Evangelio
Lectura del santo evangelio según san Mateo (5,13-16):
EN aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán?
No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente.
Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte.
Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa.
Brille así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos».
Palabra del Señor
La reflexión del padre Adalberto, nuestro vicario general
V Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo A.
La proclamación de las bienaventuranzas suena evidentemente en contraste con cierta tradición, porque muestra otra concepción de Dios (cf. Deu 27,15-26). Pero quizás provoque una duda: si la Ley no ha logrado poner orden en el pueblo, no parece probable que estas exhortaciones a la libertad, basadas en el anhelo de felicidad, vayan a crear efectivas relaciones de convivencia en la humanidad.
Jesús insiste en su propuesta, ahora usando dos metáforas: la sal y la luz, que es el texto destinado para este domingo, y que presenta las dos metáforas en desigual longitud.
Mt 5,13-16.
La metáfora pretende hacer descubrir con expresividad y belleza una significación más profunda que lo que a simple vista se percibe y de lo que se puede explicar con el mero uso de las palabras en su sentido propio. Las metáforas de la sal y de la luz han de ser comprendidas en el trasfondo de la cultura hebrea, particularmente en la tradición bíblica, para entender lo que Jesús les quiso decir a sus discípulos de todos los tiempos.
1. La sal de la tierra.
En primer lugar, encontramos relacionados dos términos: «sal» y «tierra». La sal se utiliza desde tiempos antiguos para conservar alimentos, porque asegura su incorruptibilidad; se usaba, a partir de esa experiencia, como símbolo de firmeza, estabilidad, permanencia. En Israel se salaban los sacrificios como expresión de la firmeza de la alianza con el Señor (cf. Lev 2,13), pues una alianza de sal es perpetua (cf. Num 18,19), y «el Señor Dios de Israel, con pacto de sal, concedió a David y a sus descendientes el trono de Israel para siempre» (cf. 2Cro 13,5). Según Jesús, sus discípulos tenemos la misión de ser garantía de la perpetuidad de la relación de Dios con la humanidad. Y esto solo lo lograremos siendo fieles a la propuesta que hace él en las bienaventuranzas; sin esta fidelidad no habrá verdadera relación con Dios.
Esto significa que el futuro de la relación de Dios con la humanidad pasa por nuestro testimonio de felicidad («dichosos») en una irrenunciable convivencia que desarrolle la libertad para amar y que, animada por el amor universal de Dios, infunda una vida cada vez más satisfactoria.
La mención de «la tierra» es un modo de expresar la universalidad desde la perspectiva geográfica. Se refiere a la humanidad entera, no solo al pueblo de Israel, sino a todos los pueblos que habitan la superficie de la tierra. En tanto que los Israelitas solo llamaban «la tierra» a su país, porque era «la tierra prometida», Jesús extiende esa denominación a todos los países.
Y hace una advertencia: si la sal «se vuelve sosa», no hay manera de devolverle su condición de sal. El verbo que usa aquí (μωραίνω) significa propiamente «portarse como necio», lo que apunta al discípulo, y relaciona este pasaje con el del «hombre necio» que edifica sobre la arena, es decir, el discípulo que escucha pero que no pone en práctica el mensaje, y con las «vírgenes necias» (cf. Mt 7,26; 25,2). En este caso, advierte Jesús, ese discípulo, por traicionar el mensaje, se expone a la marginalidad social («tirarla a la calle») y al feroz desprecio de los no creyentes («…la pisoteen los hombres»). Ser sal «sosa» o «necia» es ser un discípulo carente de compromiso, y eso equivale a decepcionar a la humanidad, excluirse de la convivencia humana y desacreditar la fe.
2. La luz del mundo.
Ahora encontramos relacionados otros dos términos: «luz» y «mundo». La metáfora de «la luz» atraviesa la Biblia entera. Designa el esplendor o la gloria misma de Dios, que, según el profeta (cf. Isa 60,1-3) es, a la vez, «la gloria del Señor» (60,1) y del rescatado pueblo de Dios (60,3). También se consideraban «luz» la Ley y el templo (cf. Isa 2,5), así como la ciudad de Jerusalén, iluminada por el Señor (cf. Isa 60,19-20). Jesús introduce un nuevo sentido. La presencia gloriosa de Dios resplandece ahora en sus seguidores e ilumina a otros por medio de ellos.
Esto implica que la presencia y la actividad de Dios en el mundo depende de que los seguidores de Jesús reflejen con su realización personal la alegría de convivir en la solidaridad, la honestidad y la paz («dichosos»), y que la irradien en su entorno.
Esa luz, en primer lugar, es para que brille. La comunidad de los discípulos ha de ser tan visible como una ciudad situada en la cima de un monte. Y no se puede ocultar, porque su misión es iluminar; para eso existe. Los discípulos no pueden encerrarse en sí mismos, como una luz que no brilla ni ilumina, porque su destino es brillar para iluminar a los miembros de la familia (οἰκία).
La mención del «mundo» extiende el horizonte de esa luz a las sociedades humanas organizadas en «reinos» o repúblicas (cf. Mt 4,8), que es el amplio «campo» (cf. Mt 13,38) en donde hay que proclamar la buena noticia (cf. Mt 26,13); ese mundo es criatura de Dios y escenario de codicias y de escándalos (cf. Mt 16,26; 18,7; 24,21).
La «luz» de la que habla Jesús es metáfora del bien que, como testimonio de amor, hacen sus discípulos en presencia de «los hombres», es decir, ante los humanos que solo se guían por sus impulsos y no conocen el Espíritu de Dios. Lo primero es hacerlos «familia» (οἰκία). El objetivo de esta irradiación de luz es que, al ver las excelentes obras (τὰ καλὰ ἔργα) realizadas por los discípulos, «los hombres» reconozcan como Padre al Dios del cielo. Y así lleguen a ser miembros de la familia iluminada por esa luz.
Las bienaventuranzas son eficaces para transformar de raíz la sociedad humana en la medida en que los discípulos de Jesús tomemos en serio nuestra condición de «sal de la tierra» y «luz del mundo». Jesús habla de ser, y da a entender que no se trata de una obligación sino de una opción. Las bienaventuranzas suponen la libertad y el anhelo de plenitud. Sin esas dos condiciones, no hay discípulo posible.
Por consiguiente, no se trata de una nueva «Ley», sino de una gracia inaudita. Ahora la relación con Dios no está determinada por eldeber hacer, sino por el poder ser. Lo que Jesús nos dice es que si optamos libremente por buscar la plenitud (felicidad) a su lado, él nos infunde su Espíritu para darnos la posibilidad de desarrollar la libertad y alcanzar la plenitud. Por eso, no se trata de que tengamos la obligación de garantizar la relación con Dios, sino de desplegar la capacidad de hacerlo; tampoco se trata de la dura obligación de cambiar las sociedades humanas, sino de la gozosa posibilidad de lograrlo.
Y por eso nos reúne en el banquete eucarístico, porque quiere hacernos sentir su fuerza de vida, su Espíritu Santo, por la comunión con su cuerpo y con su sangre.
¡Feliz día del Señor!