinado es un reinado perpetuo,
tu gobierno va de edad en edad. R/.
Segunda lectura
Yo, Juan, vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra han pasado, y el mar ya no existe. Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo, enviada por Dios, arreglada como una novia que se adorna para su esposo. Y escuché una voz potente que decía desde el trono: «Ésta es la morada de Dios con los hombres: acamparé entre ellos. Ellos serán su pueblo, y Dios estará con ellos y será su Dios. Enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor. Porque el primer mundo ha pasado.»
Y el que estaba sentado en el trono dijo: «Todo lo hago nuevo.»
Palabra de Dios
Evangelio de hoy
Lectura del santo evangelio según san Juan (13,31-33a.34-35):
Cuando salió Judas del cenáculo, dijo Jesús: «Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, también Dios lo glorificará en si mismo: pronto lo glorificará. Hijos míos, me queda poco de estar con vosotros. Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también entre vosotros. La señal por la que conocerán todos que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros.»
Palabra de Señor
La reflexión del padre Adalberto, nuestro vicario general
V Domingo de Pascua. Ciclo C.
El mensaje de este domingo nos recuerda dos realidades íntimamente ligadas: la «gloria de Dios» y el «mandamiento nuevo».
En relación con la «gloria de Dios», hay que distinguir entre «ver» la gloria de Dios y «dar» gloria a Dios. El mensaje de este día se refiere a lo primero: la gloria de Dios se hace visible.
En relación con el «mandamiento nuevo», hay que advertir que se trata de una nueva realidad, o sea, no es un mandamiento más, sino uno que toma el puesto de los anteriores.
Jn 13,31-33a.34-35.
El escenario en donde Jesús pronunció estas palabras es la cena pascual, después de que Judas salió del grupo. Sin embargo, con el afán de no atenuar el carácter pascual, el leccionario omite la segunda parte del versículo 33, que constata la incapacidad de los discípulos para seguir a Jesús en la muerte, porque no entienden ni comparten su entrega de amor.
1. La manifestación de la gloria de Dios.
El término «gloria» (????) tiene la doble connotación que su equivalente hebreo (???????): riqueza y esplendor. Jesús se refiere a dos formas de manifestarse la gloria de Dios, la primera hacia el pasado, la segunda hacia el futuro. Ambas están en relación con él.
«Acaba de manifestarse la gloria del Hijo del Hombre y, por su medio, la de Dios». La relación con el pasado está conectada con Judas. Ante la incomprensión de sus discípulos, Jesús se puso en las manos del traidor con el propósito de salvarlo. Judas se afianzó en la decisión de entregarlo a sus enemigos y abandonó el grupo alejándose de Jesús e internándose en la tiniebla. Con ese gesto, entregándose a sí mismo, Jesús manifestó el incomparable amor de Dios al poner su vida en manos de la humanidad pecadora. La gloria de Dios consiste en su amor que da vida, gloria que manifestó Jesús al entregarse por amor para darle vida la humanidad.
«Por su medio, Dios va a manifestar su gloria, y va a manifestarla muy pronto». La relación con el futuro sugiere la próxima muerte de Jesús en la cruz, en donde la manifestación de la gloria de Dios alcanzará una altura insuperable, y consistirá en la demostración del «amor más grande» (Jn 15,13), que se revelará cuando Jesús entregue su vida como testigo del amor del Padre, y cuando comunique ese mismo amor al ser humano por el don de su Espíritu (cf. Jn 19,30), para que la humanidad conozca el amor de Dios y también sea capaz de amar con el mismo amor con el que Dios la ama. En la cruz se dará la gran manifestación de esa gloria (cf. Jn 19,33-35).
2. El mandamiento nuevo.
Jesús contrapone los mandamientos de la antigua alianza a los mandamientos de la nueva. Los primeros son exigencias exteriores de la Ley; los segundos, exigencias interiores del Espíritu. El mandamiento es «nuevo» y, además, característico del discípulo.
Con palabras cargadas de intenso afecto, Jesús les anuncia a sus discípulos su próxima muerte, lo cual le da carácter de «testamento» al «mandamiento nuevo».
«Les doy un mandamiento nuevo, que se amen unos a otros…». El mandamiento se los da a sus discípulos, lo que indica que es como el «estatuto» que los constituye como su comunidad. No es posible llevarlo a la práctica sin la comunidad, así como tampoco es posible pertenecer a la comunidad sin llevarlo a la práctica. En cuanto «mandamiento», no es imposición, es exigencia interior de vida y de convivencia que él propone a personas libres, quienes lo aceptan porque quieren seguirlo. Y es «nuevo», además, por tres razones. Primera, porque la medida del amor es la misma que Jesús manifiesta: «igual que yo los he amado»; se supera la antigua medida: «como a ti mismo» (Lev 19,18). Segunda, porque la exigencia de amor no se hace en relación con Dios, sino con el otro ser humano; se trata de entregarse al otro para darle vida, no de entregarse a Dios: «ámense unos a otros». Esto entraña amar «igual» que Jesús y, en definitiva, «igual» que Dios, para lo cual se requiere la identificación con Jesús y con Dios, identificación que otorga el Espíritu Santo. Gracias a él «conocemos» y damos a «conocer» el amor de Dios. Y tercera, por su alcance: no se trata del «prójimo» –entendido como vecino, connacional o correligionario–, sino de «todos»; el amor mutuo es «distintivo», no «discriminador», porque está en función de la misión universal. Ha de ser signo de que la nueva humanidad es posible.
«En esto conocerán todos que ustedes son discípulos míos…». Este amor es inocultable, visible, porque es de hecho innegable. La comunidad no se da a conocer por una doctrina, ni por algún atributo de los que caracterizan las sociedades del mundo –poder, riqueza, prestigio–, sino por un empeño personal y comunitario de ofrecer a cada ser humano dignidad, libertad y alegría, es decir, por su afán de infundir vida; esta es su tarjeta de presentación, su carta de identidad. Tiene el propósito de mostrar con hechos el mensaje que pregona. Este mensaje tiene una destinación universal («todos»), por eso está desvinculado de cualquier determinación cultural, para que esté al alcance de todos los seres humanos sin condiciones indebidas. El culto puede ser inculturado, lo mismo que lo son las costumbres e incluso las leyes. Los usos políticos, las normas sociales y los sistemas económicos, tan vinculados a las culturas, encontrarán en el amor el criterio que les indicará si están al servicio del ser humano o no, es decir, si favorecen o impiden el amor. Y en ese caso, tendrán que optar entre al amor o la inhumanidad. No habrá alternativa.
Después de tantos siglos de escuchar y anunciar que el rasgo identificador del cristianismo es el amor, los hechos de amor debieran pulular en toda la tierra. Pero parece que ha habido un cierto desplazamiento de acento, despojando el amor cada vez más de su referencia a Jesús y dándole un sentido mucho más «aceptable» a los frívolos gustos del mundo.
Los diversos géneros musicales, las letras y las artes plásticas, así como el mundo de la política, parecen haber adoptado el lenguaje del amor como una «estrategia de venta» o un muy efectivo instrumento de persuasión. Y lo más desconcertante es que esas mismas realidades, asumidas y cultivadas por cristianos, a menudo no se constituyen en alternativa, sino que se han impregnado de un romanticismo emocional que reduce el amor a un sentimiento, y que así presentan incluso el amor de Dios y de Jesucristo, casi sin alusión a la cruz del Señor. Por eso, cuando se habla de dar gloria a Dios se piensa sobre todo en instrumentos musicales y en arreglos florales, más que en la implantación de la justicia o en la erradicación de la violencia.
Las comunidades cristianas –que se congregan «el octavo día» para celebrar la victoria del Señor resucitado– no pueden olvidar que, desde la primera pascua, el Señor Jesús se manifiesta en sus asambleas mostrándoles «las manos y el costado» (Jn 20,20), como signo de que la victoria no es un golpe de suerte ni un alarde de poder, sino fruto del amor comprometido y demostrado con obras («manos») hasta la entrega total de sí mismo para manifestar el amor de Dios («costado»). Este es el amor que distingue a los de Jesús y que revela la gloria del Padre.
¡Feliz día del Señor!